Se obligó a sonreír; lógicamente la sonrisa le salió forzada.
– ¿Amelia? ¿Te sientes mal? -preguntó Elizabeth.
Grace las miró y vio que Elizabeth estaba observando a su hermana con expresión preocupada.
– Estoy muy bien -le espetó Amelia, lo cual bastó para demostrar que no lo estaba.
Las hermanas discutieron un momento, en voz tan baja que Grace no logró oír lo que decían, y entonces Amelia se levantó diciendo que necesitaba tomar el aire.
Thomas se levantó, lógicamente, y Grace también. Amelia pasó por delante de ellos y ya casi había llegado a la puerta cuando Grace comprendió que Thomas no tenía la intención de seguirla.
Santo cielo, para ser un duque tenía unos modales abominables. Le dio un codazo en las costillas; alguien tenía que hacerlo, se dijo. Nadie se atrevía a hacerle frente jamás.
Thomas la miró enfadado, pero se dio cuenta de que tenía razón, porque se giró hacia Amelia, hizo un leve gesto de asentimiento y dijo:
– Permíteme que te acompañe.
Salieron. Grace volvió a sentarse y durante por lo menos un minuto reinó el silencio, hasta que Elizabeth dijo, resignada:
– No hacen una buena pareja, ¿verdad?
Grace miró hacia la puerta, aun cuando ya hacía un rato que habían salido, y negó con la cabeza.
Era inmenso, pensó Jack. Era un castillo, claro, y un castillo se construye para ser imponente, pero, francamente…
Lo estaba contemplando boquiabierto.
Era inmenso.
Extraño que nadie le hubiera dicho que su padre procedía de una familia ducal. ¿Lo sabría alguien? Siempre había supuesto que su padre era hijo de un alegre terrateniente rural, tal vez un baronet o incluso un barón. Siempre le habían dicho que era hijo de John Cavendish, no de lord John Cavendish, como deberían haberlo llamado.
Y en cuanto a la anciana… Esa mañana había caído en la cuenta de que ella no le dijo su nombre, pero sin duda era la duquesa. Era demasiado imperiosa para ser una tía solterona o una parienta viuda.
Buen Dios; era nieto de un duque. ¿Cómo era posible eso?
Continuó mirando el edificio. No era provinciano del todo. Había viajado muchísimo cuando estaba en el ejército y había asistido al colegio con los hijos de las familias más notables de Irlanda. La aristocracia no le era desconocida. No se sentía incómodo en medio de aristócratas.
Pero eso…
Eso era inmenso.
¿Cuántas habitaciones tendría? Tendrían que ser más de cien. ¿Y de qué época? No parecía del todo medieval, a pesar de las almenas, pero sin duda era pretudor. Algo importante debió ocurrir ahí. No se hacen casas tan grandes sin que haya ocurrido algún acontecimiento histórico. ¿Un tratado, tal vez? ¿Tal vez una visita de la realeza? Daba la impresión de ser alguna de las cosas que se mencionan en el colegio, y probablemente por eso no lo sabía.
Estudioso no era.
La vista del castillo había sido engañosa cuando se acercaba. En esa parte había muchísimos árboles y las torres y torreones aparecían y desaparecían por entre el follaje. Sólo cuando llegó al comienzo del camino de entrada quedó totalmente a la vista, imponente, impresionante. La piedra era de color gris con un ligero matiz amarillo y, aunque los ángulos eran principalmente cuadrados, la fachada no tenía nada aburrido. Había muchísimos salientes y entradas; esa no era una pared georgiana larga y lisa con ventanas.
No lograba ni imaginarse cuánto tiempo le llevaría orientarse en la casa a un recién llegado; ni cuánto tiempo tardarían en encontrar al pobre que se hubiera perdido.
Y así continuó contemplando, tratando de hacerse una idea. ¿Cómo habría sido criarse ahí? Su padre se había criado en esa casa, y por todo lo que decían de él, era un hombre bueno y simpático. Bueno, era la impresión de una persona; su tía Mary era la única que lo conoció lo bastante bien como para poder contar una o dos historias de él.
De todos modos, se le hacía difícil imaginarse a una familia viviendo ahí. Su casa en Irlanda no era pequeña bajo ningún criterio, pero aún así, habiendo cuatro hijos, normalmente vivían chocándose; no se podía caminar diez minutos o ni siquiera dar diez pasos sin encontrarse con alguien y entablar conversación, ya fuera un primo, un hermano, una tía o incluso un perro (era un buen perro, Dios tenga su almita peluda en paz; mejor que muchas personas).
Se «conocían» entre ellos los Audley, y eso, había concluido hacía mucho tiempo, era algo muy bueno y muy poco común.
Pasados unos minutos vio un revuelo de movimientos en la puerta principal y aparecieron tres mujeres. Dos de ellas eran rubias. A esa distancia no les veía las caras, pero por su forma de caminar o moverse calculó que eran jóvenes, y posiblemente muy guapas.
Las chicas guapas, había notado hacía tiempo, se mueven de modo distinto a las feas, sepan o no que son guapas; simplemente no tienen conciencia de «fealdad»; en cambio, las feas siempre lo saben.
Esbozó una media sonrisa satisfecha; tal vez era un estudioso de las mujeres, y ese tema, intentaba convencerse con frecuencia, era tan noble como cualquier otro.
Pero fue la tercera chica, la última que salió de la casa, la que lo hizo retener el aliento y quedarse muy quieto, sin poder apartar la vista de ella.
Era la chica del coche de la noche pasada. Estaba seguro. Su pelo era del mismo color, lustroso y moreno, pero ese no era un color tan único que no se pudiera encontrar en otra mujer. Sabía que era ella porque… porque…
Porque lo sabía.
La recordaba. Recordaba su manera de caminar, de moverse, lo que sintió cuando la tenía apretada a su cuerpo. Recordaba el suave movimiento del aire entre ellos cuando se apartó.
Le había caído bien. No eran frecuentes las oportunidades de que le cayeran bien o mal las personas a las que asaltaba en los caminos, pero justo estaba pensando que encontraba algo atractivo en el brillo de inteligencia de sus ojos cuando la anciana la empujó hacia él, dándole permiso para ponerle el cañón de la pistola en la cabeza.
Eso no lo aprobó, lógicamente, pero de todos modos lo agradeció, porque tocarla, rodearla con el brazo, fue un placer inesperado. Y cuando la anciana volvió con el retrato en miniatura, su único pensamiento fue que era una lástima que no hubiera tenido tiempo de besarla como es debido.
Se mantuvo inmóvil en su montura observándola. Ella avanzó por el camino de entrada, mirando atrás por encima del hombro, y entonces se acercó a las otras y les dijo algo. Una de las rubias se cogió de su brazo y la llevó hacia un lado. Eran amigas, comprendió, sorprendido, y pensó si la chica (su chica, la consideraba ya) sería algo más que una dama de compañía. ¿Una parienta pobre, tal vez? Era evidente que no era hija de la casa, pero al parecer no era una criada.
Ella (¿cómo se llamaría?, deseaba saber su nombre) se ató las cintas de la papalina y después apuntó hacia algo en la distancia. Él miró en esa dirección, pero eran tantos los árboles que bordeaban el largo camino de entrada que no vio lo que había captado su interés.
Entonces ella se giró.
Quedó de cara a él.
Lo vio.
No hizo ninguna exclamación, ningún gesto, pero él supo que lo había visto por su forma de…
Tal vez simplemente por su manera de «estar», porque no le veía la cara a esa distancia. Pero lo supo.
Sintió un hormigueo de percepción, y se le ocurrió que ella lo había reconocido también. Eso era ridículo, porque estaba en el otro extremo del camino de entrada y no llevaba su ropa de bandolero, pero supo que ella sabía que estaba mirando al hombre que la besó.
El momento (que sólo pudo durar unos segundos) se alargó hasta la eternidad. Entonces graznó un pájaro detrás de él, sacándolo del trance, y por la cabeza le pasó rápido el pensamiento:
«Momento de marcharme.»
Nunca se quedaba mucho rato en un mismo sitio, y ese, sin duda, era el más peligroso.