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A él se le curvaron los labios en una sonrisa burlona.

– Ella se chivó, entonces -dijo, pensando en por qué se había imaginado que no lo diría.

– ¿La señorita Eversleigh?

Así que ese era su apellido.

– No tuvo otra opción -añadió la anciana, despectiva, como si los deseos de la señorita Eversleigh fueran algo que rara vez tomaba en cuenta.

Entonces Jack la sintió. Un leve roce de aire a su lado, un leve frufrú de movimiento.

Estaba ahí, la elusiva señorita Eversleigh. La silenciosa señorita Eversleigh.

La deliciosa señorita Eversleigh.

– Quitadle la capucha -oyó ordenar a su abuela-, lo vais a ahogar.

Esperó pacientemente fijándose una indolente sonrisa en la cara; al fin y al cabo esa no era una expresión que esperarían ver, y por lo tanto, era la que más deseaba exhibir. La oyó emitir un sonido, es decir, a la señorita Eversleigh. No fue exactamente un suspiro, y tampoco un gemido. Fue algo que no logró discernir. Cansina resignación, tal vez, o tal vez…

Salió la capucha y se tomó un momento para saborear el aire fresco en la cara.

Después la miró.

Era sufrimiento. Eso había sido. La pobre señorita Eversleigh parecía sentirse desgraciada. Un caballero más cortés habría desviado la vista, pero él no se sentía muy caritativo en ese momento, así que se regaló los ojos con un largo examen de su cara. Era hermosa, aunque no de un modo previsible; no era una rosa inglesa, con ese glorioso pelo moreno, unos brillantes ojos azules ligeramente sesgados hacia arriba en las comisuras. Sus pestañas eran negras, negras, en fuerte contraste con la blanca perfección de su piel.

Claro que la blancura podría ser palidez debida a su muy extremo malestar. La pobre chica parecía a punto de arrojar el contenido de su estómago en cualquier momento.

– ¿Tan horrible fue besarme? -musitó.

Ella se puso roja.

– Al parecer sí. -Miró a su abuela y dijo en su tono más cordial-: Supongo que sabe que esto que está haciendo es un delito castigado con la horca.

– Soy la duquesa de Wyndham -repuso ella, arqueando altivamente una ceja-. Nada es un delito castigado con la horca.

– Ah, las injusticias de la vida -dijo él, suspirando-. ¿No está de acuerdo, señorita Eversleigh?

Ella dio la impresión de que deseaba hablar. De hecho, la pobre chica se estaba mordiendo la lengua.

– Ahora bien, si fuera usted la que comete este pequeño delito -continuó él, bajando insolentemente la mirada desde su cara a los pechos y subiéndola hasta su cara otra vez-, todo esto sería muy distinto.

Ella apretó las mandíbulas.

– Sería -musitó él, fijando la mirada en sus labios- bastante encantador, creo. Imagínese, usted y yo solos en este coche tan grandiosamente lujoso. -Suspiró satisfecho y se reclinó en el respaldo-. La imaginación se desmadra.

Esperó por si la anciana la defendía. Esta no dijo nada.

– ¿Le importaría hacerme partícipe de sus planes? -le preguntó, poniendo un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, bien reclinado en el asiento.

No era una postura fácil, con las manos atadas a la espalda, pero que lo colgaran si enderezaba la espalda para ser más educado.

La anciana lo miró con los labios fruncidos.

– La mayoría de los hombres no se quejarían.

Él se encogió de hombros.

– No soy la mayoría de los hombres. -La obsequió con una sonrisa sesgada y giró la cara hacia la señorita Eversleigh-. Qué comentario más banal de mi parte, ¿no le parece? Tan evidente. A un novato se le habría ocurrido. -Movió la cabeza como si estuviera decepcionado-. De verdad, espero no estar perdiendo facultades.

Ella agrandó los ojos.

Él sonrió de oreja a oreja.

– Cree que estoy loco.

– Ah, sí -dijo ella.

A él le gustó oír su voz otra vez, bañándolo cálidamente.

– Eso es algo que hay que tener en cuenta. -Volvió a mirar a la anciana-. ¿La locura viene de familia?

– Por supuesto que no -ladró ella.

– Bueno, eso es un alivio. Y no es que yo reconozca un parentesco. Creo que no deseo estar emparentado con una delincuente de su clase. Ni siquiera yo he recurrido jamás al secuestro. -Se inclinó hacia la señorita Eversleigh como para hacerle una seria confidencia-. Está muy mal visto, ¿sabe?

Y creyó ver, ah, qué encantador, que ella curvaba los labios. La señorita Eversleigh tenía sentido del humor. Estaba más y más deliciosa por momentos.

Le sonrió. Sabía cómo sonreírle. Sabía exactamente cómo sonreírle a una mujer para hacerla sentir la sonrisa en lo más profundo.

Le sonrió, y ella se ruborizó.

Y eso lo hizo sonreír más aún.

– Basta -ladró la anciana.

Él fingió no entender.

– ¿De qué?

La miró, miró a esa mujer que muy probablemente era su abuela. Tenía la cara ajada y arrugada, con las comisuras de la boca curvadas hacia abajo por el peso de una expresión eternamente enfurruñada. Aunque sonriera se vería desgraciada; aun en el caso de que consiguiera curvar la boca para formar una media luna con los extremos hacia arriba.

No, concluyó. No resultaría; jamás lo conseguiría; igual expiraría por el esfuerzo.

– Deja en paz a mi acompañante -dijo ella secamente.

Él se inclinó hacia la señorita Eversleigh, obsequiándola con una sonrisa sesgada, aun cuando ella estaba resueltamente mirando hacia otro lado.

– ¿La he molestado?

– No -dijo ella, al instante-, claro que no.

Lo que no podía estar más lejos de la verdad, pero ¿quién era él para objetar? Volvió a mirar a la anciana.

– No ha contestado a mi pregunta.

Ella arqueó una ceja, imperiosa.

«Ah -pensó él, absolutamente sin humor- de ella heredé ese gesto».

– ¿Qué piensa hacer conmigo? -preguntó.

– Hacer contigo -repitió ella, con curiosidad, como si encontrara de lo más extraña la pregunta.

Él arqueó una ceja, pensado si ella reconocería el gesto.

– Hay muchísimas opciones -dijo.

– Mi querido niño -dijo ella, en tono solemne, condescendiente, como si él sólo necesitara eso para comprender que debía lamerle las botas-. Te voy a dar el mundo.

Grace acababa de conseguir recuperarse del azoramiento cuando el bandolero, después de estar un buen rato pensativo y ceñudo, miró a la viuda y dijo:

– Creo que no estoy interesado en su mundo.

Grace no pudo impedir que le saliera un borboteo de risa horrorizada. Santo cielo, la viuda parecía a punto de escupir. Se cubrió la boca con una mano y desvió la cara, tratando de no fijarse en que el bandolero le estaba sonriendo de oreja a oreja.

– Mis disculpas -dijo él a la viuda, muy tranquilo, en absoluto contrito-, pero ¿puedo tener el mundo «de ella» en lugar del suyo?

Grace giró la cabeza justo a tiempo para ver que él hacía un gesto hacia ella.

Él se encogió de hombros.

– Usted me cae mejor.

– ¿Nunca hablas en serio? -le espetó la viuda.

Entonces él cambió. No cambió su postura repantigado en el asiento, pero Grace percibió que el aire alrededor de él parecía enroscarse de tensión. Era un hombre peligroso. Lo ocultaba bien con su encanto indolente y su sonrisa insolente, pero era un hombre al que no convenía fastidiar. De eso estaba segura.

– Siempre hablo en serio -dijo él, sin dejar de mirar a la viuda a los ojos-. Hará bien en tener presente eso.

– Lo siento mucho -susurró Grace.

Las palabras le salieron antes de que tuviera tiempo para pensarlas. Sentía la gravedad de la situación con desagradable intensidad. Había estado muy preocupada por Thomas, y por lo que todo eso significaría para él, pero acababa de caer en la cuenta de que eran dos los hombres atrapados en esa red.

Y fuera quien fuera ese hombre, fuera lo que fuera, no se lo merecía. Tal vez desearía una vida como Cavendish, con sus riquezas y prestigio; la mayoría de los hombres la desearían. Pero se merecía poder elegir. Todo el mundo se merece poder elegir.