Entonces lo miró, obligándose a dirigir los ojos hacia su cara. Había evitado su mirada todo lo posible, pero de pronto encontraba desagradable su cobardía.
Él debió notar que lo observaba porque giró la cara hacia ella. Sobre la frente le caían unos mechones de pelo moreno, y vio que sus ojos, de un espectacular color verde musgo, se volvían cálidos.
– Usted me gusta más -musitó.
Y ella creyó (¿deseó?) ver un destello de respeto en su mirada.
Entonces, con tanta rapidez como un abrir y cerrar de ojos, terminó el momento; él esbozó esa descarada sonrisa sesgada y soltó el aliento retenido.
– Es un cumplido -dijo.
Ella estuvo a punto de decir «Gracias», por ridículo que fuera, pero entonces él encogió un hombro, uno solo, como si no pudiera tomarse el trabajo de encoger los dos, y añadió:
– Claro que me imagino que la única persona que me gustaría «menos» que nuestra estimada condesa…
– Duquesa -le espetó la viuda.
Él se interrumpió para dirigirle una insulsa y altiva mirada, y volviéndose nuevamente hacia Grace, continuó:
– Como decía, la única persona que me gustaría menos que «ella» -hizo un gesto hacia la viuda-, sería el hombre que representa el peligro francés, así que supongo que eso no tiene mucho de cumplido, pero quería que supiera que lo he dicho con sinceridad.
Grace intentó no sonreír, pues parecía que él siempre la miraba como si estuvieran bromeando, los dos solos, y sabía que eso enfurecía cada vez más a la viuda. Una mirada al frente se lo confirmó: la viuda estaba más estirada y molesta de lo habitual.
Volvió a mirar al bandolero, más para protegerse que por otra cosa; la duquesa daba todas las señales de estar a punto de iniciar una diatriba, pero dada su actuación de la noche pasada, sabía que estaba tan enamorada de la idea de haber encontrado a su nieto que no lo convertiría en blanco de su ira.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó, puesto que le pareció la pregunta más obvia.
– ¿Mi nombre?
Ella asintió.
Él miró a la viuda con una expresión de desaprobación.
– Es extraño que «usted» no me lo haya preguntado todavía. -Movió la cabeza-. Vergonzosos modales. Todos los secuestradores conocen los nombres de sus víctimas.
– ¡No te he secuestrado!
A eso siguió un incómodo silencio, y pasado un momento, sonó la voz de él, como seda:
– Entonces no entiendo las ataduras.
Grace miró a la viuda, recelosa; esta siempre había detestado el sarcasmo, a no ser que saliera de sus labios, y no le permitiría tener la última palabra. Dicho y hecho, cuando habló, pronunció las palabras en tono abrupto y seco, y coloreadas de azul con la sangre de una persona que estaba segura de su superioridad.
– Te voy a devolver a tu verdadero lugar en este mundo.
– Comprendo -dijo él, pasado un momento.
– Estupendo -dijo la viuda en tono enérgico-. Estamos de acuerdo, entonces. Lo único que nos queda por…
– Mi verdadero lugar -interrumpió él.
– Exactamente.
– En el mundo.
Grace cayó en la cuenta de que tenía retenido el aliento. No podía desviar la vista, no podía apartar la mirada de él.
– La presunción es extraordinaria -dijo él entonces.
Lo dijo en voz baja, casi pensativo, y tocaba en lo más vivo. La viuda se giró bruscamente hacia la ventanilla. Grace le observó el perfil de la cara, por si veía algo, cualquier cosa, que indicara que era humana, pero la anciana continuó rígida, con expresión dura, y en su voz no se detectó ninguna emoción cuando dijo:
– Ya casi hemos llegado a casa.
El coche estaba virando hacia el camino de entrada, pasando por el lugar donde Grace lo había visto antes.
– Usted -dijo el bandolero, mirando por la ventanilla.
– Llegarás a considerarla tu hogar -afirmó la viuda, en tono imperioso y exigente, y más que nada, decisivo.
Él no contestó. Pero no era necesario que respondiera. Las dos sabían lo que estaba pensando:
«Jamás».
CAPÍTULO 05
– Hermosa casa -dijo Jack, cuando lo llevaban, todavía maniatado, por el magnífico vestíbulo de Belgrave. Giró la cara hacia la viuda-: ¿La decoró usted? Tiene ese toque femenino.
La señorita Eversleigh caminaba detrás de ellos, pero la oyó tragarse un borboteo de risa.
– Vamos, déjela salir, señorita Eversleigh -le dijo por encima del hombro-. Es mucho mejor para su organismo.
– Por aquí -ordenó la viuda, indicándole que la siguiera por un corredor.
– ¿Debo obedecerle, señorita Eversleigh?
Ella no contestó, lista que era. Pero estaba tan furioso que no podía ser prudente por compasión, así que llevó más lejos la insolencia:
– ¡Yuju! ¿Señorita Eversleigh? ¿Me ha oído?
– Pues claro que te ha oído -ladró la viuda, furiosa.
Él se detuvo, ladeó la cabeza y la miró.
– Creía que estaba contentísima de haberme conocido.
– Lo estoy -le espetó ella.
– Mmm. -Se giró hacia la señorita Eversleigh, que les había dado alcance mientras hablaban-. Me parece que no está contentísima, señorita Eversleigh. ¿Qué le parece a usted?
La señorita Eversleigh miró de él a su empleadora y luego nuevamente a él, y entonces dijo:
– La duquesa viuda está muy deseosa de aceptarle en su familia.
– Bien dicho, señorita Eversleigh -la elogió él-. Perspicaz y sin embargo circunspecta. -Se volvió hacia la viuda-. Espero que le pague bien.
En las mejillas de la duquesa aparecieron dos manchas rojas, tan en contraste con la blancura de su piel que él habría jurado que llevaba colorete si no hubiera visto aparecer las manchas de furia con sus propios ojos.
– Puede retirarse -dijo ella en tono de orden, sin mirar a la señorita Eversleigh.
– ¿Yo? -dijo él-. Estupendo. -Le enseñó las manos atadas-. ¿Le importaría?
– No tú, ella -dijo su abuela, y apretó las mandíbulas-. Como bien sabes.
Pero él no estaba en vena para ser complaciente, y en ese momento ni siquiera le interesaba mantener su fachada jocosa normal. Por lo tanto, la miró a los ojos, clavando los suyos verdes en los azules hielo puro de ella, y al hablar sintió un hormigueo como de algo ya visto, casi como si estuviera de vuelta en el Continente, de vuelta en la batalla, con los hombros derechos y los ojos entrecerrados, mirando al enemigo:
– Se queda.
Los tres se quedaron inmóviles, y él no desvió la mirada de los ojos de la viuda al continuar:
– Usted la metió en esto. Se quedará hasta el final.
Medio suponía que la señorita Eversleigh protestaría. Diantres, cualquier persona cuerda huiría lo más lejos posible del inminente enfrentamiento. Pero ella continuó absolutamente inmóvil, con los brazos rectos como varas a los costados, y lo único que se le movió fue la garganta al tragar saliva.
– Si me desea a mí -dijo tranquilamente-, la aceptará a ella también.
La viuda hizo una larga y fuerte inspiración por la nariz y giró la cabeza.
– Grace -ladró-, el salón carmesí. Inmediatamente.
Grace era su nombre, pensó él. Se giró a mirarla. Tenía la piel muy blanca y los ojos grandes y evaluadores.
Grace. Le gustaba. Le sentaba bien.
– ¿No quiere saber mi nombre? -le gritó a la viuda, que ya iba caminando por el corredor.
Ella se detuvo y se giró, como él sabía que haría.
– Es John -declaró, encantado al ver cómo la sangre le abandonaba la cara-. Jack para los amigos. -Miró a Grace, con seducción en sus ojos semientornados-. Y para las amigas.
Habría jurado que la sintió estremecerse, lo que le encantó.
– ¿Lo somos? -musitó.
Ella entreabrió los labios y los mantuvo así todo un segundo, hasta que logró sacar un sonido: