Выбрать главу

– Su padre, el hombre del retrato, suponiendo que «sea» su padre, era… mayor que el padre de su excelencia.

Nadie dijo nada.

Grace se aclaró la garganta.

– Por lo tanto, si… si sus padres estaban legalmente casados…

– Lo estaban -dijo el señor Audley, casi ladrando.

– Sí, por supuesto. Quiero decir, no por supuesto, sino…

– Lo que quiere decir -interrumpió Thomas-, es que si de verdad es usted el hijo legítimo de John Cavendish, es usted el duque de Wyndham.

Y ahí estaba. La verdad. O, si no la verdad, la posibilidad de la verdad, y nadie, ni siquiera la viuda, supo qué decir. Los dos hombres, los dos duques, pensó Grace, sintiendo subir a la garganta un bortoteo de risa histérica, simplemente se estaban mirando, midiéndose, hasta que de pronto el señor Audley alargó la mano, al parecer hacia un sillón. La mano le temblaba tal como le temblaba a la viuda cuando intentaba afirmarse en algo, y, finalmente, la apoyó en el respaldo y apretó fuertemente los dedos. Con las piernas también temblorosas, dio la vuelta y se sentó.

– No -dijo-. No.

– Te quedarás aquí -ordenó la viuda-, hasta que este asunto se haya resuelto a mi satisfacción.

– No -dijo el señor Audley, con muchísima más convicción-. No.

– Ah, sí que te quedarás -repuso ella-. Si no, te entregaré a las autoridades como el ladrón que eres.

– Usted no haría eso -soltó Grace, y miró al señor Audley-. Ella no haría eso jamás. No lo haría si cree que usted es su nieto.

– ¡Cierre la boca! -gruñó la viuda-. No sé qué pretende hacer, señorita Eversleigh, pero no es de la familia, y está fuera de lugar en este salón.

El señor Audley se levantó, su porte imponente, orgulloso. Por primera vez Grace vio en él al militar que había sido, según dijera. Y cuando habló lo hizo en tono medido, la voz abrupta, totalmente distinta a la voz arrastrada, guasona, que ya esperaba de él.

– No vuelva a hablarle nunca más de esa manera.

Ella sintió derretirse algo en su interior. Thomas la había defendido de su abuela; en realidad, hacía mucho tiempo que era su defensor. Pero no de esa manera. Él valoraba su amistad, eso lo sabía. Pero esto… esto… era diferente. No sólo oía las palabras.

Las sentía.

Y observando al señor Audley, su mirada se posó en su boca. Y recordó… el contacto de sus labios, su beso, su aliento, y la agridulce conmoción cuando puso fin al beso, porque ella no había deseado ese beso y luego no deseaba que acabara.

Se hizo un silencio perfecto, quietud incluso, aparte de los ojos de la viuda que se fueron agrandando, agrandando. Y entonces, justo cuando cayó en la cuenta de que empezaban a temblarle las manos, la duquesa dijo, mordaz:

– Soy tu abuela.

– Eso está por determinarse -contestó el señor Audley.

A Grace se le entreabrieron los labios por la sorpresa, porque nadie podía dudar de quién era su padre, estando la prueba ahí apoyada en la pared del salón.

– ¿Qué? -exclamó Thomas-. ¿Ahora quiere decir que cree que no es el hijo de John Cavendish?

El señor Audley se encogió de hombros y en un instante desapareció de sus ojos la acerada resolución. Nuevamente era el bandolero pícaro, temerario y despreocupado, sin una pizca de responsabilidad.

– Francamente -dijo-, no sé si deseo entrar en este encantador club vuestro.

– No tienes otra opción -dijo la viuda.

– Qué amorosa -suspiró el señor Audley-. Qué considerada. De verdad, una abuela para la eternidad.

Grace se tapó la boca, pero de todos modos le salió la risa ahogada. Era muy inapropiada, en muchos sentidos, pero le fue imposible contenerla. La cara de la viuda se había tornado morada, los labios tan fruncidos que las arrugas le subían por la nariz. Ni siquiera Thomas había provocado nunca una reacción así en ella, y Dios sabía que lo había intentado.

Miró a Thomas. De todos los presentes, él era el que tenía más en juego. Se veía agotado, desconcertado, furioso, y, sorprendentemente, como si estuviera a punto de echarse a reír.

– Excelencia -dijo, vacilante.

No sabía qué quería decirle; igual no había nada que decir, pero el silencio era simplemente espantoso.

Él no le hizo caso, pero ella percibió que la había oído, porque el cuerpo se le puso más rígido aún y luego se le estremeció al soltar el aliento. Y entonces la viuda, vamos, por el amor de Dios, ¿nunca aprendería a dejar las cosas en paz?, dijo su nombre como si estuviera llamando a un perro.

– Cállate -replicó él.

Grace deseó alargar la mano hacia él. Thomas era su amigo, pero estaba, como había estado siempre, muy por encima de ella. Y ahí se encontraba ella, odiándose porque no podía dejar de pensar en el otro hombre presente, que bien podría despojar a Thomas de su propia identidad.

Así pues, no dijo ni hizo nada. Y se odió más por eso.

– Debería quedarse -dijo Thomas al señor Audley-. Vamos a necesitar… -Se aclaró la garganta, y Grace esperó con el aliento retenido-. Vamos a tener que resolver esto.

Todos esperaron la respuesta del señor Audley. Él estaba observando a Thomas, como si estuviera evaluándolo, midiéndolo.

Grace rogó que él comprendiera lo difícil que había sido para Thomas hablarle con tanta educación. Sin duda respondería de la misma manera. Deseaba terriblemente que él fuera una buena persona. La había besado. La había defendido. ¿Era demasiado desear que fuera, por debajo de todo, un caballero honorable?

CAPÍTULO 06

Jack siempre se había enorgullecido de su capacidad para ver la ironía en cualquier situación, pero ahí en el salón de Belgrave, enmienda, en «uno» de los salones de Belgrave, sin duda había docenas, no lograba ver nada aparte de la cruda y fría realidad.

Durante seis años había sido oficial del ejército de Su Majestad, y si había aprendido algo en esos años en los campos de batalla, era que la vida puede dar un giro inesperado en cualquier momento, y que eso es lo que ocurre con frecuencia. Una mala decisión, un paso mal dado, una pista no vista, y podía perder a todo un regimiento de hombres. Pero cuando volvió a Gran Bretaña, por lo que fuera, perdió de vista eso. Su vida era una serie de decisiones sin importancia y encuentros insignificantes. Era cierto que llevaba una vida de delincuencia, lo que significaba que siempre estaba brincando a pocos pasos del dogal del verdugo, pero eso no era lo mismo. De sus actos no dependía la vida de nadie; ni siquiera dependía el sustento de nadie.

No había nada grave en robar a los pasajeros de los coches. Era un simple juego, jugado por hombres con mucha educación y muy poca dirección. ¿Quién habría pensado que una de sus decisiones insignificantes, tomar el camino del norte de Lincoln y no el del sur lo iba a llevar a esta situación? Porque una cosa era segura: su despreocupada vida en los caminos había llegado a su fin. Suponía que Wyndham se sentiría más que feliz si él se marchaba sin decir una palabra, pero la viuda no sería tan complaciente. Pese a lo que dijera la señorita Eversleigh, estaba muy seguro de que la vieja bruja llegaría a extremos para mantenerlo atado; tal vez no lo entregaría a las autoridades, pero sin duda comunicaría al mundo que su nieto recién encontrado recorría los caminos asaltando coches. Y eso le haría condenadamente difícil continuar con su profesión.

Y si realmente era el duque de Wyndham…

Que Dios los amparara a todos.

Comenzaba a tener la esperanza de que su tía hubiera mentido, porque nadie lo querría en un puesto de tanta autoridad, y mucho menos él.

– Por favor, ¿alguien podría explicarme…? -Se interrumpió para hacer una honda inspiración y se presionó las sienes; se sentía como si todo un batallón hubiera pasado marchando por su frente-. ¿Podría alguien explicarme el árbol familiar?