Porque, ¿no debería alguien haber sabido que su padre era el heredero de un ducado? ¿Su tía? ¿Su madre? ¿Él?
– Tuve tres hijos -dijo la viuda, con voz enérgica-. Charles era el mayor, John el mediano y Reginald el menor. Tu padre se marchó a Irlanda justo después que Reginald se casó con -en su cara apareció una expresión de disgusto e hizo un gesto con la cabeza hacia Wyndham- su madre.
– Ella era de Londres, plebeya -dijo Wyndham, con la cara absolutamente sin expresión-. Su padre tenía fábricas. Muchas, muchas fábricas. -Arqueó levemente una ceja-. Ahora son nuestras.
La viuda estiró los labios, pero no hizo ningún comentario a esa interrupción.
– Nos comunicaron la muerte de tu padre en julio de mil setecientos noventa.
Jack asintió. A él le habían dicho lo mismo.
– Un año después de eso, mi marido y mi hijo mayor murieron de una fiebre. Yo no contraje la enfermedad. Mi hijo menor ya no vivía en Belgrave, así que él también se libró. Charles aún no se había casado, y creímos que John había muerto sin descendencia. Por lo tanto, Reginald se convirtió en el duque. -Hizo una pausa, pero aparte de eso no expresó ninguna emoción-. No se esperaba que fuera él.
Todos miraron a Wyndham. Este guardó silencio.
– Me quedaré -dijo Jack en voz baja, porque no veía ninguna otra alternativa.
Además, tal vez no le haría ningún daño enterarse de una o dos cosas acerca de su padre. Un hombre debe saber de dónde procede; eso era lo que decía siempre su tío. Comenzaba a pensar si su tío no le habría ofrecido el perdón por adelantado; por si algún día él decidía que deseaba ser Cavendish.
Claro que el tío William no había conocido a «estos» Cavendish; si los hubiera conocido podría haber revisado esa opinión.
– Muy juicioso de tu parte -dijo la viuda, juntando las manos-. Entonces, vamos a…
– Pero antes -interrumpió Jack-, debo volver a la posada a recoger mis cosas. -Paseó la mirada por el salón, casi riéndose de la opulencia-. Por pobres que sean.
– Qué tontería -exclamó la viuda-. Tus cosas se pueden reemplazar. -Por encima de la altiva nariz miró su ropa de viaje-. Con prendas de mucha mejor calidad, podría añadir.
– No le estoy pidiendo permiso -dijo Jack alegremente.
No quería que se revelara su rabia en la voz. Eso pone a un hombre en desventaja.
– De todos mo…
– Además -continuó él, simplemente porque no deseaba oír su voz más de lo necesario-, debo dar explicaciones a mis socios. -Miró a Wyndham-. Nada que se aproxime a la verdad -añadió, no fuera que el duque creyera que iba a propagar el rumor por todo el condado.
– No desaparezcas -ordenó la viuda-, porque te aseguro que lo lamentarás.
– No hay motivo para preocuparse por eso -dijo Wyndham afablemente-. ¿Quién desaparecería teniendo la promesa de recibir un ducado?
Jack apretó las mandíbulas, pero se obligó a dejar pasar el insulto. No hacía falta otra pelea esa tarde.
Entonces, condenación, el duque añadió abruptamente:
– Yo le acompañaré.
Vamos, válgame Dios. Eso era lo último que necesitaba. Lo miró dudoso, arqueando una ceja.
– ¿He de preocuparme por mi seguridad?
Wyndham se tensó visiblemente, y Jack, que había sido formado para notar hasta los más pequeños detalles, vio que tenía los puños fuertemente cerrados a los costados. O sea, que había insultado al duque. Tomando en cuenta los moretones que le adornarían el cuello, no le importó.
Miró a la señorita Eversleigh, obsequiándola con su más humilde sonrisa.
– Soy una amenaza para su identidad -dijo, haciendo un leve gesto hacia el duque-. Supongo que cualquier hombre juicioso pondría en duda su seguridad.
– ¡No, se equivoca! -exclamó ella-. Lo juzga mal. El duque… -Miró horrorizada a Wyndham, y todos se vieron obligados a sentirse incómodos cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir. Pero, chica resuelta que era, continuó, en voz baja y efusiva-: Es el hombre más honorable que he conocido. Usted nunca sufriría ningún daño en su compañía.
La efusión le había coloreado las mejillas, y por la cabeza de Jack pasó el pensamiento más ácido. ¿Habría algo entre la señorita Eversleigh y el duque? Residían en la misma casa, sólo con la compañía de la amargada duquesa viuda, y aunque esta distaba mucho de estar senil, era difícil imaginar que no hubiera oportunidades para llevar un romance ante sus propias narices.
Observó atentamente a la señorita Eversleigh, y sus ojos se posaron en sus labios. Esa noche se sorprendió cuando la besó; no había sido su intención besarla, y nunca había hecho nada semejante cuando asaltaba un coche. Pero le pareció lo más natural del mundo: acariciarle la mejilla, levantarle la cara y rozar sus labios con los suyos.
Había sido un beso suave, rápido, fugaz, y sólo en ese momento se daba cuenta de lo mucho que deseaba más.
Miró a Wyndham, y tal vez sus celos se reflejaron en su cara, porque su recién descubierto primo pareció fríamente divertido al decir:
– Le aseguro que sean cuales sean mis impulsos violentos, no actuaré según ellos.
– Qué terrible decir eso -comentó la señorita Eversleigh.
– Pero es sincero -dijo Jack, reconociendo eso con un gesto de asentimiento.
No le caía bien ese hombre, ese duque al que habían criado para considerar el mundo su dominio particular. Pero valoraba la sinceridad, viniera de quien viniera.
Y mientras lo miraba a los ojos, le pareció que llegaban a un acuerdo tácito. No tenían por qué ser amigos. Ni siquiera tenían que ser amistosos. Pero serían sinceros.
Y eso a él le venía muy bien.
Según los cálculos de Grace, los hombres deberían haber vuelto a los noventa minutos, o a las dos horas, como máximo. No había pasado mucho tiempo sobre una silla de montar, así que no era buena para juzgar la velocidad, pero estaba bastante segura de que dos hombres a caballo podían llegar a la posada de postas en menos de una hora; entonces el señor Audley tenía que ir a recoger sus pertenencias, lo que no le llevaría mucho tiempo. Y después…
– Apártese de la ventana -le ordenó la viuda.
Grace apretó los labios, irritada, pero consiguió devolver a su cara una expresión de placidez antes de girarse.
– Hágase útil -dijo la viuda.
Grace miró aquí y allá, intentando descifrar la orden; la viuda siempre tenía pensado algo concreto, y a ella le fastidiaba que la obligara a adivinar.
– ¿Quiere que le lea? -preguntó.
Ese era el más agradable de sus deberes; estaban leyendo Orgullo y prejuicio, novela que a ella le gustaba muchísimo y la viuda simulaba que no le gustaba en absoluto.
La viuda gruñó; era un gruñido que decía «no». Ya era una experta en ese método de comunicación, y se enorgullecía especialmente de esa habilidad.
– Podría escribirle una carta -sugirió-. ¿No estaba pensando en contestar la misiva que recibió hace poco de su hermana?
– Yo puedo escribir mis cartas -dijo la viuda secamente, aun cuando las dos sabían que su letra y su ortografía eran horrendas.
Ella siempre acababa reescribiéndole las cartas antes que las llevaran al correo.
Hizo una honda inspiración y dejó salir lentamente el aire, sintiendo su vibración por toda ella; no tenía la energía para descifrar el funcionamiento de la mente de la viuda. Ese día no.
– Tengo calor -declaró la viuda.
Grace no contestó. No hacía falta respuesta, era de esperar. Entonces la viuda cogió algo de una mesa cercana. Un abanico, vio Grace, consternada, cuando lo desplegó.
Vamos, no, por favor. Ahora no.
La viuda contempló el abanico, uno azul bastante festivo, con pinturas chinas en blanco y dorado. Entonces lo cerró, evidentemente para que fuera más fácil sostenerlo ante ella como una batuta.
– Podría ponerme más cómoda -dijo.
Grace se quedó quieta. Sólo fue un instante, tal vez ni siquiera un segundo, pero era su única manera de rebelarse. No podía negarse, y no podía manifestar fastidio con su expresión, pero podía tardar un momento. Podía dejar quieto el cuerpo el tiempo suficiente para que la viuda se extrañara.