Y entonces, claro, avanzó.
– Encuentro muy agradable el aire -dijo, cuando ya había ocupado su puesto al lado de la viuda y comenzado a abanicarla.
– Eso porque lo mueve con el abanico.
Grace le miró la cara ajada. Algunas arrugas se debían a la edad, pero no las que tenía alrededor de la boca, que empujaban las comisuras hacia abajo en un gesto perpetuo de enfurruñamiento. ¿Qué le habría ocurrido a esa mujer para estar tan amargada? ¿Sería por la muerte de sus hijos? ¿Por la pérdida de su juventud? ¿O sencillamente nació con esa disposición agriada?
– ¿Qué opinión le merece mi nieto? -preguntó de pronto la viuda.
Grace se quedó paralizada. Rápidamente recuperó la serenidad y continuó moviendo el abanico.
– No lo conozco lo bastante bien para formarme una opinión -contestó, cautelosa.
– Eso es una tontería -dijo la viuda, sin dejar de mirar al frente-. Todas las mejores opiniones se forman en un instante. Eso lo sabe muy bien. Si no, se habría casado con ese repelente primito suyo, ¿no?
Grace pensó en Miles, cómodamente instalado en la que fuera su casa. Tuvo que reconocer que, en ese momento y entonces, la viuda tenía toda la razón.
– Seguro que tiene algo que decir, señorita Eversleigh.
Ella subió y bajó tres veces el abanico, intentando decidir.
– Me parece que tiene un sentido del humor boyante.
– Boyante -repitió la viuda, con cierta curiosidad en la voz, como si estuviera probando la palabra en la lengua-. Ese es un adjetivo apto. A mí no se me habría ocurrido, pero es apto.
Eso era lo más cercano a un cumplido que podía decir la viuda.
– Se parece bastante a su padre -continuó ella.
Grace cambió de mano el abanico, musitando:
– ¿Sí?
– Ciertamente. Aunque si su padre hubiera sido un poco más «boyante», no estaríamos en este lío, ¿verdad?
Grace se atragantó con el aire.
– Uy, lo siento, señora. Debería haber elegido con más cuidado mis palabras.
La viuda no se molestó en darse por aludida ante la disculpa.
– Su frivolidad es muy parecida a la de su padre. Mi John nunca permitía que pasara por él un momento serio. Tenía un ingenio muy mordaz.
– Yo no diría que el señor Audley es mordaz -dijo Grace; su humor era muy travieso.
– No se llama señor Audley, y sí que lo es -dijo la viuda, secamente-. Usted está tan enamorada que no lo ve.
– No estoy enamorada.
– Pues claro que lo está. Cualquier chica lo estaría. Es muy guapo. Una lástima lo de los ojos, eso sí.
– Lo que estoy es cansada -dijo Grace, resistiendo el deseo de hacer notar que no había nada malo en tener los ojos verdes-. Este ha sido un día muy agotador. Y la noche -añadió pasado un momento.
La viuda se encogió de hombros.
– El ingenio de mi hijo era legendario -dijo, volviendo la conversación al tema que deseaba-. Usted no lo habría considerado mordaz tampoco. Es brillante el hombre que sabe decir un insulto sin que se dé cuenta la persona receptora.
Grace lo consideró bastante triste.
– ¿Cuál es la finalidad, entonces?
La viuda pestañeó varias veces, muy rápido.
– ¿La finalidad? ¿De qué?
Grace volvió a cambiar de mano el abanico y sacudió la que le quedó libre, pues se le había agarrotado.
– De insultar a alguien -contestó-. O, mejor dicho -enmendó, puesto que sin duda la viuda era muy capaz de encontrar muchos buenos motivos para criticarla-, ¿la finalidad de insultar a alguien con la intención de que no se dé cuenta?
La viuda seguía sin mirarla, pero la vio poner los ojos en blanco.
– Es una causa de orgullo, señorita Eversleigh. No esperaría que usted lo entendiera.
– No -dijo Grace.
– Usted no sabe lo que significa ser sobresaliente en algo. -Frunció los labios y movió ligeramente el cuello de un lado a otro, estirándolo-. No podría saberlo.
Ese tenía que ser un insulto tan mordaz como cualquier otro, aunque al parecer la viuda no tenía la menor conciencia de que la había insultado.
Había una ironía en eso, en alguna parte. Tenía que haberla.
– Vivimos tiempos muy interesantes, señorita Eversleigh -comentó la viuda.
Grace asintió en silencio, y desvió la cara hacia el otro lado, de forma que si la viuda decidía girar la cabeza para mirarla no le viera las lágrimas que le llenaron los ojos. Sus padres carecían de los fondos para viajar, pero tenían corazones errantes, y la casa Eversleigh abundaba en mapas y libros sobre lugares lejanos. Como si fuera ayer, recordó la ocasión en que estaban todos sentados junto al hogar y su padre levantó la vista del libro que estaba leyendo y dijo: «¿No es maravilloso? En China, si uno desea insultar a alguien, le dice: “Le deseo que viva tiempos interesantes”.»
De pronto no supo si las lágrimas que le llenaban los ojos eran de pena o de risa.
– Basta, señorita Eversleigh -dijo entonces la viuda-. Ya me he refrescado bastante.
Grace cerró el abanico y decidió dejarlo en la mesa cercana a la ventana, para tener un pretexto para atravesar la sala. Sólo estaba comenzando a oscurecer, así que no era difícil ver el camino de entrada. No sabía por qué estaba tan impaciente por ver llegar de vuelta a los hombres: tal vez solamente para tener la prueba de que no se habían matado el uno al otro en el trayecto. Aunque había defendido el honor de Thomas, no le gustó la expresión que vio en sus ojos. Cierto que nunca había oído decir que hubiera atacado a nadie, pero se comportó como un salvaje cuando se abalanzó a atacar al señor Audley. Si este hubiera sido menos experto en la lucha, no le cabía duda de que Thomas le habría causado una lesión permanente.
– ¿Cree que va a llover, señorita Eversleigh?
Grace se giró a mirarla.
– No.
– Se está levantando viento.
– Sí.
Esperó hasta que la viuda volvió la atención a una chuchería que tenía en la mesa a su lado, y entonces se giró hacia la ventana. Claro que en el mismo momento la oyó decir:
– Espero que llueva.
Se quedó inmóvil un momento. Entonces se giró:
– ¿Perdón?
– Espero que llueva -repitió la viuda, tranquilamente, como si fuera lo más natural del mundo desear que caiga un aguacero mientras dos caballeros están fuera a caballo.
– Se van a empapar -señaló.
– Se verán obligados a medirse. Eso lo tendrán que hacer tarde o temprano. Además, a mi John nunca le importó cabalgar bajo la lluvia. En realidad, le gustaba bastante.
– Eso no significa que el señor…
– Cavendish.
Grace tragó saliva; eso le servía para armarse de paciencia.
– Como quiera que desee que lo llamen, creo que no podemos suponer que le guste cabalgar bajo la lluvia sólo porque a su padre le gustaba. A la mayoría de las personas no les gusta.
Al parecer la viuda no tenía el menor deseo de considerar eso, pero se dio por aludida contestando:
– No sé nada de la madre, cierto. Ella podría ser responsable de cualquier cantidad de adulteraciones.
– ¿Le apetecería tomar el té, señora? -preguntó Grace-. Yo podría llamar.
– ¿Qué sabemos de ella, después de todo? Casi seguro que era irlandesa, lo cual podría significar muchísimas cosas, todas horrendas.
– Se está levantando viento -dijo Grace-. No le conviene enfriarse.
– ¿Nos dijo su nombre siquiera?
– Creo que no -suspiró Grace, porque esas preguntas directas le hacían difícil simular que no participaba en la conversación.
– Buen Dios -exclamó la viuda, estremeciéndose, y en sus ojos apareció una expresión de absoluto horror-. Podría ser «católico».