Grace dio un paso a un lado, sin dejar de mirarle la cara. No parecía un delincuente, o, mejor dicho, no calzaba con su idea de delincuente. Su pronunciación hablaba a gritos de educación y buena crianza, y si no se había lavado sólo un rato antes, no olía mal.
– O tal vez uno de esos dandis jóvenes metidos en un chaleco dos tallas más pequeño -musitó él, frotándose pensativo el mentón con la mano libre-. Conoce el tipo, ¿verdad? -le dijo a Grace-. Cara roja, bebe demasiado, piensa muy poco.
Y ante su gran sorpresa, Grace se pilló asintiendo.
– Me lo parecía -dijo él-. Los hay a patadas.
Grace pestañeó y continuó inmóvil donde estaba, mirándole la boca. Era lo único que se le veía, pues el antifaz le cubría toda la parte superior de la cara. Pero sus labios eran tan móviles, tan perfectamente formados y expresivos que casi le parecía que le veía toda la cara. Era algo raro. Fascinante, y bastante inquietante también.
– Ah, bueno -dijo él, con el mismo engañoso suspiro de tedio que ella había oído a Thomas cuando deseaba cambiar de tema-. No me cabe duda, señoras, de que comprendéis que esto no es una visita social. -Desvió los ojos hacia Grace y esbozó una sonrisa traviesa-. No del todo.
A ella se le entreabrieron los labios.
Entonces vio que él entornaba seductoramente los párpados, que se le veían por los agujeros del antifaz.
– Me encanta combinar trabajo con placer -musitó él-. No suele ser una opción, con todos esos corpulentos caballeros que viajan por los caminos.
Ella comprendió que debía emitir una exclamación o incluso una protesta, pero la voz del bandolero era tan agradable como el buen coñac que a veces le ofrecían en Belgrave. Hablaba con una entonación algo cantarina también, lo que indicaba que había pasado su infancia muy lejos de Lincolnshire. Entonces notó que se le mecía el cuerpo, como si se le fuera hacia delante y fuera a caer ligera y suavemente en otra parte. Lejos, muy lejos de ahí.
Rápida como un rayo la mano de él le cogió el codo, afirmándola.
– No se va a desmayar, ¿verdad? -le dijo, presionándole el codo justo lo suficiente para mantenerla de pie.
Sin soltarla.
Ella negó con la cabeza.
– No -contestó en voz baja.
– Tiene mi más sincera gratitud -dijo él-. Me encantaría levantarla en brazos, pero tendría que soltar la pistola y eso no nos lo podemos permitir, ¿verdad? -Miró a la viuda y dijo riendo-. Y a usted ni se le ocurra la idea de desmayarse. Me gustaría muchísimo levantarla en brazos también, pero creo que a ninguna de las dos les gustaría que dejara a mis socios a cargo de las armas de fuego.
Sólo entonces Grace cayó en la cuenta de que había otros tres hombres. Claro que tenía que haberlos; él no podría haber orquestado eso solo. Pero los hombres habían estado muy callados, manteniéndose en la oscuridad.
Y ella no había sido capaz de desviar la mirada del jefe.
– ¿Ha resultado herido nuestro cochero? -preguntó, avergonzada por no haber pensado antes en él.
Ni él ni el lacayo que cabalgaba como escolta se veían por ningún lado.
– Nada que no pueda curar un poquito de amor y ternura -le aseguró el bandolero-. ¿Está casado?
¿De qué estaba hablando?
– Esto… creo que no -contestó.
– Envíelo a la taberna, entonces. Hay ahí una camarera bastante pechugona que… Vaya, pero ¿en qué estoy pensando? Estoy entre damas. -Se rió-. Un caldo caliente entonces, y tal vez una compresa fría. Y después de eso, un día libre para encontrar ese poquito de amor y ternura. Por cierto, el otro tío está ahí. -Movió la cabeza hacia un grupo de árboles cercano-. Absolutamente ileso, se lo aseguro, aunque tal vez podría encontrar las ataduras más apretadas de lo que preferiría.
Grace se ruborizó y se giró hacia la viuda, sorprendida de que no le estuviera dando un sermón al bandolero por esa manera de hablar tan irrespetuosa. Pero la duquesa seguía tan blanca como una sábana y miraba al ladrón como si estuviera viendo un fantasma.
– ¿Señora? -dijo, cogiéndole la mano; estaba fría y pegajosa. Y flácida, absolutamente flácida-. ¿Señora?
– ¿Cómo te llamas? -susurró la viuda.
– ¿Cómo me llamo? -repitió Grace horrorizada.
¿Habría sufrido una apoplejía? ¿Perdido la memoria?
– Cómo te llamas tú -dijo la viuda con más fuerza, y quedó claro que se dirigía al bandolero.
Él simplemente se rió.
– Me deleitan las atenciones de una dama tan encantadora, pero supongo que no creerá que voy a revelar mi nombre durante un acto que es casi sin duda un delito castigado con la horca.
– Necesito saber tu nombre -dijo la viuda.
– Y yo necesito sus objetos de valor -replicó él. Hizo un gesto hacia la mano de la viuda con un respetuoso ladeo de la cabeza-. Ese anillo, si es tan amable.
– Por favor -susurró la viuda.
Sorprendida, Grace giró la cabeza para mirarla; la viuda rara vez decía «gracias» y jamás decía «por favor».
– Necesita sentarse -dijo al bandolero.
Estaba segura de que la viuda estaba enferma; tenía una salud excelente, pero ya pasaba de los setenta años y había sufrido una conmoción.
– No necesito sentarme -dijo la viuda secamente, apartándola de un empujón.
Volviendo la atención al bandolero, se quitó el anillo y se lo pasó. Él lo cogió, lo hizo girar entre los dedos y se lo metió en el bolsillo.
Grace guardó silencio, observando, esperando que él pidiera más. Pero ante su sorpresa, la viuda habló primero.
– Tengo otro ridículo en el coche -dijo, lentamente y con una deferencia extraña y absolutamente atípica en ella-. Permíteme, por favor, ir a buscarlo.
– No sabe cuánto me gustaría complacerla -dijo él lisa y llanamente-, pero no puedo. Igual tiene dos pistolas escondidas debajo del asiento.
Grace tragó saliva, pensando en el collar de esmeraldas.
– Además -añadió él, ya en un tono casi de coqueteo-, veo que es usted el tipo de mujer más enloquecedor. -Exhaló un teatral suspiro-. Capaz. Vamos, reconózcalo. -La obsequió con una sonrisita subversiva-. Es una jinete experta, tiene excelente puntería, y es capaz de recitar las obras completas de Shakespeare del derecho y del revés.
Si acaso, la viuda palideció más aún al oír eso.
– Ay, si fuera veinte años mayor -dijo él, suspirando-, no la dejaría escapar.
– Por favor -suplicó la viuda-. Hay una cosa que debo darte.
– Bueno, eso sí es una novedad -comentó él-. La gente rara vez desea dar cosas. Eso a uno lo hace sentirse no amado.
Grace alargó la mano hacia la viuda.
– Permítame que la asista -insistió.
No estaba bien la duquesa, no podía estar bien. Jamás era humilde, jamás suplicaba ni…
– ¡Cógela! -dijo de pronto la viuda, cogiéndole el brazo y lanzándola hacia el bandolero-. Puedes retenerla de rehén, con la pistola apuntada a su cabeza si quieres. Te prometo que volveré y sin arma.
Grace se tropezó, casi inconsciente por la conmoción, y fue a chocar de espaldas contra el cuerpo del bandolero, que al instante la rodeó con un brazo. Era una especie de abrazo raro, casi protector, y comprendió que él estaba tan pasmado como ella.
Los dos observaron a la viuda, que sin esperar el consentimiento de él, se apresuró a subir al coche.
Grace intentó continuar respirando; tenía la espalda apoyada en él, y él tenía la enorme mano apoyada en su abdomen, tocándole suavemente la cadera derecha con los dedos doblados. Él tenía el cuerpo cálido, ella se sentía acalorada y, santo cielo, jamás, jamás en su vida, había estado tan cerca de un hombre.
Sentía su olor, sentía su aliento en la nuca, cálido y suave. Entonces él hizo algo de lo más increíble; acercando los labios a su oreja, musitó: