– Creo que yo también me retiraré -declaró.
– Wyndham no se ha retirado a su habitación -dijo la viuda, malhumorada-. Va a salir.
– Pues entonces «yo» me retiraré -dijo él; sonrió afablemente-. He dicho.
– Todavía no está del todo oscuro -señaló la viuda.
– Estoy cansado.
Eso era cierto. Lo estaba.
– Mi John solía quedarse hasta la madrugada -dijo ella en tono suave.
Jack exhaló un suspiro. No deseaba sentir compasión por esa mujer. Era dura, despiadada y absolutamente antipática. Pero al parecer, había amado a su hijo. A su padre. Y lo había perdido.
Una madre no debería sobrevivir a sus hijos. Eso lo sabía tan bien como sabía respirar. Era algo antinatural.
Así pues, en lugar de decir que a su John no lo habían secuestrado, tratado de estrangular, chantajeado ni despojado de su medio de vida (por miserable que fuera), todo en un solo día, caminó hasta ella y dejó en la mesilla el anillo, el de ella, que prácticamente le había arrancado del dedo. El suyo lo tenía en el bolsillo; no estaba dispuesto a dejar que ella se enterara de su existencia.
– Su anillo, señora -dijo.
Ella asintió y lo cogió.
– ¿Qué representa la de? -preguntó él.
Toda su vida había sentido curiosidad por saber qué significaba esa letra; bien podría sacar algo de ese desastre.
– Debenham. Mi apellido de soltera.
Ah. Tenía lógica. Ella le regaló su reliquia de la familia a su hijo favorito.
– Mi padre era el duque de Runthorpe.
– No me sorprende -musitó él; ella podía decidir si eso era un cumplido o no. Se inclinó en una venia-. Buenas noches, excelencia.
Ella frunció los labios, decepcionada. Pero al parecer comprendió que si se había luchado una batalla ese día, ella era la única que había resultado victoriosa, y fue sorprendentemente amable al decir:
– Ordenaré que te suban la cena.
Él asintió, musitó las gracias, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
– La señorita Eversleigh te llevará a tu habitación.
Eso le llamó la atención, y cuando miró a la señorita Eversleigh vio que a ella también.
Había supuesto que lo llevaría un lacayo o, posiblemente, el mayordomo. Eso era una deliciosa sorpresa.
– ¿Tiene algún problema, señorita Eversleigh? -preguntó la viuda, y su voz sonó maliciosa, tal vez algo insultante.
– No, claro que no -contestó ella.
Tenía los ojos nublados, pero no del todo indescifrables. Estaba sorprendida. Él lo notó porque sus pestañas se elevaban más hacia las cejas. No estaba acostumbrada a que le ordenaran atender a nadie aparte de la viuda. A su empleadora no le gustaba compartirla con nadie, comprendió. Cuando le miró los labios nuevamente, concluyó que estaba totalmente de acuerdo; si ella fuera de él, si él tuviera algún derecho sobre ella, no le gustaría compartirla tampoco.
Deseó besarla otra vez. Deseó acariciarla, aunque fuera un ligero roce en su piel, tan fugaz que se podría considerar accidental.
Pero más que todo eso, deseaba llamarla por su nombre.
Grace.
Le gustaba, lo encontraba tranquilizador.
– Ocúpese de que esté cómodo, señorita Eversleigh.
Jack se giró hacia la viuda con los ojos agrandados por la sorpresa. Estaba sentada inmóvil como una estatua, las manos remilgadamente juntas en la falda, las comisuras de la boca ligeramente hacia arriba, y en sus ojos había una expresión astuta y divertida.
Le estaba entregando a Grace; tan claro como el agua. Le estaba diciendo que utilizara a su acompañante si ese era su deseo.
Buen Dios. ¿En qué clase de familia había caído?
– Como quiera, señora -contestó la señorita Eversleigh.
En ese momento Jack se sintió sucio, casi asqueroso, porque estaba seguro de que ella no tenía ni idea de que la intención de su empleadora era convertirla en la puta de él.
Era el tipo más horrible de soborno: «Quédate a pasar la noche y puedes tener a la chica».
Se sintió asqueado, doblemente asqueado porque deseaba a la chica. Pero no deseaba que la viuda se la regalara.
– Es usted muy amable, señorita Eversleigh -dijo, pensando que tenía que ser extra cortés para compensar el insulto de la viuda.
Llegaron a la puerta y entonces él se giró, no fuera que se le olvidara; durante la salida el duque y él habían hablado poco, muy escuetamente, pero estuvieron de acuerdo en una cosa.
– Ah, por cierto -dijo-, si alguien preguntara, soy un amigo de Wyndham, de hace años.
– ¿De la universidad? -preguntó la señorita Eversleigh.
Jack se tragó una triste risa.
– No. No fui a la universidad.
– ¡¿No?! -exclamó la viuda-. Fui llevada a creer que habías recibido una educación de caballero.
– ¿Por quién? -preguntó Jack, muy amablemente.
– Lo dice tu manera de hablar.
– Derribado por mi pronunciación. -Miró a la señorita Eversleigh y se encogió de hombros-. Erres inglesas y haches correctas. ¿Qué puede hacer un hombre?
Pero la viuda no estaba dispuesta a abandonar el tema.
– Tienes educación, ¿verdad?
Estuvo tentado de decir que había estudiado en la escuela del pueblo con los muchachos de la localidad, aunque sólo fuera para ver su reacción. Pero les debía algo mejor a sus tíos, así que la miró y le dijo:
– Portora Royal, y luego dos meses en el Trinity College, en Dublín, no en Cambridge, y después seis años de servicio en el ejército de Su Majestad, protegiéndolos a ustedes de la invasión. -Ladeó la cabeza-. Recibiría las gracias ahora, si le parece.
A la viuda se le entreabrieron los labios, agraviada.
– ¿No? -Arqueó las cejas-. Es extraño que a nadie le importe que aquí se siga hablando inglés y haciéndole reverencias al buen rey Jorge.
– A mí sí -dijo la señorita Eversleigh, y cuando él la miró, pestañeó y añadió-: Esto… gracias.
– No hay de qué -dijo él, y cayó en la cuenta de que esa era la primera vez que tenía motivos para decir eso.
De vez en cuando se ensalzaba a los soldados, y era cierto que los uniformes eran eficaces en atraer a las damas, pero a nadie se le ocurría jamás dar las gracias. A él no se las daban, y mucho menos a los hombres que habían sufrido lesiones permanentes o mutilaciones que los desfiguraban.
– Dígale a todo el mundo que fuimos compañeros en clases de esgrima -le dijo a la señorita Eversleigh, haciendo todo lo posible por desentenderse de la viuda-. Es un engaño tan bueno como cualquier otro. Wyndham dice que es pasable con una espada, ¿es cierto?
– No lo sé -repuso ella.
Claro, ¿cómo iba a saberlo? Pero qué más daba. Si Wyndham decía que era pasable, casi seguro que era un experto. Estarían igualados si alguna vez tenían que ofrecer una prueba de la mentira. La esgrima era la asignatura que se le daba mejor en el colegio. Posiblemente ese fue el único motivo de que lo dejaran continuar hasta los dieciocho años.
– ¿Vamos? -musitó, moviendo la cabeza hacia la puerta.
– El dormitorio de seda azul -gritó la viuda, en tono agrio.
– No le gusta que la dejen fuera de una conversación, ¿verdad? -musitó él, de forma que sólo pudiera oírlo la señorita Eversleigh.
Sabía que ella no podía contestarle, estando tan cerca su empleadora, pero la vio desviar los ojos como para ocultar su diversión.
– Usted también puede retirarse por esta noche, señorita Eversleigh -dijo la viuda, en tono de orden.
Grace se giró a mirarla sorprendida.
– ¿No desea que la atienda? Aun es temprano.
– Nancy puede atenderme -contestó la viuda, con los labios algo fruncidos-. Tiene una mano aceptable para soltar los botones y, más importante aún, no dice ni una sola palabra. Eso lo encuentro un buen rasgo en una criada.
Puesto que ella guardaba silencio con más frecuencia que menos, Grace decidió tomar eso como un cumplido y no como el insulto final que pretendía ser.