Выбрать главу

Él no le soltó el codo.

Había recuperado el equilibrio; estaba erguida.

Pero él no la soltó.

Y ella no retiró el brazo.

CAPÍTULO 08

Y entonces la besó. No lo pudo evitar.

No, no lo pudo impedir. Tenía la mano en su brazo, sentía su piel, sentía su calor y entonces, cuando la miró, ella tenía la cara levantada hacia la de él, y sus ojos, profundos y azules pero tan expresivos, sin ningún misterio, lo estaban mirando, y en realidad no había manera, simplemente ninguna manera, de poder hacer otra cosa que no fuera besarla.

Cualquier otra cosa habría sido una tragedia.

Y había un arte en besar, eso lo sabía desde hacía mucho tiempo, y le habían dicho que era un experto. Pero para ese beso, con esa mujer, la única vez que debería ser arte, estaba sin aliento de nervios, porque jamás en su vida había deseado tanto a una mujer como deseaba a la señorita Grace Eversleigh.

Y nunca había deseado tanto hacerlo bien.

No debía asustarla; tenía que darle placer. Deseaba que ella lo deseara, y deseaba que lo «conociera». Deseaba que ella se aferrara a él, le susurrara al oído que era un héroe y que no deseaba respirar nunca el aire cerca de otro hombre.

Deseaba saborearla, deseaba devorarla. Deseaba beber lo que fuera que la configuraba y ver si eso podía transformarlo en el hombre que a veces pensaba que debía ser. En ese momento ella era su salvación.

Y su tentación.

Y todo lo de entre medio.

– Grace -musitó, rozándole los labios con el aliento-. Grace -repitió, porque le encantaba decir su nombre.

Ella respondió con un gemido, un sonido suave que le dijo todo lo que deseaba saber.

La besó suavemente, concienzudamente. Sus labios y lengua encontraron todos los recovecos de su alma, y entonces deseó más.

– Grace -repitió, con la voz ya muy ronca.

Le deslizó las manos por la espalda, apretándola a él para sentir su cuerpo como parte del beso. Notó que ella no llevaba corsé bajo el vestido, así que le conoció todas sus exuberantes curvas, todos sus cálidos contornos. Pero deseaba algo más que conocer la forma de su cuerpo. Deseaba el sabor, el olor, el contacto.

El beso era seducción.

Y era él el seducido.

– Grace -dijo otra vez.

– Jack -susurró ella.

Y eso fue su perdición. El sonido de su nombre en los labios de ella, la suave sílaba, pasó por él como jamás podría pasar el «señor Audley». Su boca se volvió urgente y la apretó con más fuerza a su cuerpo, tan obnubilado que no le importó estar apretando a ella su miembro excitado.

Le besó la mejilla, la oreja, el cuello, bajando hacia el hueco de sus clavículas. Deslizó una mano a lo largo de su caja torácica, levantándole el pecho con la presión hasta que la curva superior estuvo muy cerca de sus labios, tan seductora…

– No.

Fue más un susurro que otra cosa, pero de todos modos lo apartó de un empujón.

Él la miró, con la respiración agitada, resollante. Vio sus ojos aturdidos, los labios mojados y bien besados. El cuerpo le vibraba de deseo, de necesidad, y bajó la mirada a su vientre, como si pudiera ver más abajo a través de los pliegues del vestido, la uve en su entrepierna.

Lo que fuera que había sentido, se triplicó. Buen Dios, le dolía.

Emitiendo un estremecido gemido, subió la mirada a su cara.

– Señorita Eversleigh -dijo, puesto que el momento pedía algo, y de ninguna manera le iba a pedir disculpas por algo tan maravilloso.

– Señor Audley -repuso ella, tocándose los labios.

Y en ese cegador instante de terror puro, él comprendió que todo lo que veía en su cara, cada pasmado pestañeo de sus ojos, lo sentía también.

Pero no, eso era imposible. Acababa de conocerla y, aparte de eso, él «no» amaba. Enmienda: no se entregaba a la sobreabundante lujuria con el corazón retumbante y la mente obnubilada que muchas veces se confunde con amor.

Le gustaban las mujeres, lógicamente. Le caían bien también. Le gustaba su manera de moverse, le gustaban los sonidos que hacían, ya se estuvieran derritiendo en sus brazos o cloqueando su desaprobación. Le gustaba cómo cada una olía distinto, cómo cada una se movía de distinta manera y cómo, aun así, había algo en todas que las marcaba como grupo. «Soy mujer» parecía decir el aire que las rodeaba, «Decididamente no soy tú».

Y menos mal también.

Pero nunca había amado a una mujer. Y no sentía la menor inclinación a amar. Los afectos son asuntos liosos, causantes de todo tipo de disgustos. Prefería pasar de una aventura a otra. Eso iba mucho mejor con su vida, y con su alma.

Sonrió. Un sonrisa muy leve, justo del tipo que se esperaría de un hombre como él en un momento como ese. Tal vez levantó un pelín más una comisura, lo suficiente para introducir ironía en su tono:

– Usted entró en mi habitación.

Ella asintió, pero con un movimiento tan lento que él no supo si era consciente de que lo hacía. Y entonces dijo, con un cierto aturdimiento, tal vez como hablando consigo misma:

– No lo volveré a hacer.

Bueno, eso sí sería una tragedia.

– Me gustaría que volviera a entrar -dijo, obsequiándola con su más encantadora sonrisa; alargó la mano y antes que ella pudiera adivinar su intención, le cogió la suya y se la llevó a los labios-. Esta ha sido, sin duda, la bienvenida más placentera de mi día aquí en Belgrave. -Sin soltarle la mano, añadió-: Disfruté muchísimo comentando ese cuadro con usted.

Era cierto; siempre le gustaban más las mujeres inteligentes.

– Yo también -repuso ella, dando un suave tirón y obligándolo a soltársela. Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta; a los pocos pasos medio se giró y dijo-: La colección que hay aquí rivaliza con la de cualquiera de los grandes museos.

– Me hace ilusión verlos todos con usted.

– Comenzaremos por la galería.

Él sonrió. Sí que era inteligente. Justo antes que llegara a la puerta, preguntó:

– ¿Hay desnudos?

Ella se quedó inmóvil.

– Sólo por curiosidad -dijo él en tono inocente.

– Los hay -contestó ella, pero sin girarse a mirarlo; él deseaba verle el color de las mejillas; ¿rojo o simplemente rosa?

– ¿En la galería? -preguntó él, únicamente porque sería de mala educación que ella no contestara a esa pregunta, y quería verle la cara.

– No, no en la galería -repuso ella, y se giró un poco, y él alcanzó a ver el destello en sus ojos-. Es una galería de retratos.

– Comprendo -dijo él, poniendo una expresión convenientemente grave-. Nada de desnudos, entonces, por favor. Confieso que no tengo el menor deseo de ver al bisabuelo Cavendish ¡al natural!

Ella apretó los labios, y él percibió que era para reprimir la risa, no porque lo desaprobara. ¿Qué haría falta para darle un empujoncito, para obligarla a soltar la risa que sin duda tenía burbujeando en la garganta?

– O, santo cielo, a la viuda -musitó.

Ella farfulló algo.

Él se puso una mano en la frente.

– Mis ojos -gimió-. Mis ojos.

Y entonces, maldición, se lo perdió. Ella se rió. No le cabía duda, aunque fue más un sonido ahogado que otra cosa. Pero tenía la mano sobre los ojos.

– Buenas noches, señor Audley.

Él bajó la mano al costado.

– Buenas noches, señorita Eversleigh. -Entonces, aunque habría jurado que estaba dispuesto a dejarla marcharse, se oyó preguntar-. ¿La veré en el desayuno?

– Supongo, si es usted madrugador.

Pues no lo era.

– Ah, pues sí, lo soy, absolutamente.

– Es la comida favorita de la viuda -explicó ella.

– ¿No el chocolate y el diario?

¿Recordaba todo lo que había dicho ella ese día? Muy posiblemente.

Ella negó con la cabeza.

– Eso es a las seis. El desayuno se sirve a las siete.

– ¿En la sala de desayuno?