Pues no. Se sentó.
La viuda bajó el diario y apretó los labios.
– Hábleme de mi nieto.
Grace sintió subir el rubor otra vez.
– ¿Perdón?
La viuda arqueó la ceja derecha, haciendo una buena imitación del contorno superior de un quitasol abierto.
– Anoche lo llevó a su habitación, ¿no?
– Por supuesto, señora, por orden suya.
– ¿Y bien? ¿Qué dijo? Estoy ansiosa de saber qué tipo de hombre es. El futuro de la familia podría muy bien depender de él.
Grace pensó en Thomas, sintiéndose culpable; lo había olvidado totalmente esas doce últimas horas. Él era todo lo que debe ser un duque, y nadie conocía el castillo mejor que él, ni siquiera la viuda.
– Esto…, ¿no cree que decir eso podría ser algo prematuro, excelencia?
– Conque defendiendo a mi otro nieto, ¿eh?
Grace agrandó los ojos. Notó algo malévolo en su tono.
– Considero un amigo a su excelencia -dijo, cautelosa-. Nunca le desearía un mal.
– Pff. Si el señor Cavendish, y no se atreva a llamarlo señor Audley, es realmente el descendiente legítimo de mi John, no le estaría deseando ningún mal a Wyndham. De hecho, él debería estar agradecido.
– ¿De que lo despojen de su título?
– De haber tenido la buena suerte de tener el título todo el tiempo que lo ha tenido -replicó la viuda-. Si el señor, vamos, maldición, lo voy a llamar John.
Jack, pensó Grace.
– Si John es realmente el hijo legítimo de «mi» John, quiere decir que Wyndham nunca ha tenido el título. Así que no podemos decir que se lo despoja de nada.
– Sólo que se le ha dicho que es suyo desde que nació.
– Eso no es culpa mía, ¿verdad? -bufó la viuda-. Y no ha sido desde su nacimiento.
– No -concedió Grace; Thomas asumió el título a los veinte años, cuando su padre murió de una enfermedad pulmonar-. Pero desde que nació ha sabido que algún día sería de él, lo que viene a ser más o menos lo mismo.
La viuda estuvo un momento gruñendo en voz baja, malhumorada, lo que hacía siempre que alguien le presentaba un argumento para el que no tenía lista una contradicción. Finalmente, la miró furiosa, cogió el diario y lo levantó ocultando la cara con él.
Grace aprovechó para relajar la postura. Pero no se atrevió a cerrar los ojos.
Y claro, sólo habían pasado diez segundos cuando la viuda bajó el diario y le preguntó bruscamente:
– ¿Cree que será un buen duque?
– ¿El señor Aud…? -Se interrumpió justo a tiempo-. Esto… ¿nuestro huésped?
La viuda puso los ojos en blanco ante esa acrobacia verbal.
– Llámelo señor Cavendish. Es su apellido.
– Pero él no quiere que lo llamen así.
– Me importa un rábano cómo desea que lo llamen. Es quien es. -Bebió un largo trago de chocolate-. Todos lo somos. Buena cosa también.
Grace no dijo nada. Se había visto obligada demasiadas veces a soportar los sermones de la viuda sobre el orden natural de la humanidad como para arriesgarse a provocar otro.
– No ha contestado a mi pregunta, señorita Eversleigh.
Grace se tomó un momento para decidir qué contestar.
– La verdad es que no sabría decirlo, señora, conociéndolo desde hace tan poco tiempo.
Eso era cierto en su mayor parte. Le resultaba muy difícil imaginar a cualquiera que no fuera Thomas como duque, pero, además, le parecía que al señor Audley, con todo su amistoso encanto y humor, le faltaba cierta seriedad. Era inteligente, sin duda, pero ¿poseía el tino y el juicio necesarios para gobernar una propiedad de la envergadura de Wyndham? Belgrave podía ser la sede y principal residencia de la famila, pero había incontables otras propiedades, tanto en Inglaterra como en el extranjero. Thomas empleaba por lo menos a doce secretarios y administradores para que lo ayudaran, aunque no era un propietario absentista. Si no recorría palmo a palmo los terrenos de Belgrave, apostaría que se acercaba mucho. Y ella había reemplazado a la duquesa viuda en muchos de sus deberes en la propiedad, por lo que sabía que Thomas conocía por su nombre casi a todos sus inquilinos.
Eso siempre lo había considerado una consecución extraordinaria en un hombre criado como lo fue él, con el constante énfasis en el lugar de Wyndham en la jerarquía social (sólo por debajo del rey y muy por encima de todos los demás, gracias).
A Thomas le gustaba presentar la imagen de un hombre de la alta sociedad sofisticado y ligeramente hastiado, pero en él había bastante más. Por eso era tan bueno en lo que hacía, suponía.
Y ¿a qué se debía esa insensibilidad de la viuda para tratarlo con tanta falta de consideración? Claro que hay que tener sentimientos para preocuparse por los sentimientos de los demás, pero, francamente, esto superaba con mucho su egoísmo habitual.
No tenía ni idea de si Thomas había regresado a la casa esa noche, pero si no, bueno, no podía dejar de comprenderlo.
– Más chocolate, señorita Eversleigh.
Grace se levantó y fue a llenarle la taza con la jarra que había dejado en la mesilla de noche.
– ¿De qué hablaron anoche?
Grace decidió aparentar torpeza.
– Me fui a acostar temprano. -Puso vertical la jarra cuidando de no dejar caer ni una gota-. Con su muy amable permiso.
La expresión de la viuda se tornó enfurruñada. Ella evitó vérsela, devolviendo la jarra a su lugar en la mesilla. Y se tomó muchísimo tiempo en la tarea.
– ¿Habló de mí?
– Esto… no mucho -contestó Grace, evasiva.
– ¿No mucho o nada?
Grace se giró a mirarla. Sólo podía evitar el interrogatorio hasta cierto punto, pues de lo contrario, la viuda se enfurecería.
– Estoy segura de que la mencionó.
– ¿Qué dijo?
Santo cielo, ¿cómo podría decirle que la llamó vieja bruja? Y si no la había llamado así, seguro que la había llamado algo peor.
– No lo recuerdo exactamente, señora. Lo siento muchísimo. No sabía que usted deseaba que tomara nota de sus palabras.
– Bueno, la próxima vez tómelas -masculló la viuda.
Diciendo eso volvió la atención al diario y después miró hacia la ventana, con los labios apretados en una línea recta, terca.
Grace continuó donde estaba, muy quieta, con las manos cogidas delante, y esperó pacientemente mientras la viuda se movía de aquí para allá, nerviosa, bebía un trago y hacía rechinar los dientes. Entonces, le costó creerlo, pensó que en realidad podría compadecer a la anciana.
– Me recuerda a usted -dijo, sin pensarlo dos veces.
La viuda la miró encantada, la expresión de sus ojos toda dichosa.
– ¿Sí? ¿En qué?
Grace sintió bajar bruscamente el estómago, aunque no supo si se debió a esa atípica felicidad que veía en la cara de la viuda o a que no sabía qué decir.
– Bueno, no totalmente, por supuesto -dijo, para ganar tiempo-, pero hay algo en la expresión.
Pero cuando llevaba unos diez segundos sonriendo afablemente, se le hizo evidente que la viuda esperaba más.
– Su ceja -dijo, pareciéndole que eso era un golpe de genio-. La levanta igual que usted.
La viuda arqueó la ceja izquierda tan rápido que a Grace la sorprendió que no le saliera volando.
– ¿Así?
– Eh… sí. Algo parecido. Las de él son… -Movió la mano torpemente cerca de sus propias cejas.
– ¿Más peludas?
– Sí.
– Bueno, es un hombre.
– Sí. -Ah, sí.
– ¿Sabe hacerlo con las dos?
Grace la miró sin entender.
– ¿Con las dos, señora?
La viuda comenzó a levantar y a bajar una y otra ceja, alternándolas. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Un espectáculo singularmente extraño.
– No lo sé -dijo Grace, rápido, para que parara.
– Muy raro -dijo la viuda, volviendo las dos cejas al lugar donde Grace esperaba que las mantuviera-. Mi John no podía hacerlo.
– La herencia es muy misteriosa -convino Grace-. Mi padre no podía hacer esto. -Se cogió el pulgar y lo dobló hacia atrás hasta que le tocó el antebrazo-. Pero decía que su padre sí.