– ¡Aaaj! -exclamó la viuda, desviando la cara, con repugnancia-. Enderécelo, enderécelo.
Grace sonrió y dijo con la más perfecta dulzura:
– Entonces no querrá ver lo que que puedo hacer con el codo.
– Buen Dios, no -bufó la viuda e hizo un gesto hacia la puerta-. He terminado con usted. Vaya a tomar su desayuno.
– ¿Le digo a Nancy que venga a ayudarla a vestirse?
La viuda exhaló un suspiro de sufrimiento increíblemente largo, como si toda una vida de privilegios aristocráticos fuera demasiado.
– Sí -concedió sin la menor amabilidad-, aunque sólo sea porque no soporto mirarle el pulgar.
Grace se rió. Y debía sentirse especialmente osada, porque ni siquiera intentó sofocar la risa.
– ¿Se está riendo de mí, señorita Eversleigh?
– Noo, por supuesto que no.
– No se le ocurra ni pensar decir que se está riendo conmigo.
– Simplemente me he reído, señora -dijo Grace, con los labios curvados en una sonrisa que se negó a dejarse reprimir-. A veces me río.
– Nunca la había visto reírse -dijo la viuda, como si quisiera decir que eso no podía ser cierto.
Grace no podía decir ninguna de las tres réplicas que le saltaron inmediatamente a la cabeza:
«Eso se debe a que no escucha, excelencia.»
«Eso se debe a que rara vez tengo motivos para reírme en su presencia.»
«¿Y qué?»
Así pues, simplemente sonrió, afectuosa incluso. Ahora bien, eso sí era raro. Había pasado gran parte de su tiempo tragándose las réplicas, y siempre le quedaba un sabor amargo en la boca.
Pero esta vez no. Esta vez se sentía ligera, sin trabas. Si no podía decirle a la viuda lo que pensaba, no le importaba mucho. Esa mañana tenía muchas cosas que esperar con ilusión.
Desayuno. Beicon con huevos. Arenques ahumados. Tostadas con mantequilla y mermelada, y…
Y él.
El señor Audley.
Jack.
CAPÍTULO 09
Jack se bajó de la cama cuando faltaban exactamente catorce minutos para las siete. Despertar había sido un asunto complicado. Esa noche, después que se marchó la señorita Eversleigh, tiró del cordón para llamar a una criada, y le dio la orden de golpear su puerta a las seis y quince. Entonces, cuando la chica ya se marchaba, lo pensó mejor y cambió la orden a seis golpes fuertes a la hora ya dicha y luego doce quince minutos después.
Al fin y al cabo sabía que no sería capaz de levantarse de la cama a la primera.
También informó a la criada de que si no lo veía en la puerta pasados diez segundos de la segunda serie de golpes, debía entrar en la habitación y no marcharse hasta que estuviera segura de que estaba bien despierto.
Y, finalmente, le prometió un chelín si no decía a nadie ni una sílaba de eso.
«Y si lo dices lo sabré -le advirtió, obsequiándola con su más encantadora sonrisa-. Los chismes siempre me llegan de vuelta.»
Y eso era cierto. Fuera cual fuera la casa, fuera cual fuera el establecimiento, las criadas siempre se lo decían todo. Era sorprendente lo lejos que se puede viajar sin nada aparte de una sonrisa y una expresión de cachorrito.
Por desgracia para él, sin embargo, si bien su plan alardeaba de estrategia, carecía de ejecución final.
Y no podía echarle la culpa a la criada; ella cumplió su parte a la letra. Seis golpes a las seis con quince minutos, en punto. Él consiguió abrir un ojo, unos dos tercios, y dio la casualidad de que eso le bastó para ver la hora en el reloj de su mesilla de noche.
A las seis y media estaba nuevamente roncando, y si sólo contó siete de los doce golpes en la puerta, sin duda fue por su culpa, no de ella. Y, francamente, había que admirar la fidelidad de la pobre chica al plan cuando se enfrentó a un malhumorado «No», seguido por unos hoscos «Vete»; «Diez minutos más»; «He dicho diez minutos más», y «¿No tienes ninguna maldita olla que fregar?»
Y cuando faltaban quince minutos para las siete, cuando se estaba balanceando boca abajo en el borde de la cama, con un brazo colgando, finalmente logró abrir los ojos y la vio sentada recatadamente en una silla al otro lado de la habitación.
– Eh… ¿la señorita Eversleigh está despierta? -balbuceó, frotándose el ojo izquierdo para ahuyentar el sueño.
El ojo derecho se le había vuelto a cerrar, intentando arrastrar el resto de él de vuelta a la cama.
– Desde las seis menos veinte, señor.
– Contenta y gorjeando como un maldito cenzontle, sin duda.
La criada guardó silencio.
Él ladeó la cabeza, repentinamente más despierto.
– No tan contenta, ¿eh?
O sea, que la señorita Eversleigh no era una persona madrugadora. El día se veía más luminoso por momentos.
– No es tan terrible como usted -reconoció finalmente la criada.
Jack bajó las piernas y bostezó.
– Para «eso» tendría que estar muerta.
La chica se rió. Fue un sonido agradable, acogedor. Mientras hiciera reír a las criadas, la casa será suya. Quien tiene a los criados tiene el mundo. Se había enterado de eso a los seis años. Y con eso volvía loca a su familia, pero simplemente lo hacía todo más dulce.
– ¿Hasta qué hora te imaginas que dormiría si no la despertaras? -preguntó.
– Ah, eso no podría decírselo -dijo la criada, poniéndose toda roja.
A él no le parecía que los hábitos de sueño de la señorita Eversleigh constituyeran un secreto, pero de todos modos tuvo que aplaudir a la chica por su lealtad. Aunque eso no significaba que no fuera a hacer todos los intentos posibles para ganársela.
– ¿Y cuando la viuda le da el día libre? -preguntó, en tono bastante despreocupado.
La chica negó con la cabeza, tristemente.
– La duquesa nunca le da el día libre.
Eso lo sorprendió. Su recién descubierta abuela era exigente y prepotente, además de tener otros molestos defectos, pero le había dado la impresión de que en el fondo era justa.
– ¿Nunca?
– Sólo las tardes -dijo la criada. Entonces se inclinó y miró a un lado y a otro, como para asegurarse de que no había ninguna otra persona que pudiera oírla-. Yo creo que lo hace sólo porque sabe que a la señorita Eversleigh no le gustan las mañanas.
Ah, eso sí describía a la viuda.
– Le da el doble de tardes -continuó la chica-, así que al final se compensan.
– Es una lástima -dijo Jack, compasivo.
– Injusto.
– Muy injusto.
– Y la pobre señorita Eversleigh -continuó la chica, ya con la voz más animada- es muy buena. Es encantadora con todas las criadas. Jamás se olvida de nuestros cumpleaños y nos hace regalos que dice que son de la duquesa, pero todas sabemos que son de ella.
Entonces lo miró, y él la recompensó con un serio gesto de asentimiento.
– Y lo único que desea la pobre es una mañana libre cada semana para poder dormir hasta mediodía.
– ¿Eso ha dicho?
– Sólo una vez. No creo que lo recuerde. Estaba muy cansada. Creo que la duquesa la tuvo en pie hasta muy tarde por la noche. Me llevó el doble de tiempo despertarla.
Jack asintió, compasivo.
– La duquesa no duerme nunca -continuó la chica.
– ¿Nunca?
– Bueno, seguro que debe dormir. Pero parece que no necesita dormir mucho.
– Una vez conocí a un vampiro -musitó Jack.
– La pobre señorita Eversleigh tiene que amoldarse al horario de la viuda -dijo la chica.
Él continuó asintiendo. Por lo visto eso le daba resultado.
– Pero no se queja -añadió ella, sin duda deseosa de defenderla-. Nunca se quejaría de su excelencia.
Si él hubiera vivido en Belgrave el tiempo que llevaba Grace, se habría quejado cuarenta y ocho horas al día.
– ¿Nunca?