La criada negó con la cabeza, con una piedad que habría sido muy apropiada en la esposa de un párroco.
– La señorita Eversleigh no es dada a los cotilleos.
Jack estaba a punto de decir que todo el mundo cotillea y que a pesar de lo que digan, a todos les gusta hacerlo. Pero no quería que la criada interpretara eso como una crítica a lo que ella estaba haciendo en ese momento, así que asintió una vez más, y la animó a continuar diciendo:
– Muy admirable.
– No con el personal, al menos -aclaró ella-. Tal vez con sus amigas.
– ¿Sus amigas? -repitió él, atravesando la habitación en camisón de dormir.
Le habían dejado ropa, recién lavada y planchada, y no necesitó mirarla dos veces para ver que era de la mejor calidad.
De Wyndham, muy probablemente. Eran de talla similar. Pensó si el duque sabría que le habían asaltado el ropero. Posiblemente no.
– Lady Elizabeth y lady Amelia -dijo la chica-. Viven al otro lado del pueblo. En la otra casa grande. No es tan grande como esta, eso sí.
– No, claro que no -musitó él.
Decidió que esa criada, cuyo nombre debía saber, sería su favorita. Era un tesoro de conocimientos, y lo único que había que hacer era sentarla un momento en una silla cómoda.
– Su padre es el conde de Crowland -continuó la chica.
Y así siguió parloteando cuando él entró en el vestidor a ponerse la ropa. Sin duda algunos hombres se negarían a ponerse el atuendo del duque después del altercado del día anterior, pero él encontraba que dar esa batalla no sería nada práctico. Suponiendo que no iba a triunfar en atraer a la señorita Eversleigh a una loca orgía de desenfado (al menos no ese día) tenía que vestirse. Y sus ropas estaban raídas y polvorientas.
Además, era posible que a su señoría, el duque, lo fastidiara que se pusiera su ropa, y, en su opinión, ese era un noble afán.
– ¿La señorita Eversleigh pasa tiempo con lady Elizabeth y lady Amelia con mucha frecuencia? -preguntó, mientras se ponía las calzas. Le quedaban perfectas.
– No. Aunque ayer estuvieron aquí.
Las dos chicas que había visto con ella en el camino de entrada. Las rubias. Claro. Debería haberse dado cuenta de que eran hermanas. Se habría dado cuenta, supuso, si hubiera podido desviar la mirada de la señorita Eversleigh el tiempo suficiente para verles algo más que el color del pelo.
– Lady Amelia es nuestra próxima duquesa -añadió la criada.
Jack interrumpió la tarea de abotonarse la camisa de Wyndham, de extraordinaria confección.
– ¿Sí? No sabía que el duque estaba comprometido.
– Desde que lady Amelia nació -explicó la chica-. Pronto tendremos una boda, creo. Tenemos que tenerla. Ella ya lleva muchos años esperando. No creo que sus padres aguanten mucho más tiempo la tardanza.
A él las chicas le habían parecido muy jóvenes, pero, claro, estaba a bastante distancia.
– Veintiuno, creo que tiene.
– ¿Tan mayor? -dijo él, sarcástico.
– Yo tengo diecisiete -dijo la criada, suspirando.
Jack decidió no hacer ningún comentario, pues no sabía si ella deseaba parecer mayor o menor de la edad que tenía. Salió del vestidor, dándose los últimos toques en la corbata.
La criada se levantó de un salto.
– Uy, no debería cotillear.
Jack le hizo un gesto tranquilizador.
– No diré una palabra, te lo prometo.
Ella se dirigió a la puerta a toda prisa, y entonces se giró y dijo:
– Me llamo Bess. -Se inclinó en una reverencia-. Si se le ofrece algo.
Entonces Jack sonrió, porque estaba segurísimo de que su ofrecimiento era totalmente inocente. Había algo bastante refrescante en eso.
Sólo había pasado un minuto desde que se marchara Bess, cuando llegó un lacayo, tal como le prometiera la señorita Eversleigh, para guiarlo hasta la sala de desayuno. Resultó no ser ni de cerca tan informativo como Bess (los lacayos jamás lo eran, al menos no con él), e hicieron en silencio la caminata de cinco minutos.
No le pasó desapercibido que el trayecto durara cinco minutos. Si de lejos Belgrave se veía desmesuradamente grande, por dentro era francamente un laberinto. Estaba bastante seguro de que no había visto ni la décima parte y ya había localizado tres escaleras. Además, había torreones, los había visto desde fuera, y casi con toda seguridad había mazmorras también.
Tenía que haber mazmorras, concluyó cuando iba en el tercer viraje después de bajar la escalera. Ningún castillo que se respetara carecía de ellas. Decidió pedirle a Grace que le hiciera un recorrido, aunque sólo fuera porque los cuartos de los sótanos se podrían contar entre los únicos que no tenían viejas obras maestras de precio inestimable colgadas en las paredes.
Podía ser un amante del arte, pero «eso», casi se encogió cuando pasó casi rozando un cuadro de El Greco, sencillamente era «demasiado». Incluso en su vestidor, recubierto de madera hasta el cielo raso, había valiosísimos óleos. Quien fuera que se encargó de la decoración ahí, tenía una predilección tremenda por los cupidos. Dormitorio de seda azul, desde luego. Deberían llamarlo «Dormitorio de los Bebés Corpulentos Armados con Aljabas y Flechas». Subtítulo: «Cuidado, visitantes».
Porque, de verdad, tendría que haber un límite a la cantidad de cupidos que se pueden poner en un vestidor pequeño.
Dieron la vuelta por una última esquina y casi suspiró de placer al llegarle a la nariz los conocidos olores de un desayuno inglés. El lacayo le indicó una puerta abierta; entró sintiendo por todo el cuerpo un hormigueo de expectación desconocida, y entonces descubrió que la señorita Eversleigh aún no había llegado.
Miró el reloj; faltaba un minuto para las siete. El suyo era sin duda un nuevo récord posmilitar.
Ya estaban dispuestas las fuentes en el aparador, así que cogió un plato, se lo llenó a rebosar, eligió una silla y se sentó a la mesa. Ya hacía algún tiempo que no desayunaba en una verdadera casa. Ese último tiempo había hecho sus comidas en posadas y en habitaciones alquiladas, y antes en el campo de batalla. Encontraba un lujo sentarse a una mesa con su comida, casi hedonismo.
– ¿Café, té o chocolate, señor?
No probaba el chocolate desde hacía más tiempo del que recordaba, y el cuerpo casi se le estremeció de placer. El lacayo tomó nota de su preferencia y fue hasta otra mesa, donde había tres elegantes jarras en hilera, que con sus picos arqueados parecían cisnes en fila. Pasado un instante, tenía su taza delante y se apresuró a ponerle tres cucharaditas llenas de azúcar y un chorrito de leche.
Había ventajas en llevar una vida de lujo, pensó, bebiendo un trago celestial.
Ya casi había terminado de comer cuando oyó pasos, y, pasado un momento, apareció la señorita Eversleigh. Llevaba un recatado vestido blanco, no, no blanco, más bien crema, del color de la leche en el cántaro cuando aún no se le ha quitado la nata. Fuera cual fuera el color, hacía juego con las molduras en yeso que adornaban el marco de la puerta. Sólo le hacía falta una cinta amarilla (por las paredes, que se veían sorprendentemente alegres para ser de una casa tan imponente), y habría jurado que la habitación fue decorada concretamente para ese momento.
Se levantó y le hizo una cortés venia.
– Señorita Eversleigh -musitó.
Le gustó que se ruborizara. Sólo un poco, que era lo ideal. Demasiado habría significado que estaba azorada; en cambio, un leve matiz rosa claro significaba que le hacía ilusión el encuentro.
Y tal vez pensaba que no debía sentir eso.
Lo cual era mejor aún.
– ¿Chocolate, señorita Eversleigh? -preguntó el lacayo.
– Ah, sí, por favor, Graham.
Pareció aliviadísima cuando tuvo la taza en la mano, y cuando por fin se sentó frente a él, con el plato casi tan lleno como el suyo, suspiró de placer.
– ¿No le pone azúcar? -preguntó sorprendido.
No conocía a ninguna mujer, y a muy pocos hombres, a los que les gustara el chocolate no endulzado. Él no lo soportaba.