– Ella no debería haber hecho esto.
Su voz sonó… amable, casi compasiva; y severa, como si no aprobara el modo de tratarla de la viuda.
– No estoy acostumbrado a sostener así a una mujer -continuó él, en su oído-. Por lo general prefiero otro tipo de intimidad, ¿usted no?
Grace guardó silencio, temerosa de hablar, temerosa de que si intentaba hablar no le saliera la voz.
– No le voy a hacer daño -musitó él, tocándole la oreja con los labios.
Ella bajó la mirada a la pistola, que él seguía teniendo en la mano derecha. La pistola se veía peligrosa y él la tenía apoyada en el muslo de ella.
– Todos tenemos nuestra armadura -musitó él.
Cambió de posición, situándose más a un lado de ella, y de pronto le cogió el mentón con la mano libre; le pasó un dedo por los labios y entonces se inclinó y la besó.
Grace lo miró sorprendida cuando él se apartó, sonriéndole amablemente.
– Ha sido demasiado corto, una lástima -dijo. Retrocedió, le cogió la mano y le besó el dorso-. En otra ocasión tal vez -musitó.
Pero no le soltó la mano. Aun cuando la viuda salió del coche, continuó reteniéndole la mano, acariciándole suavemente la piel con el pulgar.
La estaba seduciendo; casi no era capaz de pensar, casi no podía respirar, pero eso lo sabía. Dentro de unos minutos cada uno se iría por su lado; él no habría hecho nada más que besarla y ella habría quedado cambiada para siempre.
La viuda ya estaba delante de ellos, y si le importó que el bandolero le estuviera acariciando la mano a su acompañante, no lo dijo. Simplemente alargó la suya hacia él con un pequeño objeto.
– Cógelo, por favor.
Él le soltó la mano a Grace, de mala gana, pasando una última vez los dedos por su piel. Cuando alargó la mano, ella vio que el objeto que le pasaba la viuda era un retrato en miniatura, el de su segundo hijo, muerto hacía muchísimo tiempo.
Conocía ese retrato; la duquesa lo llevaba con ella a todas partes.
– ¿Conoces a este hombre? -preguntó la duquesa en un susurro.
El bandolero miró el diminuto retrato y negó con la cabeza.
– Míralo con más atención.
Pero él volvió a negar con la cabeza, intentando devolvérselo.
– Podría valer algo -dijo uno de los hombres que lo acompañaban.
Él negó con la cabeza y miró fijamente a la viuda.
– Para mí nunca será tan valioso como lo es para usted.
– ¡No! ¡Míralo! -exclamó la viuda, sin coger el retrato-. Te lo ruego, míralo. Sus ojos, su barbilla, su boca. Son los tuyos.
Grace retuvo el aliento.
– Lo siento -dijo el bandolero amablemente-. Está equivocada.
Pero ella no se dejó disuadir.
– Tu voz es la de él -insistió-. Tu tono, tu humor son los de él. Lo sé. Lo sé tal como sé respirar. Era mi hijo. Mi hijo.
– Señora -intervino Grace, rodeándola con un brazo en gesto maternal; normalmente la viuda no habría permitido un contacto tan íntimo, pero esa noche no había nada normal en ella-. Señora, está oscuro. Él lleva máscara. No puede ser él.
– Por supuesto que no es él -ladró ella, apartándola de un violento empujón.
Avanzó hacia el bandolero y Grace casi se cayó de terror al ver que todos los hombres la apuntaron con sus pistolas.
– ¡No le hagáis daño! -gritó.
Pero su súplica era innecesaria. La viuda ya le había cogido la mano libre al bandolero y se la tenía cogida como si fuera su único medio de salvación.
– Este es mi hijo -dijo, sosteniendo el retrato en miniatura en su mano temblorosa-. Se llamaba John Cavendish y murió hace veintinueve años. Tenía el pelo castaño, ojos azules y una marca de nacimiento en el hombro. -Tragó saliva y bajó la voz a un susurro-. Le encantaba la música, y no podía comer fresas. Y era capaz… era capaz… -Se le cortó la voz, pero nadie habló; el silencio se hizo denso, todos los ojos clavados en ella, hasta que se recuperó y continuó en apenas un susurro-: Era capaz de hacer reír a cualquiera. -Entonces, haciendo un reconocimiento que Grace no se habría imaginado jamás, giró la cabeza hacia ella y añadió-: Incluso a mí.
El momento quedó suspendido en el tiempo, puro, silencioso, intenso. Nadie habló. Grace no sabía si alguien estaba respirando.
Miró al bandolero, le miró la boca, esa boca expresiva y traviesa, y comprendió que algo no andaba bien. Él tenía los labios entreabiertos y, más aún, quietos. Por primera vez le veía los labios sin movimiento, y a la plateada luz de la luna vio que había palidecido.
– Si esto significa algo para ti -continuó la viuda con tranquila resolución-, puedes encontrarme en el castillo Belgrave esperando tu visita.
Acto seguido, toda encorvada y temblorosa, como Grace no la había visto nunca, se giró, con la mano cerrada sobre la miniatura, y subió al coche.
Grace continuó inmóvil, sin saber qué hacer. Ya no se sentía en peligro, por extraño que pareciera, con tres pistolas todavía apuntadas a ella y una, la del bandolero, «su» bandolero, en su mano lacia al costado. Pero sólo le habían entregado un anillo, botín nada productivo para una banda de ladrones experimentada, así que no se sentía capaz de volver al coche sin permiso.
Se aclaró la garganta.
– ¿Señor? -dijo, sin saber cómo llamarlo.
– Mi apellido no es Cavendish -dijo él en voz baja, tan baja que sólo llegó a los oídos de ella-, pero lo fue en otro tiempo.
Grace ahogó una exclamación.
Y entonces, con un movimiento brusco y rápido, él saltó a su montura y exclamó:
– Hemos terminado aquí.
Y Grace se quedó donde estaba viéndolo alejarse.
CAPÍTULO 02
Habían transcurrido varias horas y Grace estaba sentada en una silla en el corredor, fuera del dormitorio de la viuda. Estaba absolutamente cansada y no deseaba otra cosa que ir a meterse en su cama, aun sabiendo que, a pesar de su agotamiento, se pasaría el resto de la noche dándose vueltas y vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Pero la viuda estaba tan perturbada, y la había llamado tantas veces, que finalmente renunció a la idea de ir a acostarse y llevó la silla a ese lugar. En la última hora le había llevado a la viuda (que no se movía de la cama) un fajo de cartas que había tenido guardadas en el fondo de un cajón con llave; un vaso de leche caliente; una copa de coñac; otro retrato en miniatura de su hijo John, fallecido tanto tiempo atrás; un pañuelo que sin duda tenía un valor sentimental; otra copa de coñac, para reemplazar a la primera, que se bebió mientras le ordenaba que fuera a buscar el pañuelo.
Habían pasado unos diez minutos desde la última llamada, diez minutos en que no había podido hacer nada aparte de estar sentada esperando, pensando, pensando…
En el bandolero.
En su beso.
En Thomas, el actual duque de Wyndham, al que consideraba un amigo.
En el difunto hijo mediano de la viuda, y en el hombre que al parecer era igual a él. Y en su apellido.
Hizo una larga inspiración. Su apellido. Su apellido.
Buen Dios.
Eso no se lo había dicho a la viuda. Se había quedado inmóvil en el camino, observando alejarse al bandolero a la luz de la media luna. Y, finalmente, cuando le pareció que le funcionarían las piernas, comenzó a actuar para volver a la casa. Tuvo que ir a desatar al lacayo, luego atender al cochero, y en cuanto a la viuda, estaba tan trastornada que ni siquiera emitió un susurro de protesta cuando colocó al cochero herido dentro del coche con ella.
Hecho todo eso subió al pescante, donde ya estaba el lacayo, y cogió las riendas para llevar el coche de vuelta a la casa. No tenía mucha experiencia en llevar las riendas, pero se las arregló.
Tuvo que arreglárselas. No había nadie más que lo hiciera. Pero eso era algo para lo que era buena.
Para arreglárselas. Para hacer las cosas.