– No -contestó Grace, sinceramente-. Estos han sido dos días muy excepcionales.
Nadie tuvo que añadir nada a eso, tal vez porque los tres estaban de acuerdo. Pero el señor Audley llenó el silencio mirando a la viuda y diciendo:
– Yo encuentro soberbio el beicon.
La respuesta de la viuda fue:
– ¿Ha vuelto Wyndham?
– Creo que no -repuso Grace. Miró al lacayo-: ¿Graham?
– No, señorita, no está en casa.
La viuda frunció los labios en un gesto de irritación, de disgusto.
– Muy desconsiderado de su parte.
– Es temprano todavía -dijo Grace.
– No dijo que estaría fuera toda la noche.
– ¿Normalmente el duque debe presentar la lista de sus planes y actividades a su abuela? -preguntó entonces el señor Audley, claramente con la intención de fastidiar.
Grace lo miró irritada; esa pregunta no necesitaba respuesta. Él le sonrió. Le gustaba fastidiarla; eso ya lo tenía bastante claro. Pero le pareció que no tenía mucha importancia; a él le gustaba fastidiar a todo el mundo. Volvió la atención a la viuda.
– Sin duda volverá pronto -dijo.
La expresión irritada de la viuda no cambió.
– Esperaba que estuviera aquí para que pudiéramos hablar francamente, pero supongo que podemos hacerlo sin él.
– ¿Lo considera prudente? -preguntó Grace, sin poder contenerse.
Y claro, la reacción de la viuda a su impertinencia fue una mirada fulminante. Pero no podía arrepentirse de haber hablado. No era correcto tomar decisiones para el futuro en ausencia de Thomas.
– ¡Lacayo! -ladró la viuda-. Déjanos solos y al salir cierra la puerta.
Cuando ya estuvo bien cerrada, la viuda se volvió hacia el señor Audley y declaró:
– He pensado muchísimo en este asunto.
– De verdad, creo que deberíamos esperar al duque -terció Grace.
La voz le sonó algo aterrada, y no sabía por qué se sentía tan angustiada. Tal vez porque Thomas era la única persona que le había hecho soportable la vida esos últimos cinco años. Si no hubiera sido por él, habría olvidado el sonido de su risa.
Le caía bien el señor Audley. Con toda sinceridad, le caía demasiado bien, pero no permitiría que la viuda le entregara a él el patrimonio de Thomas mientras desayunaban.
– Señorita Eversleigh… -dijo la viuda, mordaz, para comenzar una feroz reprimenda.
– Estoy de acuerdo con la señorita Eversleigh -terció el señor Audley tranquilamente-. Deberíamos esperar a que esté presente el duque.
Pero la viuda no estaba dispuesta a esperar a nadie. Y su expresión era un tercio formidable y dos tercios desafiante al decir:
– Debemos viajar a Irlanda. Mañana, si conseguimos organizarlo.
CAPÍTULO 10
La reacción habitual de Jack cuando le decían algo desagradable, ya fuera una información, una noticia o una orden, era sonreír. Esa era su reacción a las cosas agradables también, por supuesto, pero cualquiera puede sonreír cuando le hacen un cumplido. Hace falta talento para curvar las comisuras de los labios hacia arriba cuando se recibe la orden, digamos, de limpiar el bacín de un dormitorio o escabullirse detrás de las líneas enemigas para determinar el número de soldados.
Pero generalmente lo conseguía. Ya fuera sacar excremento, avanzar indefenso por entre los franceses, siempre reaccionaba con una broma irónica y una sonrisa indolente.
Eso no era algo que hubiera tenido que cultivar. En realidad, la comadrona que lo trajo al mundo juró hasta el día de su muerte que él era el único bebé que había visto salir del útero de su madre sonriendo.
No le gustaban los conflictos. Nunca le habían gustado, lo que hacía bastante interesante haber elegido como profesión, primero la de militar y, luego, la de delincuente. Pero disparar un arma a un franchute anónimo o sacar un collar del cuello de una aristócrata sobrealimentada no le suponía ningún conflicto.
Conflicto, en su opinión, era algo personal. La traición de una amante, el insulto de un amigo; dos hermanos que rivalizan por la aprobación de su padre, una parienta pobre obligada a tragarse el orgullo. Entraña una mofa, o una voz chillona, y deja a la persona pensando si ha cometido una ofensa.
O decepcionado a la otra persona.
Había descubierto que, casi con un ciento por ciento de éxito, con una sonrisa y un comentario alegre podía reducir la tensión de casi cualquier situación. O cambiar de tema. Eso significaba que muy rara vez tenía que hablar de temas que no fueran de su elección.
Sin embargo, esta vez, enfrentado a la viuda y a su inesperada declaración (aunque debería haberla esperado), lo único que pudo hacer fue mirarla y decir:
– ¿Perdón?
– Debemos ir a Irlanda -repitió ella en ese tono autoritario con que había nacido-. De ninguna manera podremos llegar al fondo del asunto sin visitar el lugar de la boda. ¿Supongo que en las iglesias irlandesas llevan un registro?
Buen Dios, ¿creía que todos eran analfabetos? Se obligó a tragarse la bilis y dijo, secamente:
– Por supuesto.
– Estupendo. -La viuda volvió la atención a su comida, con todo ya bien establecido en su mente-. Averiguaremos quién celebró la ceremonia y obtendremos el registro.
Jack comenzó a flexionar y estirar los dedos debajo de la mesa; se sentía como si la sangre le fuera a explotar por los poros.
– ¿No preferiría enviar a alguien en su lugar? -preguntó.
La viuda lo miró como si estuviera mirando a un idiota.
– ¿A quién podría confiarle un asunto de tanta importancia? No, tengo que ir yo. Y tú, por supuesto, y Wyndham, ya que supongo que deseará ver también las pruebas.
El Jack normal no habría dejado pasar jamás ese comentario sin añadir un muy irónico «Eso diría yo», pero el Jack del momento, que estaba desesperado intentando imaginar una manera de ir a Irlanda sin que lo viera su tía, su tío y sus primos, se mordió el labio.
– ¿Señor Audley? -dijo Grace en voz baja.
No la miró. Se resistió a mirarla; ella vería más en su cara de lo que vería la viuda jamás.
– Por supuesto -dijo enérgicamente-. Claro que debemos ir.
Porque, ¿qué otra cosa podía decir? ¿«Lo siento terriblemente, pero no puedo ir a Irlanda puesto que maté a mi primo»?
Llevaba unos cuantos años sin alternar en sociedad, pero estaba bastante seguro de que eso no se consideraría un buen tema de conversación durante el desayuno.
Bueno, sabía que no había apretado el gatillo, sabía que no había obligado a Arthur a comprar una comisión para entrar en el ejército junto con él, y sabía, además, y eso era lo peor, que su tía ni soñaría con echarle la culpa de la muerte de Arthur.
Pero conocía a Arthur y, más importante aún, Arthur lo conocía a él mejor que nadie. Conocía todas sus fuerzas y todas sus debilidades, y cuando finalmente él cerró la puerta a su carrera universitaria y se marchó para seguir la carrera militar, Arthur se negó a dejarlo marchar solo.
Y los dos sabían por qué.
– Podría ser algo ambicioso intentar partir mañana -dijo Grace-. Tendrá que encontrar pasajes…
– ¡Bah! -exclamó la viuda-. El secretario de Wyndham puede arreglar eso. Ya es hora de que se gane el salario. Y si no es mañana, pues será pasado mañana.
– ¿Va a querer que la acompañe? -preguntó Grace en voz baja.
Jack estaba a punto de exclamar «Sí, maldita sea. Si no va ella yo no voy», pero se le adelantó la viuda, que, mirándola altivamente le dijo:
– Por supuesto. No creerá que voy a hacer un viaje como este sin acompañante, ¿verdad? No puedo llevar a ninguna criada, los chismes, ¿sabe?, así que necesitaré a alguien que me ayude a vestirme.
– Sabe que no soy muy buena para peinarla -señaló Grace.
Entonces, horror de horrores, Jack se rió. Fue una risa corta, teñida por un horrendo borboteo de nervios, pero bastó para que las damas interrumpieran la conversación para mirarlo.