Cerró los ojos y desvió la cara para que él no viera el torbellino en que estaba. Por el momento era simplemente el señor Audley, y no estaba muy por encima de ella. Pero seguía sonando en sus oídos la voz de la viuda, suave y amenazadora: «Si es que ese sigue siendo su título».
Se refería a Thomas, lógicamente. Pero también era cierto el equivalente; si Thomas no era Wyndham, lo era el señor Audley.
Y ese hombre, ese hombre que la había besado dos veces, haciéndola soñar con algo que escapaba a las paredes del castillo, viviría en el castillo. El título de duque no era solamente unas palabras puestas al final del nombre. Significaba tierras, significaba dinero, era la historia misma de Inglaterra colocada sobre los hombros de un hombre. Y si una cosa había aprendido en los cinco años que llevaba en Belgrave, era que los aristócratas son diferentes del resto de la humanidad. Mortales, sí, y sangran y lloran como todo el mundo, pero llevan consigo algo que los distingue, los separa, los hace distintos.
Mejores no eran; por mucho que la sermoneara la viuda sobre el tema, jamás creería eso. Pero sí eran diferentes. Además, estaban configurados por el conocimiento de su historia y sus papeles en ella.
Si el nacimiento del señor Audley fue legítimo, él era el duque de Wyndham y ella una solterona insensata por soñar con su cara.
Hizo una honda inspiración para recuperarse y cuando le pareció que tenía los nervios lo bastante calmados, se giró hacia él.
– ¿Qué parte del castillo le gustaría ver, señor Audley?
Él debió darse cuenta de que ese no era un momento para poner exigencias, porque contestó alegremente:
– Pues todo, lógicamente, pero me imagino que eso no es posible en una sola mañana. ¿Por donde sugiere que empecemos?
Él había estado muy interesado en los cuadros de su habitación esa noche, pensó ella, así que la galería le pareció un lugar lógico para empezar.
– ¿Por la galería?
– ¿Y contemplar las caras amistosas de mis supuestos antepasados? -Se le agitaron las ventanillas de la nariz, y casi dio la impresión de que se había tragado algo desagradable-. Creo que no. Ya he tenido bastante de antepasados para una mañana, gracias.
– Estos antepasados ya están muertos -musitó Grace, sin poder creer que tenía el descaro para decir eso.
– Que es como los prefiero, pero no esta mañana.
Ella miró hacia el otro lado del corredor, donde se veía la luz del sol que entraba por una ventana.
– Podría enseñarle los jardines.
– No voy vestido para eso.
– El invernadero.
Él se dio un golpecito en la oreja.
– Hecho de lata, me temo.
Ella apretó los labios para no reírse, y pasado un momento, preguntó:
– ¿Tiene pensado algún lugar?
– Muchos -contestó él al instante-, pero dejarían destrozada su reputación.
– Señor Aud…
– Jack -le recordó él y, por lo que fuera, disminuyó el espacio entre ellos-. Anoche me llamó Jack.
Grace no se movió, aun cuando le hormigueaban los talones por retroceder. Él no estaba tan cerca como para besarla, y ni siquiera para rozarle casualmente el brazo con la mano. Pero de pronto sintió vacíos de aire los pulmones y el corazón acelerado con latidos irregulares.
Sintió la palabra formándose en su lengua: Jack. Pero no podía decirla. No en ese momento, con la imagen de él como duque todavía fresca en la mente.
– Señor Audley -dijo, y aunque intentó decirlo con severidad no lo consiguió del todo.
– Estoy destrozado -dijo él, justo con la nota exacta de frivolidad para que ella recuperara la serenidad-. Pero continuaré, por penoso que sea.
– Sí, tiene aspecto de sentirse muy desanimado.
Él arqueó una ceja.
– ¿He notado sarcasmo?
– Sólo un poquito.
– Bueno, porque le aseguro -se golpeó el corazón- que por dentro me estoy muriendo.
Ella se rió, pero intentó contenerse, así que la risa le salió más parecida a un bufido. Debería sentirse azorada; si hubiera otra persona se habría sentido; pero él le había devuelto la serenidad, así que sintió deseos de sonreír. ¿Se daría cuenta él del talento que requería eso: convertir cualquier conversación en una sonrisa?
– Venga conmigo, señor Audley -dijo, indicándole con un gesto que la acompañara por el corredor-. Le enseñaré mi sala favorita.
– ¿Hay cupidos?
Ella pestañeó.
– ¿Perdón?
– Esta mañana me atacaron los cupidos -dijo él, encogiéndose de hombros como si eso fuera algo que le ocurría cada día-. En mi vestidor.
Nuevamente ella sonrió, esta vez con una sonrisa más ancha.
– Ah, lo había olvidado. Es como demasiado, ¿no?
– A no ser que a uno le gusten los bebés desnudos.
Nuevamente la risa le salió como un bufido.
– ¿Tiene algo en la garganta? -preguntó él, todo inocencia.
Ella le dirigió una mirada irónica.
– Creo que el vestidor fue decorado por la bisabuela del actual duque.
– Sí, ya había supuesto que no fue la viuda -dijo él alegremente-. No me parece del tipo que le gusten los querubines de ninguna calaña.
La imagen que le vino a la mente con eso la hizo reír fuerte.
– Por fin -dijo él, y al ver su expresión de curiosidad, añadió-: Estaba pensando que se iba a ahogar por reprimir la risa.
– Parece que usted también ha recobrado el ánimo -observó ella.
– Para eso sólo hacía falta retirar mi presencia de la presencia de «ella».
– Pero si sólo conoció a la viuda ayer. Supongo que antes ya habrá vivido algún acontecimiento desagradable.
Él sonrió de oreja a oreja.
– He sido feliz desde el momento en que nací.
– Oh, vamos, señor Audley.
– Jamás reconozco mis estados de ánimo negativos.
– ¿Simplemente los experimenta? -preguntó ella, con las cejas arqueadas.
Él se rió.
– Pues sí.
Caminaron amigablemente hacia la parte de atrás de la casa y de pronto él le preguntó hacia dónde iban.
– No se lo diré -repuso ella tratando de desentenderse de la tonta sensación de expectación que comenzaba a discurrir por ella-. Dicho con palabras no parece nada especial.
– Sólo otro salón, ¿eh?
Para todos los demás, tal vez, pero para ella era un lugar mágico.
– ¿Cuántos hay, por cierto?
Ella se detuvo, intentando contarlos.
– No lo sé bien. La viuda sólo prefiere tres, así que rara vez usamos los otros.
– ¿Polvorientos y mohosos?
Ella sonrió.
– Los limpian cada día.
– Ah, claro -dijo él, mirando alrededor.
Ella lo observó y le pareció que no se veía amilanado por la grandeza que lo rodeaba, sólo parecía divertido.
No, no divertido. Era más bien una especie de incredulidad sarcástica, como si estuviera pensando si podría trocar todo eso por ser secuestrado por una duquesa viuda distinta; tal vez una con un castillo más pequeño.
– Un penique por sus pensamientos, señorita Eversleigh -dijo él-, aunque estoy seguro de que valen una libra.
– Más -dijo ella por encima del hombro.
El humor de él era contagioso, y se sentía coqueta. Eso le era desconocido. Desconocido y agradable.
Él levantó las manos en gesto de rendición.
– Un precio demasiado elevado. Sólo soy un bandolero pobre.
Ella ladeó la cabeza.
– ¿Eso no lo hace un bandolero sin éxito?
– Tocado, pero, ay de mí, no es cierto. He tenido una carrera muy lucrativa. La vida de ladrón le va a la perfección a mis talentos.
– ¿Sus talentos son apuntar con un arma y despojar de sus collares los cuellos de las damas?
– Las «hechizo» para que se los quiten antes -dijo él, moviendo la cabeza como si estuviera muy ofendido-. Tenga la amabilidad de hacer esa distinción.
– Vamos, por favor.
– A usted la hechicé.