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– Pues no -repuso ella, indignada.

Antes que ella pudiera apartarse, él le cogió la mano y la llevó a sus labios.

– Recuerde esa noche, señorita Eversleigh. La luz de la luna, la suave brisa.

– No había brisa.

– Me está estropeando el recuerdo -gruñó él.

– No había brisa. Le está añadiendo romanticismo al encuentro.

– ¿Y no es capaz de comprenderme? -dijo él, sonriéndole travieso-. Nunca sé quien va a salir por la puerta del coche. La mayoría de las veces es un tejón viejo resollando.

Lo primero que pensó Grace fue preguntarle si con «tejón» se refería a un hombre o a una mujer, pero decidió que con eso sólo le daría aliento. Además, no le había soltado la mano y le estaba acariciando la palma con el pulgar, y esas caricias le limitaban gravemente la capacidad para encontrar una respuesta ingeniosa.

– ¿Adónde me lleva, señorita Eversleigh? -preguntó él, apenas en un murmullo, rozándole la piel con su aliento.

La estaba besando otra vez, y se le estremeció todo el brazo por la excitación.

– A la vuelta de la esquina -susurró.

Al parecer la voz la había abandonado, y escasamente podía respirar.

Entonces él se enderezó, pero no le soltó la mano.

– Guíeme, señorita Eversleigh.

Y ella lo guió, tironeándole suavemente de la mano en dirección a su destino. Para todos sólo era un salón, decorado en colores crema y dorado, con un ocasional toque de verde menta claro. El horario y las actividades impuestos por la viuda le habían dado motivos para entrar ahí a esa hora de la mañana, cuando el sol todavía estaba bajo en el horizonte.

A primera hora de la mañana, el aire parecía vibrar, con un color casi dorado por la luz; a esa hora, en que la luz del sol entraba por las ventanas de ese alejado salón sin nombre, el mundo parecía resplandecer. A media mañana sólo sería un salón lujosamente decorado, pero en ese momento, en que todavía cantaban las alondras fuera, era mágico.

Si él no veía eso…

Bueno, no sabía que significaría si él no veía eso, pero sería decepcionante. Era algo insignificante, sin ningún sentido para nadie aparte de ella, sin embargo…

Deseaba que él viera la simple magia de la luz de la mañana; la belleza y agrado de la única habitación de Belgrave que casi podía imaginarse que era suya.

– Casi hemos llegado -dijo, un poco sin aliento por la expectación.

La puerta estaba abierta y mientras se acercaban vio la luz que caía oblicua iluminando el liso suelo. Tenía un color dorado y veía cada mota del polvo que flotaba en el aire.

– ¿Hay un coro secreto? -bromeó él-. ¿Una casa de fieras fantástica?

– Nada tan vulgar -repuso ella-. Pero cierre los ojos. Debería verlo al instante.

Él le cogió las dos manos y, de cara a ella, las puso sobre sus ojos. Eso la acercó terriblemente a él, con los brazos levantados, el corpiño de su vestido a poquísima distancia de la fina chaqueta de él. Qué fácil sería apoyarse en él y suspirar; podría bajar las manos, cerrar los ojos y acercar la cara a la suya; entonces él la besaría y ella se quedaría sin aliento, perdería su voluntad y el deseo de ser sólo ella en ese momento.

Deseó fundirse con su cuerpo. Deseó ser una parte de él. Y lo más raro de todo, ahí, en ese momento, bañados por la luz dorada, eso le pareció lo más natural del mundo.

Pero él tenía los ojos cerrados y se perdía una parte de la magia. Y se la perdía, porque si hubiera sentido todo lo que flotaba alrededor de ella y en su interior, no habría dicho con su voz más absolutamente encantadora:

– ¿Aún no hemos llegado?

– Casi -dijo ella.

Debería agradecer que se rompiera el momento. Debería sentirse aliviada por no haber hecho lo que sin duda lamentaría.

Pero no se sentía aliviada. Deseaba lamentarlo. Lo deseaba terriblemente. Deseaba hacer algo que sabía que no debía hacer, y deseaba yacer en la cama por la noche arropada por el recuerdo.

Pero no era tan valiente como para iniciar su propia caída. Así que, simplemente, lo llevó hasta la puerta abierta y dijo en voz baja:

– Hemos llegado.

CAPÍTULO 11

Jack miró y se quedó sin habla.

– Nadie viene aquí aparte de mí -dijo Grace en voz baja-. No sé por qué.

La luz. La luz del sol ondulaba en el aire al entrar por los irregulares vidrios de las ventanas.

– Es mágico, en invierno especialmente -continuó ella, con la voz algo entrecortada-. No sé explicarlo. Creo que el sol está más bajo. Y con la nieve…

Era la luz. Tenía que ser la luz. Era esa forma de vibrar, de rielar, sobre ella.

Se le oprimió el corazón. Lo golpeó como un puño esa necesidad, ese deseo avasallador. No podía hablar. Ni siquiera podía empezar a decir una sílaba.

– ¿Jack? -susurró ella, y eso bastó para sacarlo del trance.

– Grace.

Una sola palabra, pero fue una bendición. Eso era mucho más que deseo, era necesidad. Era algo indefinible, inexplicable, vivo, que vibraba dentro de él y sólo ella podía apaciguar. Si no la abrazaba, si no la acariciaba en ese mismo momento, algo moriría dentro de él.

Nada podía ser más aterrador para un hombre que intenta considerar la vida como una interminable serie de ironías y ocurrencias ingeniosas.

Abrió los brazos y la atrajo hacia sí bruscamente; sin delicadeza ni suavidad. No podía. Le era imposible en ese momento, en que la necesitaba tan terriblemente.

– Grace -repitió, porque eso era ella para él.

Encontraba imposible que sólo la conociera desde hacía un día. Ella era su gracia, su Grace, y era como si siempre hubiera estado dentro de él, esperando que por fin él abriera los ojos y la encontrara.

Ahuecó las manos en su cara; era un tesoro incalculable y sin embargo no lograba obligarse a tocarla con la reverencia que se merecía; tenía las manos torpes, el cuerpo agitado y vibrante. Sus ojos, tan claros, tan azules, podría ahogarse en ellos. Deseaba ahogarse en ellos, sumergirse en ella y no salir jamás.

Le rozó los labios con los suyos y se encontró inmerso en ella. Para él no existía nada fuera de esa mujer, en ese momento y tal vez incluso para todos los momentos del resto de su vida.

– Jack -suspiró ella.

Era la segunda vez esa mañana que lo llamaba por su nombre, y eso le hizo pasar oleadas de deseo por todo el cuerpo ya tenso.

– Grace -contestó.

No se atrevió a decir nada más, no fuera que por primera vez en su vida le fallara la elocuencia y le salieran mal las palabras; diría algo que significaría demasiado poco o tal vez algo que significaría demasiado. Y entonces ella sabría, si por algún milagro no lo sabía todavía, que lo había hechizado.

La besó ávida y apasionadamente, con todo el fuego que le ardía dentro. Bajó las manos por su espalda, memorizando la suave pendiente de su columna, y cuando llegó a las curvas más exuberantes de su trasero, no pudo evitarlo, la apretó a él con más fuerza. Estaba excitado, más de lo que habría podido imaginarse, y en lo único que podía pensar, si es que pensaba, era que la necesitaba más cerca, más cerca. Lo que fuera que pudiera conseguir, lo que fuera que pudiera tener, lo tomaría en ese momento.

– Grace -repitió, deslizándole la mano por la piel de las clavículas, justo por encima del recatado escote.

Ella se encogió y él detuvo el movimiento, sin poder imaginarse cómo podría apartarse. Pero ella le cubrió la mano con la suya y musitó:

– Estoy sorprendida.

Con las manos temblorosas deslizó los dedos por su piel, rozando la tela del borde del escote, de delicados volantes; creyó notar que a ella se le aceleraban los latidos con su caricia, y nunca en su vida había estado tan consciente de un solo sonido, el del aire al pasar por sus labios.

– Qué hermosa eres -musitó.

Y lo sorprendente fue que dijo eso sin siquiera mirarle la cara. Era simplemente su piel, su color blanco lechoso y el color rosa claro que dejaban sus dedos.