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Bajó la cabeza y le deslizó suave y tiernamente los labios por el hueco de la base de la garganta. Entonces ella ahogó una exclamación, o tal vez gimió, y echó lentamente la cabeza hacia atrás, en silenciosa aceptación. Lo había rodeado con los brazos y tenía las manos en su pelo. Entonces, sin siquiera pensar en lo que hacía, la levantó en los brazos y, atravesando la sala, la depositó en el ancho sofá situado cerca de la ventana, bañado por la mágica luz del sol que los había seducido a los dos.

Estuvo un momento arrodillado a su lado, sin poder hacer otra cosa que contemplarla, hasta que finalmente le acarició la mejilla con la mano temblorosa. Ella lo estaba mirando y en sus ojos él vio maravilla, expectación y, sí, un poco de nerviosismo.

Pero también había confianza. Lo deseaba. A él, no a ningún otro. Nunca antes la habían besado, de eso estaba seguro. Podría haber aceptado un beso antes si hubiera querido, de eso estaba más seguro aún. Una mujer de la belleza de Grace no llega a su edad sin haber rechazado muchísimas atenciones e insinuaciones.

Había esperado. Lo había esperado a él.

Así arrodillado se inclinó a besarla, bajando suavemente la mano desde su mejilla al hombro y de ahí a su cadera. Se intensificó su pasión, y la de ella también. Le correspondía el beso con un entusiasmo indocto que le quitaba el aliento.

– Grace, Grace -gimió, con la boca sobre la de ella.

Buscó la orilla del vestido y metió la mano por debajo, cogiéndole el esbelto tobillo. Y de ahí la fue deslizando hacia arriba, hasta llegar a la rodilla. Continuó hacia arriba, por el muslo, hasta que no lo pudo soportar y subió al sofá, cubriéndola en parte con su cuerpo.

Bajó los labios hacia su cuello y la sintió hacer una fuerte inspiración con la boca en su mejilla. Pero no dijo no. No le cubrió la mano con la suya para impedirle que continuara el deslizamiento. No hizo nada, aparte de susurrar su nombre y arquear las caderas.

Ella no podía saber qué significaba ese movimiento, no podía saber qué le produciría a él, pero esa ligera presión al arquearse, apretándose a su miembro excitado, lo llevó al máximo del deseo y necesidad.

Continuó besándole el cuello, bajando hasta la suave elevación de su pecho, y sus labios encontraron la orilla del escote por donde había pasado los dedos antes. Se incorporó, apartándose de ella un poquito, lo suficiente para poder pasar un dedo por debajo de la orilla del vestido, para introducir la mano, o tal vez levantarla a ella, lo que fuera necesario para liberarla a sus caricias.

Pero justo cuando iba deslizando la mano hacia su destino, justo cuando le faltaba un glorioso segundo para ahuecar la mano en su entrepierna, piel con piel, sintiendo el roce de la rígida tela en la palma, ella emitió una exclamación; suave, de sorpresa.

Y de consternación.

– No, no puedo.

Con un brusco movimiento se liberó de él y se puso de pie, arreglándose el vestido. Le temblaban las manos; era más que temblor, parecían llenas de una energía extraña, nerviosa, y cuando la miró a los ojos, se sintió como si lo perforara con un cuchillo.

No era repugnancia lo que vio; no era miedo. Era angustia.

– Grace -le dijo, acercándosele-. ¿Qué te pasa?

– Lo siento -dijo ella, retrocediendo-. No… no debería haber… No ahora. No hasta… -Rápidamente se cubrió la boca con una mano.

– ¿No hasta…? ¿Grace? ¿No hasta qué?

– Lo siento -repitió ella, confirmándole la creencia de que esas eran las dos palabras peores del idioma. Se inclinó en una rápida y mecánica reverencia-. Debo irme.

Entonces salió corriendo de la sala, dejándolo absolutamente solo. Estuvo un minuto entero mirando la puerta, tratando de imaginar qué había ocurrido. Y sólo cuando finalmente salió al corredor cayó en la cuenta de que no tenía la menor idea de cómo llegar a su dormitorio.

Grace pasó por los corredores de Belgrave medio caminando, medio saltando y medio corriendo, en fin, lo que hiciera falta para llegar a su dormitorio con igual medida de dignidad y rapidez. Si los criados la veían (y no lograba imaginarse que no la vieran; esa mañana parecían estar por todas partes), sin duda sentirían curiosidad por saber qué la afligía.

La viuda no la esperaba. Sin duda creía que le estaba haciendo el recorrido de la casa al señor Audley. Tenía por lo menos una hora antes de que tuviera que mostrarse de nuevo en público.

Buen Dios, ¿qué había hecho? Si finalmente no se hubiera acordado de sí misma, recordado quién era él y quién podría ser, le habría permitido continuar. Había deseado que continuara, lo había deseado con un ardor que la horrorizaba. Cuando él le cogió la mano, cuando la abrazó, despertó algo en ella.

No. Eso se le despertó dos noches atrás. Esa noche a la luz de la luna, fuera del coche, nació algo dentro de ella. Y en ese momento…

Se sentó en la cama, deseando esconderse debajo de las mantas, pero continuó sentada mirando la pared. No había vuelta atrás. Es imposible no haber sido besada una vez que ya se han besado.

Haciendo una inspiración nerviosa, o tal vez emitiendo una risa histérica, se cubrió la cara con las dos manos. ¿Cómo había podido elegir al hombre menos conveniente para enamorarse? No, sus sentimientos no eran de enamoramiento, se dijo, para tranquilizarse, pero no era tan tonta como para no reconocer sus inclinaciones. Si se permitía… Si le permitía a él…

Se enamoraría.

Santo cielo.

O bien él era un bandolero, y estaba destinada a asociarse con un forajido, o bien era el verdadero duque de Wyndham, en cuyo caso…

Se rió, porque eso era francamente divertido. Tenía que ser divertido. Si no era divertido sólo podía ser trágico, y no se veía capaz de arreglárselas con eso en ese momento.

Fabuloso. Tal vez se estaba enamorando del duque de Wyndham. Bueno, eso sí era fenomenal. Vamos a ver, ¿en cuantos sentidos eso era un desastre? Él sería su empleador, para empezar, el dueño de la casa en la que ella vivía, y su rango estaría tan por encima suyo, que la distancia era casi inconmensurable.

Y luego estaba Amelia. Estaba claro que no hacía buena pareja con Thomas, pero tenía todo el derecho a suponer que sería la duquesa de Wyndham cuando se casara. No lograba ni imaginarse lo maleducada y arribista que parecería a los ojos de las Willoughby, sus buenas amigas, si alguien la veía arrojándose a los brazos del nuevo duque.

Cerrando los ojos se tocó los labios con las yemas de los dedos. Si hacía respiraciones bastante profundas casi se relajaría. Aunque seguía casi sintiendo la presencia de él, sus caricias, el calor de su piel.

Horrendo.

Maravilloso.

Era una idiota.

Se tumbó en la cama haciendo una larga y cansina espiración Curioso cuánto había deseado un cambio, algo que rompiera la monotonía de sus días atendiendo a la viuda. Pues sí que es burlona la vida, ¿eh? Y el amor…

El amor es la broma más cruel de todas.

– Ha venido a verla lady Amelia, señorita Eversleigh.

Grace se incorporó bruscamente, pestañeando. Debió quedarse dormida. No recordaba la última vez que se quedó dormida a mediodía.

– ¿Lady Amelia? -repitió, sorprendida-. ¿Con lady Elizabeth?

– No señorita. Ha venido sola.

Grace se sentó bien, con la espalda derecha, y flexionó los pies y las manos para despabilar su cuerpo.

– Qué curioso. Dile, por favor, que bajaré enseguida.

Una vez que salió la criada fue a mirarse en su pequeño espejo para arreglarse el pelo. Estaba peor de lo que suponía, aunque no podía saber si se lo desordenó el estar en la cama durmiendo o el señor Audley.

Sintió subir el rubor a las mejillas al recordarlo, y se quejó de eso con un gemido. Haciendo acopio de resolución, se puso bien las horquillas y salió de la habitación, caminando a un paso lo más enérgico posible, como si la velocidad y el par de hombros derechos fueran a mantener a raya todas sus preocupaciones.