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Pero ya era demasiado tarde. Aunque intentara mentir y retractarse, la viuda no descansaría hasta que hubiera dejado surcada toda Irlanda con sus huellas en busca del documento que certificaba el matrimonio.

Ella deseaba que él heredara, esto estaba muy claro. Era difícil imaginársela queriendo a alguien, pero al parecer había adorado a su segundo hijo.

Su padre.

Y aunque la viuda no había demostrado tenerle ningún afecto especial (y no es que él se hubiera tomado la molestia de hacer o decir algo para impresionarla), estaba claro que lo prefería a él antes que a su otro nieto. No tenía ni idea de qué podría haber ocurrido entre ella y el actual duque, si es que había ocurrido algo. Pero había muy poco afecto entre ellos.

Reconociendo finalmente la derrota y renunciando a la idea de dormir, se levantó y fue a asomarse a la ventana. El sol ya estaba brillante y alto en el cielo, y de pronto se apoderó de él la necesidad de salir al aire libre, o, mejor dicho, fuera de Belgrave. Curioso que uno pudiera sentirse tan encerrado en un edificio tan grande. Pero se sentía y deseaba salir.

Atravesó la habitación y cogió su chaqueta. Se veía satisfactoriamente desaliñada encima del fino atuendo de Wyndham que se había puesto esa mañana. Casi deseó encontrarse con la viuda, para que lo viera con la chaqueta toda polvorienta y desgastada por el uso en las carreteras.

Casi lo deseó, sólo casi.

A pasos largos y rápidos bajó en dirección al vestíbulo de entrada, más o menos el único lugar al que sabía llegar. Sus pasos resonaban desagradablemente sobre el mármol. Todo hacía eco en esa casa. Era demasiado grande, demasiado impersonal, demasiado…

– ¿Thomas?

Se detuvo. Era una voz femenina. No la de Grace. Joven; dudosa de su entorno.

– ¿Es…? Ah, perdone.

Era una chica, de estatura media, rubia, ojos castaños bastante atractivos. Estaba cerca de la puerta del salón al que lo llevaron el día anterior. Tenía las mejillas deliciosamente sonrosadas, con unas cuantas pecas que seguro ella detestaba (todas las mujeres detestan sus pecas, ya lo sabía). Había en ella algo excepcionalmente agradable. Si no estuviera tan obsesionado por Grace, coquetearía con ella.

– Lamento decepcionarla -dijo, sonriendo travieso.

Eso no era coqueteo, era su manera de conversar con todas las damas; la diferencia está en la intención.

– No, no, fue un error mío. Estaba sentada ahí. -Hizo un gesto hacia atrás, hacia un conjunto de sillones-. Cuando le vi pasar me pareció que era el duque.

Tenía que ser la novia, comprendió Jack. Muy interesante; encontró difícil imaginar por qué Wyndham le daba largas a la boda. Se inclinó en una elegante venia.

– Capitán Jack Audley, para servirla, señora.

Hacía tiempo que no se presentaba con su rango militar, pero le pareció que era lo apropiado.

Ella se inclinó en una cortés reverencia.

– Lady Amelia Willoughby.

– La novia de Wyndham.

– ¿Le conoce, entonces? Ah, bueno, claro que le conoce. Es un huésped aquí. Ah, debe de ser su compañero de esgrima.

El día se iba poniendo más interesante por momentos.

– ¿Le habló de mí?

– No mucho -repuso ella.

Pestañeó mirándole un lugar que no eran sus ojos. Él cayó en la cuenta de que le estaba mirando la mejilla, en la que todavía tenía el moretón adquirido en la pelea con su novio el día anterior.

– Ah, esto -dijo aparentado una leve vergüenza-. Se ve mucho peor de lo que es en realidad.

Ella deseó preguntarle cómo se lo hizo; lo vio en sus ojos. ¿Le habría visto el ojo morado a Wyndham? Sin duda eso le habría despertado la curiosidad.

– Dígame, lady Amelia, ¿de qué color está hoy? -preguntó cordialmente.

– ¿Su mejilla? -preguntó ella, algo sorprendida.

– Sí. Los moretones tienden a verse peores con el paso del tiempo, ¿se ha fijado? Ayer era bastante púrpura, casi púrpura regio, mezclado con matices azules. No me lo he mirado en el espejo estas últimas horas. -Giró la cabeza para que ella se lo viera mejor-. ¿Sigue igual de atractivo?

Ella agrandó los ojos, al parecer sin saber qué decir. Él pensó que tal vez no estaba acostumbrada a que los hombres coquetearan con ella. Vergonzoso por parte de Wyndham; le había hecho un muy mal servicio.

– Esto… no -contestó ella entonces-. Yo no lo llamaría atractivo.

Él se rió.

– No tiene pelos en la lengua, ¿eh?

– Creo que esos matices azules de los que estaba tan orgulloso se han vuelto un poco verdes.

– ¿Para hacer juego con mis ojos? -dijo él sonriendo.

– No -dijo ella, al parecer inmune a sus encantos-, no con el púrpura encima. Se ve bastante horrendo.

– ¿Púrpura mezclado con verde hace…?

– Un desastre.

Jack volvió a reírse.

– Es usted encantadora, lady Amelia. Pero no me cabe duda de que su novio le dice eso en todas las ocasiones posibles.

Ella no contestó. Y no podía contestar, lógicamente. Las únicas respuestas posibles eran sí, con lo que revelaría engreimiento, o no, con lo que revelaría la negligencia de Wyndham. Una dama no desea revelar ninguna de esas dos cosas al mundo.

– ¿Le espera a él aquí? -preguntó, diciéndose que era el momento de poner fin a la conversación.

Lady Amelia era encantadora, y no podía negar que sentía cierta diversión por conocerla y hablar con ella sin que lo supiera Wyndham, pero de todos modos se sentía algo tenso por dentro y no veía la hora de salir al aire libre.

– No -repuso ella-, sólo… -Se aclaró la garganta-. He venido a ver a la señorita Eversleigh.

¿A Grace? ¿Y quién podía decir que un hombre no puede tomar aire fresco en un salón? Sólo hay que abrir una ventana.

– ¿Conoce a la señorita Eversleigh? -preguntó lady Amelia.

– Sí. Es muy hermosa.

– Sí. -Guardó silencio un momento, justo el suficiente para que él sintiera curiosidad-. Es muy admirada por todo el mundo.

A él se le ocurrió que podría crearle un problema a Wyndham. Una sencilla frase musitada haría muchísimo: «Tiene que ser difícil para usted, con una dama tan hermosa residiendo aquí en Belgrave». Pero le crearía un problema igual a Grace, y eso no estaba dispuesto a hacerlo. Así pues, se decidió por lo soso y aburrido:

– ¿Se conocen usted y la señorita Eversleigh?

– Sí, o sea, no. Somos más que conocidas. Conozco a Grace desde que éramos niñas. Es muy amiga de mi hermana mayor.

– De usted también, seguro.

– Por supuesto. Pero lo es más de mi hermana. Son de la misma edad, ¿sabe?

– Ah, la triste realidad de la hermana menor.

– ¿Ha tenido esa experiencia?

– No, no -repuso él, sonriendo de oreja a oreja-. Era yo el que no hacía caso de los pegotes.

Recordó su vida con los Audley. Edward era seis meses menor, y Arthur dieciocho meses mayor. Al pobre Arthur no le habían permitido participar en muchas de sus travesuras. Sin embargo, ¿quién se lo iba a imaginar?, fue con Arthur con quien formó los lazos más fuertes después.

Arthur era increíblemente perceptivo; tenían eso en común. Él siempre había sido bueno para interpretar a las personas; tenía que serlo; a veces era su única manera de obtener información. Pero cuando era niño consideraba a Arthur un molesto cachorrito. Sólo cuando los dos estaban estudiando en Portora Royal se dio cuenta de que Arthur lo veía todo también.

Y aunque Arthur nunca le hizo ningún comentario, era consciente de que también lo sabía todo acerca de él.

Pero no era el momento para ponerse sentimental, estando en compañía de una dama encantadora y con la promesa de la llegada de otra en cualquier momento. Así pues, puso en primer lugar pensamientos más felices sobre Arthur y dijo:

– Fui el mayor de la camada. Una posición afortunada, creo. Habría sido muy desgraciado si no hubiera estado al mando.