Cuando llegaron a la casa, buscó a una persona para que atendiera al cochero y luego fue a atender a la viuda, todo ese tiempo sin parar de pensar:
¿Quién era él?
El bandolero. Había dicho que en otro tiempo su apellido era Cavendish. ¿Podría ser el nieto de la duquesa viuda? Le habían dicho que John Cavendish murió sin descendencia, pero no sería el primer noble joven que dejaba el campo sembrado de hijos ilegítimos.
Aunque él dijo que su apellido era Cavendish, o, mejor dicho, que había sido Cavendish. Lo cual significaba…
Movió la cabeza, agotada. Estaba tan cansada que no era capaz de pensar, y sin embargo parecía que lo único que podía hacer era pensar. ¿Qué significaba que el apellido del bandolero fuera Cavendish? ¿Podía un hijo ilegítimo llevar el apellido de su padre?
No tenía la menor idea. Jamás en su vida había conocido a un hijo bastardo, al menos no a uno de origen noble. Pero sabía de hombres que se habían cambiado el apellido. El hijo del párroco se había ido a vivir con unos parientes cuando era pequeño, y la última vez que vino de visita se presentó con otro apellido. Al parecer, entonces, un hijo ilegítimo podía ponerse el apellido que quisiera. Y aunque no fuera legal hacerlo, un bandolero no se iba a preocupar por esos tecnicismos, ¿no?
Se tocó la boca, intentando simular que no le gustaban los estremecimientos de excitación que pasaron por toda ella al recordar. Él la había besado. Ese había sido su primer beso, y no sabía quién era él.
Conocía su olor, conocía el calor de su piel y la aterciopelada suavidad de sus labios, pero no conocía su nombre.
No entero, al menos.
– ¡Grace! ¡Grace!
Se levantó cansinamente. Había dejado entreabierta la puerta para oírla si la llamaba, y no se había equivocado: volvía a llamarla. La viuda debía seguir muy trastornada; rara vez la llamaba por su nombre de pila; era más difícil decirlo de manera autoritaria que «señorita Eversleigh».
Entró a toda prisa en el dormitorio.
– ¿Se le ofrece algo? -preguntó, procurando que la voz no le saliera cansada ni resentida.
La viuda estaba sentada en la cama, bueno, no del todo sentada, más bien reclinada, solamente la cabeza levantada sobre las almohadas. Parecía estar tremendamente incómoda, pero la última vez que intentó acomodarla mejor casi le arrancó la cabeza.
– ¿Dónde estaba?
Le pareció que esa pregunta no necesitaba respuesta, pero de todos modos contestó:
– Aquí, al otro lado de la puerta, señora.
– Necesito que me traiga una cosa -dijo la viuda, y parecía más agitada que imperiosa.
– ¿Qué desea que le traiga, excelencia?
– Necesito el retrato de John.
Grace la miró sin comprender.
– ¡No se quede ahí detenida! -exclamó la viuda, o más bien gritó.
– Pero, señora -protestó Grace, retrocediendo de un salto-. Le he traído los tres retratos en miniatura y…
– No, no, no -exclamó la viuda, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre las almohadas-. Necesito el retrato. El de la galería.
– El retrato -repitió Grace.
Eran las tres y media de la madrugada, y tal vez estuviera atontada por el agotamiento, pero creía que le acababan de ordenar que descolgara un retrato de cuerpo entero de una pared y lo subiera dos tramos de escalera hasta ese dormitorio.
– Sabe cuál es -dijo la viuda-. Él está de pie junto al árbol y hay destellos en sus ojos.
Grace pestañeó, tratando de asimilar eso.
– Sólo está ese, creo.
– Sí -dijo la viuda, con la voz bastante chillona por su urgencia-. Hay destellos en sus ojos.
– Quiere que lo traiga aquí.
– No tengo otro dormitorio -ladró la viuda.
– Muy bien. -Tragó saliva; buen Dios, ¿cómo se las iba a arreglar para hacer eso?-. Me llevará un poco de tiempo.
– Simplemente súbase en una silla y saque el maldito cuadro. No es necesario que…
Le vino un acceso de tos y se le dobló el cuerpo. Grace corrió hasta la cama.
– ¡Señora, señora! -exclamó, rodeándole la espalda con el brazo para enderezarla-. Por favor, señora. Debe intentar tranquilizarse. Se va a hacer daño.
La viuda tosió unas cuantas veces más, bebió un largo trago de leche caliente, después soltó una maldición y cogió la copa de coñac. La apuró de un trago.
– Le haré daño a usted -resolló, dejando la copa en la mesilla de noche, con un golpe-, si no me trae ese retrato.
Grace tragó saliva y asintió.
– Como quiera, señora.
Salió a toda prisa y cuando ya estaba fuera de la vista de la viuda se apoyó en la pared del corredor.
Qué bien había comenzado esa noche. Y ahora había que verla. Había tenido una pistola apuntada al corazón, la besó un hombre cuya próxima cita era sin duda con la horca y ahora la viuda quería que sacara un enorme retrato de cuerpo entero de la galería y se lo subiera.
A las tres y media de la madrugada.
– De ninguna manera me paga bastante -masculló en voz baja mientras iba bajando la escalera-. No existe cantidad de dinero suficiente que…
– ¿Grace?
Se detuvo en seco y con el impulso se saltó el último peldaño. Al instante unas manos grandes le cogieron los brazos para afirmarla. Levantó la vista, aunque ya sabía quién tenía que ser. Thomas Cavendish era el nieto de la duquesa viuda; también era el duque de Wyndham y por lo tanto sin duda el hombre más poderoso del distrito. Estaba en Londres casi con la misma frecuencia con que estaba en Belgrave, pero ella había llegado a conocerlo bastante bien en los cinco años que llevaba trabajando de dama de compañía de la viuda.
Eran amigos. La situación era extraña y totalmente inesperada, dada la diferencia de rango entre ellos, pero eran amigos.
– Excelencia -dijo, aun cuando hacía mucho tiempo que él le había ordenado que lo tuteara y llamara por su nombre de pila cuando estaban en la casa.
Le agradeció con un gesto de asentimiento cuando él le soltó los brazos, retrocedió y bajó las manos a los costados; ya era demasiado tarde para pensar en títulos y maneras de tratarlo.
– ¿Qué diablos haces todavía en pie? -preguntó él-. Son pasadas las dos.
– Pasadas la tres, en realidad -enmendó ella, distraída.
Y entonces pensó, santo cielo, Thomas. Se despabiló del todo. ¿Qué debía decirle? ¿Debía contarle algo de lo ocurrido? No habría manera de ocultar que las había asaltado un bandolero, pero no sabía si debía revelar que podría haber un primo de primer grado recorriendo los caminos aligerando de sus objetos valiosos a los aristócratas de la localidad.
Porque, tomando todo en cuenta, podría no ser primo. Además, no tenía ningún sentido preocuparlo innecesariamente.
– ¿Grace?
Ella movió la cabeza.
– Perdón, ¿qué has dicho?
– ¿Por qué andas vagando por los corredores?
– Tu abuela no se siente bien -dijo y, desesperada por cambiar de tema, añadió-: Llegas tarde a casa.
– Tenía asuntos que atender en Stamford -repuso él secamente.
Su amante. Si fuera cualquier otra cosa su respuesta no habría sido esa. Pero era extraño que hubiera llegado a casa. Normalmente se quedaba a pasar la noche. A pesar de ser de cuna respetable, ella era una criada en Belgrave, y como tal se enteraba de casi todos los chismes. Si el duque se quedaba fuera toda la noche, por lo general ella se enteraba.
– Tuvimos una noche… algo agitada -dijo.
Él la miró expectante.
Ella titubeó un momento y luego, bueno, no había nada que hacer aparte de decir:
– Nos asaltaron unos bandoleros.
– Buen Dios -exclamó él al instante-. ¿Estás bien? ¿Está bien mi abuela?
– No sufrimos daño ninguna de las dos, aunque nuestro cochero tiene un feo chichón en la cabeza. Me tomé la libertad de darle tres días libres para que se recupere.
– Por supuesto. -Cerró los ojos con expresión apenada, y al abrirlos dijo-: Debo pedir disculpas. Debería haber insistido en que llevarais más de un jinete de escolta.