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Eso era lo que deseaba, y cuando tenía el valor para ser sincera consigo misma, sabía que lo deseaba con él.

Pero no solía ser sincera consigo misma. ¿De qué le serviría? Él no sabía quién era; ¿cómo podía saber qué soñar?

Se estaba protegiendo, reteniendo el corazón dentro de una armadura, hasta que tuviera una respuesta. Porque si él era el duque de Wyndham, ella era una idiota.

Con lo hermosa y elegante que era la casa Belgrave, Jack prefería con mucho pasar su tiempo al aire libre, y ahora que habían trasladado a su caballo al establo de ahí (donde sin duda estaba muy feliz con las innumerables zanahorias y el calor de su corral), había tomado la costumbre de cabalgar todas las mañanas.

Aunque eso no era muy diferente de su costumbre anterior: normalmente se encontraba montado a caballo a última hora de la mañana. La diferencia estaba en que antes cabalgaba hacia alguna parte o, de vez en cuando, iba huyendo de alguna parte. Ahora salía a cabalgar por deporte, para hacer un ejercicio saludable. Curiosa la vida de un caballero; el ejercicio físico se hacía con actividades organizadas y no con un día de honrado trabajo, como el resto de la sociedad.

O trabajo no honrado, como podía darse el caso.

Su cuarto día en Belgrave volvió a la casa (le costaba llamarlo castillo, aunque era eso; siempre lo hacía desear poner los ojos en blanco), sintiéndose vigorizado por el suave frío del aire en los campos.

Cuando subía la escalinata de la puerta principal se sorprendió mirando hacia todos lados con la esperanza de ver a Grace, aun cuando era muy improbable que estuviera fuera. Siempre tenía la esperanza de ver un atisbo de ella, estuviera donde estuviera. Sólo verla le producía un revoloteo, una especie de efervescencia en el pecho. La mitad de las veces ella ni siquiera lo veía, y eso no le importaba. Pero si la miraba mucho rato (y siempre la miraba mucho rato, pues nunca tenía un buen motivo para mirar hacia otro lado) ella siempre lo sentía. Finalmente, ella sentía su presencia, aunque él estuviera en un ángulo raro o en la sombra, y se giraba hacia él.

Entonces sentía la tentación de hacer de seductor, mirándola con provocativa intensidad, para ver si ella se derretía y formaba un charco de gimiente deseo.

Pero nunca lo hacía. Porque lo único que podía hacer, siempre que ella lo miraba, era sonreír como un bobo enamorado. Y entonces se habría sentido fastidiado consigo mismo, pero ella siempre le correspondía la sonrisa, lo que nunca dejaba de transformar el revoloteo y la efervescencia en algo aun más burbujeante y dichoso.

Empujó la puerta, entró en el vestíbulo y se detuvo. Le llevó unos segundos adaptarse a la brusca falta de viento y le vino un tiritón no deseado, como si su cuerpo quisiera sacudirse el frío. Eso también le dio el tiempo para pasear la mirada por el vestíbulo y su diligencia fue recompensada.

Ahí estaba Grace, al fondo del largo vestíbulo, sin duda de ida o de vuelta de uno de los ridículos recados de la viuda.

– ¡Señorita Eversleigh! -gritó, para hacerse oír a esa distancia.

– Señor Audley -dijo ella sonriendo y caminando hacia él.

Él se quitó la chaqueta (presumiblemente robada del ropero del duque) y se la pasó a un lacayo, maravillándose, como siempre, de que los criados se materializaran como salidos de ninguna parte, siempre en el momento exacto en que se los necesitaba.

Alguien los había enseñado bien. No habían transcurrido tantos años de su tiempo en el ejército como para no apreciar eso.

Grace llegó a su lado antes que terminara de quitarse los guantes.

– ¿Ha salido a cabalgar?

– Sí, es un día perfecto para eso.

– ¿Aun con el viento?

– Es mejor con viento.

– ¿Supongo que se ha reunido con su caballo?

– Ah, sí, Lucy y yo formamos un buen equipo.

– ¿Monta una yegua?

– Un castrado.

Ella pestañeó, con curiosidad, no con extrañeza ni sorpresa.

– ¿Le puso Lucy a su castrado?

Él se encogió de hombros con cierto estilo teatral.

– Es una de esas historias que van perdiendo detalles a medida que se cuentan.

En realidad la historia era de borrachera, tres apuestas distintas y una inclinación a contrariar de la que no sabía si se sentía orgulloso.

– Yo no soy muy buena jinete -dijo ella, no como disculpa sino simplemente como una declaración.

– ¿Por elección o circunstancias?

– Un poco por las dos cosas -repuso ella, y pareció curiosa, como si nunca se hubiera hecho esa pregunta.

– Tendrá que acompañarme alguna vez.

Ella sonrió pesarosa.

– No creo que eso entre en mis deberes para con la duquesa.

Jack lo dudaba. Continuaba desconfiando de los motivos de la viuda en cuanto a Grace; parecía lanzarla en dirección a él en todas las ocasiones posibles, como una fruta madura colgada delante de su nariz para incitarlo a no marcharse. Eso lo encontraba bastante terrible, pero no se iba a negar el placer de la compañía de Grace sólo por fastidiar a la vieja bruja.

– Bah -dijo-, todas las mejores damas de compañía salen a cabalgar con los huéspedes de la casa.

– Ah, ¿de veras? -dijo ella, muy dudosa.

– Bueno, al menos en mi imaginación.

Ella movió la cabeza sin siquiera intentar reprimir la sonrisa.

– Señor Audley…

Pero él estaba mirando aquí y allá de una manera subrepticia casi cómica.

– Creo que estamos solos -susurró.

Ella se le acercó, sintiéndose muy traviesa.

– ¿Y eso significa…?

– Que puede llamarme Jack.

Ella simuló pensarlo.

– No, creo que no.

– No se lo diré a nadie.

– Mmm… -Arrugó la nariz y añadió con la mayor naturalidad-: No.

– Una vez me llamó por mi nombre.

Ella apretó los labios, no para reprimir una sonrisa sino una carcajada.

– Eso fue un error.

– Desde luego -dijo una voz.

Grace inspiró bruscamente y se giró a mirar. Era Thomas.

– ¿De dónde diablos ha salido? -masculló el señor Audley.

De la salita de estar, pensó Grace, abatida; la puerta estaba justo detrás de ellos. Thomas solía pasar su tiempo ahí, leyendo u ocupándose de su correspondencia. Decía que le gustaba la luz de la tarde.

Pero no era la tarde; y olía a coñac.

– Simpática conversación -dijo Thomas, con voz arrastrada, burlona-. Una de muchas, supongo.

– ¿Estaba escuchando? -dijo el señor Audley, afablemente-. Qué vergonzoso.

– Excelencia -dijo Grace-, yo…

– Thomas -interrumpió él, despectivo-. ¿No lo recuerdas? Me has llamado por mi nombre muchísimo más de una vez.

Grace sintió subir calor a las mejillas. No sabía cuánto había oído él de la conversación. Al parecer, la mayor parte.

– ¿Sí? -terció el señor Audley-. En ese caso, insisto en que me llame Jack. -Miró a Thomas y se encogió de hombros-. Es justo.

Thomas no contestó nada, aunque su expresión furiosa decía muchísimo.

– La llamaré Grace -dijo entonces el señor Audley mirándola a ella.

– De ninguna manera -ladró Thomas.

El señor Audley continuó tan tranquilo como siempre.

– ¿Siempre toma él estas decisiones en su lugar?

– Esta es mi casa -replicó Thomas.

– Posiblemente no por mucho tiempo.

Grace prácticamente se abalanzó, segura de que Thomas lo iba a golpear. Pero al final este simplemente se rió.

Se rió, pero su risa sonó horrenda.

– Sólo para que lo sepa -dijo, mirando a los ojos al señor Audley-, ella no viene con la casa.

Grace lo miró horrorizada.

– ¿Y qué quiere decir con eso? -preguntó el señor Audley, con la voz tan suave, tan educada, que era imposible no captar el tono acerado que contenía.

– Creo que lo sabe.

– Thomas -dijo Grace, con el fin de desviarle la atención.