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– Ah, muy en serio -dijo él, casi alegremente-. A excepción, tal vez, de la parte sobre Kent.

Ella lo miró sin comprender.

– Podría haberme quedado corto.

– Quedado corto -repitió ella.

– Tengo buenos motivos para evitar el sur.

– Santo cielo.

Esa era una exclamación tan propia de una dama que él casi se rió.

– Creo que no había conocido a ningún hombre que reconozca que es malo en entender los mapas -dijo ella, cuando ya se había recuperado.

– Le dije que soy especial -dijo él, añadiendo calor a su mirada, hasta hacerla ardiente.

– Vamos, pare. -No lo estaba mirando, al menos no a la cara, así que no vio su cambio de expresión, y tal vez por eso continuó con el mismo tono enérgico y animado-: He de decir que esto complica las cosas. La viuda me pidió que lo buscara para preguntarle si podía ayudarnos con las rutas una vez que desembarquemos en Dublín.

– Eso lo puedo hacer -dijo él, agitando una mano.

– ¿Sin un mapa?

– Íbamos con frecuencia en mis tiempos de escolar.

Ella lo miró y sonrió, casi nostálgica, como si pudiera verle los recuerdos.

– Apostaría a que no era el líder del grupo.

Él arqueó una ceja.

– ¿Sabe? Creo que muchas personas considerarían eso un insulto.

Ella curvó los labios y los ojos le brillaron de travesura.

– Ah, pero usted no.

Tenía razón, claro, aunque eso no se lo iba a decir.

– ¿Y por qué cree eso?

– Nunca desearía serlo.

– ¿Demasiada responsabilidad? -musitó él, pensando si sería eso lo que ella pensaba de él.

Ella abrió la boca y él comprendió que estaba a punto de decir que sí; entonces se ruborizó, desvió la vista y pasado un momento contestó:

– Usted tiene demasiado de rebelde. No desearía estar del lado de la administración.

– Ah, la «administración» -repitió él, sin poderlo evitar, divertido.

– No se burle de mi elección de la palabra.

– Bueno -declaró él, arqueando una ceja-. Espero que se dé cuenta de que eso se lo dice a un ex oficial del ejército de Su Majestad.

Ella descartó eso al instante.

– Debería haber dicho que le gusta considerarse un rebelde. Yo sospecho que en el fondo es tan convencional como todo el resto de nosotros.

Él guardó silencio un momento y luego dijo:

– Espero que se dé cuenta de que eso se lo dice a un ex bandolero que trabajaba en las carreteras de Su Majestad.

Cómo había podido decir eso con la cara seria no lo sabría jamás, pero fue un inmenso alivio cuando ella, después de mirarlo horrorizada un momento, se echó a reír. Porque, la verdad, no se creía capaz de sostener esa expresión ofendida ni un solo momento más.

Tuvo la impresión de que imitaba a Wyndham, sentado ahí como una vara. Se le revolvió el estómago, en realidad.

– Es usted terrible -dijo ella, limpiándose los ojos.

– Hago todo lo posible -repuso él, modestamente.

– Y por eso -dijo ella, moviendo un dedo ante su cara, sonriendo- nunca será el líder del grupo.

– Buen Dios, espero que no. Estaría algo fuera de lugar a mi edad.

Por no decir lo terriblemente malo que era como estudiante. Todavía tenía sueños con eso. No pesadillas, pues no valdrían la energía. Pero más o menos una vez al mes despertaba de una de esas irritantes visiones en que estaba de vuelta en el colegio (bastante absurdo, a sus veintiocho años). Los sueños siempre eran de naturaleza similar. Miraba su horario y de repente caía en la cuenta de que no había asistido a la clase de latín durante todo un trimestre. O llegaba a un examen sin pantalones.

Las únicas asignaturas que recordaba con cariño eran deporte y arte. Los deportes siempre se le habían dado bien; sólo tenía que mirar un juego un minuto y su cuerpo ya sabía moverse instintivamente, y en cuanto al arte, bueno, nunca había sobresalido en ninguno de los detalles prácticos, pero siempre le encantó su estudio. Por todos los motivos de que habló con Grace su primera noche en Belgrave.

Bajó los ojos al libro, que seguía abierto sobre la mesa entre ellos.

– ¿Por qué no le gusta este? -preguntó, indicando el cuadro.

No era su favorito, pero no le encontraba nada ofensivo.

– A ella no le cae bien él -dijo ella.

Estaba mirando el libro pero él la estaba mirando a ella, y lo sorprendió ver que tenía fruncido el ceño. ¿Preocupación? ¿Rabia? No supo discernirlo.

– No desea sus atenciones -continuó Grace-. Y él no quiere parar. Mírele la expresión.

Él miró la pintura con más detenimiento. Entendía lo que ella quería decir, le pareció. La reproducción no era lo que se consideraría de primera calidad, y era difícil saber su grado de fidelidad al original; sin duda los colores no eran los exactos, pero los trazos y contornos se veían con claridad. Sí que observó algo insidioso en la expresión del hombre. De todos modos…

– Pero ¿podríamos decir que su objeción es al contenido del cuadro y no a la pintura en sí misma?

– ¿Cuál es la diferencia?

Él lo pensó un momento. Hacía algún tiempo que no tenía con nadie una conversación que se pudiera llamar intelectual.

– Tal vez el pintor desea provocar esta reacción. Tal vez su intención fue representar justamente esta escena; eso no significa que la aprobara.

– Supongo -dijo ella.

Apretó los labios y las comisuras se le tensaron de una manera que él no le había visto; y no le gustó; la envejecía. Pero, más que eso, la expresión parecía reflejar una infelicidad que estaba casi arraigada. Cuando movía la boca así, enfadada, molesta, resignada, daba la impresión de que nunca volvería a ser feliz.

Peor aún, parecía que lo aceptaba.

– No tiene por qué gustarle -dijo.

A ella se le suavizó la expresión de la boca, pero sus ojos continuaron nublados.

– No -dijo-, no tiene por qué gustarme. -Pasó la página, como para cambiar de tema, usando los dedos-. He oído hablar de monsieur Watteau, por supuesto, y puede que sea un pintor muy admirado, pero… ¡Ooh!

Él ya estaba sonriendo. Ella no estaba mirando el libro cuando pasó la página, pero él sí.

– Ah, caramba.

– Ese sí es un Boucher -dijo él, apreciativo.

– No es… Nunca había…

Tenía los ojos agrandados, dos inmensas lunas azules, los labios entreabiertos y las mejillas…

Él tuvo que resistir el impulso de abanicárselas.

– Marie-Louise O’Murphy -dijo.

Ella lo miró horrorizada.

– ¿La conoce?

Él no debía reírse, pero no pudo evitarlo.

– Todo escolar la conoce. Sabe de ella -enmendó-. Creo que murió hace unos años. En su chochez, no tema. Por desgracia, tenía edad para ser mi abuela.

Miró con cariño a la mujer del cuadro, tendida en postura seductora en un diván. Estaba desvestida, maravillosa, gloriosa y totalmente desnuda, y boca abajo, con la espalda ligeramente arqueada por tener el brazo derecho flexionado apoyado en el brazo del diván, mirando por encima. Estaba pintada de perfil, pero aún así una parte de la hendidura entre las nalgas estaba escandalosamente visible, y sus piernas…

Suspiró feliz con el recuerdo. Tenía las piernas bien abiertas, y no le cabía duda de que no había sido el único escolar que se imaginaba instalado entre ellas.

Muchos muchachos entregaron su virginidad (en sueños, pero de todos modos) a Marie-Louise O’Murphy. ¿Se habría enterado alguna vez la dama del servicio que había prestado?

Miró a Grace. Ella estaba mirando el cuadro. Le pareció, eso esperaba, que podría estar excitándose.

– ¿Nunca lo había visto? -preguntó.

Ella negó con la cabeza, muy levemente. Estaba paralizada.

– Fue la amante del rey de Francia -le explicó-. Dicen que el rey vio uno de los retratos de ella de Boucher, no este, creo, uno en miniatura, y decidió que quería tenerla.