– Estoy practicando, ¿sabes? -dijo él.
– ¿Practicando?
– A ser un caballero ocioso. Tal vez debería emular a tu señor Audley.
– No es mi señor Audley -replicó ella al instante, aun sabiendo que él sólo lo había dicho para provocarla.
– No tendrá que preocuparse -continuó él como si ella no hubiera hablado-. He dejado todo en perfecto orden. Se han revisado todos los contratos y se ha cotejado hasta la última cifra de cada última columna. Si él lleva la propiedad a la ruina, sólo será responsabilidad suya.
– Thomas, para -dijo ella, porque no pudo soportarlo, ni por él ni por ella-. No hables así. No sabemos que sea el duque.
– ¿No lo sabemos? -dijo él, mirándola-. Vamos, Grace, los dos sabemos qué encontraremos en Irlanda.
– No lo sabemos -insistió ella, y notó que la voz le salió hueca.
Se sentía hueca, como si tuviera que mantenerse muy quieta para no romperse.
Él la miró fijamente, y tanto rato que se le hizo incómodo.
– ¿Lo amas? -preguntó entonces.
Grace notó que la sangre le abandonaba la cara.
– ¿Lo amas? -repitió él, en voz muy alta-. A Audley.
– Sé a quién te refieres -dijo ella, sin pensarlo dos veces.
– Me imagino que sí.
Ella se mantuvo inmóvil, obligándose a aflojar las manos; era posible que hubiera arrugado el papel, había sentido un crujido al apretarlo. Después de pedirle disculpas, en un segundo él se había vuelto odioso; sabía que sufría por dentro, pero ella también, maldita sea.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó él.
Ella retrocedió, desviando levemente la cara; la estaba mirando muy raro.
– ¿En Belgrave? Cinco años.
– Y en todo este tiempo yo no he… -Movió la cabeza-. No sé por qué.
Sin pensarlo ella intentó retroceder más, pero chocó con el escritorio. ¿Qué le pasaba a él?
– Thomas -dijo, ya recelosa-, ¿de qué hablas?
Al parecer él encontró divertido eso.
– Que me cuelguen si lo sé. -Entonces, mientras ella buscaba una respuesta apropiada, se rió amargamente y dijo-: ¿Qué va a ser de nosotros, Grace? Estamos perdidos, ¿sabes? Los dos.
Ella sabía que eso era cierto, pero fue terrible oírlo confirmado.
– No sé de qué hablas -dijo.
– Ah, vamos, Grace, eres muy inteligente, lo sabes.
– Debo irme.
Pero él le cerraba el paso.
– Thomas, yo…
Y entonces, santo cielo, la besó. Posó la boca en la de ella y el estómago le dio un vuelco de horror, no porque el beso fuera repulsivo, sino porque no lo era. Fue la conmoción. Había estado cinco años ahí, y él nunca había dado ni la menor señal de…
Se apartó bruscamente.
– ¡Para! ¿Por qué haces esto?
– No lo sé. -Se encogió de hombros-. Yo estoy aquí, tú estás aquí.
– Me voy.
Pero él seguía con una mano en su brazo. Necesitaba que se lo soltara; podía soltárselo de un tirón, no se lo tenía sujeto. Pero tenía que ser decisión suya.
«Él» necesitaba que fuera su decisión.
– Uy, Grace -dijo entonces él, con expresión casi derrotada-. Ya no soy Wyndham. Los dos lo sabemos.
Encogiéndose de hombros retiró la mano, en señal de rendición.
– ¿Thomas? -musitó ella.
– ¿Te casarías conmigo después que acabe todo esto? -dijo él entonces.
A ella la inundó una sensación semejante al horror.
– ¿Qué? Vamos, Thomas, estás loco.
Pero sabía lo que quería decir él realmente. Siendo duque no podía casarse con Grace Eversleigh. Pero si no lo era, si era el simple señor Cavendish, ¿por qué no?
Le subió ácido a la garganta. No había sido su intención insultarla. Y no se sentía insultada. Conocía el mundo en que vivía. Conocía las reglas, y conocía su lugar.
Jack nunca sería de ella. No podía si era el duque.
Thomas le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara para que lo mirara.
– ¿Qué dices, Gracie?
Y ella pensó «tal vez».
¿Sería muy terrible? No podría continuar en Belgrave, eso seguro. Y tal vez podría aprender a amarlo. Ya lo quería en realidad, como a un amigo.
Él se inclinó a besarla otra vez y ella se lo permitió, rogando que el corazón le retumbara, se le acelerara el pulso y le vibrara ese lugar de la entrepierna. Vamos, por favor, que sienta lo que siento cuando me acaricia Jack.
Pero no sintió nada. Sólo la cálida sensación de amistad. Lo que no era lo peor del mundo, claro.
– No puedo -musitó, desviando la cara, deseando llorar.
Y entonces lloró, porque él apoyó el mentón en su cabeza, consolándola como un hermano.
Con el corazón oprimido de pena, lo oyó musitar:
– Lo sé.
CAPÍTULO 16
Jack no durmió bien esa noche, por lo que estaba irritable, malhumorado, así que pasó de largo por la sala de desayuno, donde se encontraría con personas con las que se esperaría que conversara, y salió a hacer su cabalgada matutina acostumbrada.
Eso era una de las mejores cosas de los caballos: jamás esperaban conversación.
No sabía qué debía decirle a Grace cuando volviera a verla. «Me encantó besarte. Ojalá lo hiciéramos más.»
Esa era la verdad, aun cuando fue él quien interrumpió el encuentro. Había ardido por ella toda la noche.
Podría tener que casarse con ella.
Detuvo bruscamente al caballo. ¿De dónde le salió eso?
«De tu conciencia», le dijo una molesta vocecita, tal vez su conciencia.
Condenación. Realmente necesitaba una buena noche de sueño; su conciencia nunca le hablaba tan fuerte.
Pero ¿podría? ¿Casarse con ella? Sería la única manera en que podría llevarla a la cama. Grace no era el tipo de mujer con la que se tiene una aventura. Y eso no era por su cuna, aunque era un factor, por supuesto. Simplemente era… «ella». Su manera de ser, su dignidad, tan poco común, su humor callado y travieso.
Matrimonio. Curiosa idea.
No lo había evitado, no. Sencillamente nunca se le había ocurrido casarse. Rara vez estaba en un lugar el tiempo suficiente para formar una relación duradera. Y, dada la naturaleza de su profesión, sus ingresos eran esporádicos. No habría ni soñado con pedirle a una mujer que compartiera la vida con un bandolero.
Aunque no era bandolero. Ya no lo era. La viuda se había encargado de eso.
– Simpática Lucy -musitó cuando entró en el establo, dándole unas palmaditas en el cuello al castrado, antes de desmontar.
Tendría que ponerle un nombre masculino al pobre animal; sería lo lógico. Pero era mucho el tiempo que llevaban juntos; sería difícil hacer el cambio.
– Mi relación más duradera -se dijo en voz baja cuando iba caminando de vuelta a la casa-. Ahora bien, eso es patético.
Lucy era un príncipe en lo que a caballos se refería, pero era un caballo.
¿Qué tenía para ofrecerle a Grace? Miró el castillo, imponente, enorme, como un monstruo de piedra. Casi se rió. Un ducado, posiblemente. Buen Dios, pero no deseaba el ducado; era demasiado.
¿Y si no era el duque? Pero claro, sabía que lo era. Sus padres estaban casados, de eso estaba absolutamente seguro. Pero ¿y si no había ninguna prueba? ¿Si la iglesia se había incendiado? ¿Si había habido una inundación? ¿O había ratones? Los ratones roen el papel, ¿no? ¿Y si un ratón, no, una legión de ratones, se habían comido todo el libro de registro de la parroquia?
Eso podía ocurrir.
Entonces, ¿qué tenía para ofrecerle si no era el duque?
Nada. Absolutamente nada. Un caballo llamado Lucy y una abuela que, estaba cada vez más convencido, era un engendro de Satán. No tenía ninguna habilidad ni conocimientos dignos de mención; le resultaba difícil imaginarse aplicando su talento para robar en las carreteras en algún tipo de ocupación honrada. Y no quería volver al ejército. Si bien era una profesión respetable, lo separaría de su mujer y ¿para qué casarse, entonces?