– No seas tonto. No es culpa tuya. ¿Quién habría pensado…? -Se interrumpió, porque no tenía sentido buscar a alguien a quien culpar-. No nos hicieron daño -repitió-. Eso es lo que importa.
Él exhaló un suspiro.
– ¿Qué os robaron?
Ella tragó saliva. No podía decirle que sólo les robaron un anillo. Thomas no era ningún idiota; le extrañaría. Esbozó una tensa sonrisa, decidiendo que era mejor la vaguedad.
– No mucho. A mí, nada. Me imagino que era evidente que no soy una mujer acaudalada.
– Mi abuela debe de estar loca de furia.
– Está algo perturbada -dijo ella, evasiva.
– Llevaba su collar de esmeraldas, ¿verdad? -Movió la cabeza-. La vieja bruja le tiene un cariño ridículo a esas piedras.
– En realidad salvó las esmeraldas. Las escondió debajo del cojín del asiento.
Él pareció impresionado.
– ¿Sí?
– Yo se las escondí -enmendó ella, nada deseosa de compartir la gloria-. Me las pasó a mí antes que abrieran la puerta del coche.
Él sonrió levemente y, pasado un momento de silencio algo incómodo, dijo:
– No me has dicho por qué estás levantada tan tarde. Sin duda te mereces un descanso también.
– Esto… -No había manera de evitar decírselo; además, seguro que él notaría el inmenso espacio vacío en la galería al día siguiente-. Tu abuela me ha hecho una extraña petición.
– Todas sus peticiones son extrañas -repuso él al instante.
– No, esta… bueno… -Pestañeó exasperada; ¿cómo había llegado a esto su vida?-. Supongo que no querrías ayudarme a sacar un cuadro de la galería.
– Un cuadro.
Ella asintió.
– De la galería.
Ella volvió a asentir.
– Supongo que no habrá pedido uno de esos cuadrados relativamente pequeños.
– ¿Los bodegones?
Él asintió.
– No. -Puesto que él no hacía ninguna pregunta, añadió-: Quiere el retrato de tu tío.
– ¿De cuál?
– John.
Él asintió, sonriendo levemente, aunque sin humor.
– Siempre fue su favorito.
– Pero tú no lo conociste -dijo Grace, por la forma como él dijo eso, casi como si hubiera sido testigo de ese favoritismo.
– No, claro que no. Murió antes que yo naciera. Pero mi padre hablaba de él.
Su expresión decía claramente que no deseaba hablar más de ese tema. Y a ella no se le ocurrió nada más que decir, así que continuó donde estaba, esperando que él ordenara sus pensamientos.
Y al parecer él los ordenó, porque volviendo a mirarla le preguntó:
– ¿No es de cuerpo entero ese retrato?
Ella se imaginó descolgándolo de la pared.
– Creo que sí.
Le dio la impresión de que se iba a girar en dirección a la galería, pero entonces apretó las mandíbulas y se transformó nuevamente en el imponente duque.
– No -dijo, rotundamente-. No le vas a llevar ese cuadro esta noche. Si desea el maldito retrato en su dormitorio, puede ordenarle a un lacayo que se lo lleve por la mañana.
Grace deseó sonreír ante esa actitud protectora, pero ya estaba demasiado cansada. Además de eso, tratándose de la viuda, hacía muchísimo tiempo que había aprendido a seguir el camino de la menor resistencia.
– Te aseguro que nada deseo más que irme a acostar en este mismo instante, pero es más fácil complacerla.
– De ninguna manera -dijo él imperioso.
Sin esperar respuesta, comenzó a subir la escalera. Grace se quedó un momento observándolo y luego, encogiéndose de hombros, se dirigió a la galería. No podía ser tan difícil sacar un cuadro de una pared, ¿verdad?
Sólo había dado diez pasos cuando oyó a Thomas ladrar su nombre.
Suspirando se detuvo. Debería haberlo sabido. El hombre era tan tozudo como su abuela, aunque él no agradecería esa comparación.
Desanduvo los pasos, y se apresuró cuando lo oyó llamarla otra vez.
– Estoy aquí -dijo, irritada-. Buen Dios, vas a despertar a toda la casa.
Él puso los ojos en blanco.
– No me digas que ibas a ir a la galería a sacar el cuadro tú sola.
– Si no se lo llevo, se pasará el resto de la noche tirando del cordón para llamarme y no podré dormir.
Él entrecerró los ojos.
– Obsérvame -dijo.
– ¿Que observe qué? -preguntó ella, perpleja.
– Arrancar su cordón para llamar -dijo él, continuando la subida con renovada resolución.
– Arrancar su… ¡Thomas! -Subió corriendo, pero, claro, no podía darle alcance-. ¡Thomas, no puedes!
Él se giró e incluso sonrió, lo que ella encontró bastante alarmante.
– Es mi casa -dijo-. Puedo hacer lo que quiera.
Y mientras ella asimilaba eso con su agotado cerebro, él avanzó por el corredor y entró en el dormitorio de su abuela.
– ¿Qué pretendes hacer? -lo oyó decir.
Soltando el aliento, corrió por el corredor y entró en la habitación, justo cuando él estaba diciendo:
– Santo cielo, ¿te sientes mal?
– ¿Dónde está la señorita Eversleigh? -preguntó la viuda, mirando nerviosa por toda la habitación.
– Aquí -dijo Grace, acercándose a toda prisa.
– ¿Lo tiene? ¿Dónde está el retrato? Necesito ver a mi hijo.
– Señora, es muy tarde -dijo Grace, tratando de explicárselo.
Se acercó otro poco, aunque no sabía para qué. Si la viuda comenzaba a hablar del bandolero y de su parecido con su hijo favorito, ella no podría impedírselo.
De todos modos, la proximidad le creaba al menos la ilusión de que podría impedir el desastre.
– Señora -repitió, amablemente, en voz baja, mirándola con cautela.
– Por la mañana puedes ordenarle a un lacayo que te lo traiga -dijo Thomas, en un tono algo menos imperioso-, pero no voy a permitir que la señorita Eversleigh haga ese pesado trabajo físico, y mucho menos a estas horas de la noche.
– Necesito el retrato, Thomas -dijo la viuda, y Grace casi se acercó a cogerle la mano. Su voz sonaba apenada, la voz de una anciana, y de ninguna manera parecía ella misma cuando añadió-: Por favor.
Grace miró a Thomas; él parecía inquieto.
– Mañana -dijo-. A primera hora si quieres.
– Pero…
– No. Lamento que te hayan asaltado esta noche, y por supuesto haré todo lo que sea necesario, dentro de lo razonable, para procurarte comodidad y velar por tu salud, pero esto no incluye exigencias caprichosas a horas intempestivas.
Se miraron fijamente tanto rato que Grace deseó encogerse. Entonces Thomas dijo:
– Grace, vete a acostar.
Pero no se giró para salir de la habitación.
Ella se quedó inmóvil un momento, esperando ¿qué?, no lo sabía. ¿Una contraorden de la viuda? ¿Que retumbara un trueno fuera de la ventana? Puesto que no llegó ninguna de las dos cosas, concluyó que no podía hacer nada más esa noche y salió de la habitación.
Mientras iba caminando lentamente por el corredor los oyó discutir, aunque sin ninguna palabra violenta, ninguna palabra acalorada. Los Cavendish tenían un temperamento frío, y era mucho más probable que se atacaran con un dardo de hielo que con un grito acalorado.
Hizo una larga y temblorosa espiración. Jamás se acostumbraría a esas cosas. Llevaba cinco años trabajando en Belgrave y todavía la sorprendía el resentimiento que había entre Thomas y su abuela.
Y lo peor era que ni siquiera había un motivo. Una vez se atrevió a preguntarle a Thomas a qué se debía ese desdén o aversión entre ellos; él se limitó a encogerse de hombros, diciendo que siempre había sido así. Que a ella no le caía bien su padre, que su padre lo odiaba a él y que lo habría pasado la mar de bien sin ninguno de los dos.
Eso la dejó pasmada. Había supuesto que en todas las familias había cariño mutuo. En la suya lo había habido. Su madre, su padre…