Cerró los ojos para contener las lágrimas. Se estaba volviendo sensiblera. O tal vez se debía a que estaba cansada. Ya no lloraba por ellos. Los echaba de menos, siempre los echaría de menos, pero el enorme agujero que dejó en ella la muerte de los dos ya había sanado.
Y ahora… bueno, había encontrado un nuevo lugar en el mundo. No era un lugar que hubiera esperado y no era el que sus padres deseaban para ella, pero llegó con comida y ropa y con la oportunidad de ver a sus amigas de vez en cuando.
Pero a veces, por la noche, cuando estaba acostada, se le hacía difícil. Era consciente de que no debía ser desagradecida: estaba viviendo en un «castillo», por el amor de Dios. Pero no la habían criado para esa vida. No la habían criado para la servidumbre ni para esos temperamentos agriados. Su padre era un caballero del campo y su madre un miembro muy querido en su comunidad. La habían criado con cariño y risas, y a veces, cuando estaban sentados junto al hogar al anochecer, su padre suspiraba y decía que tendría que quedarse solterona porque sin duda no había ningún hombre en el condado que valiera lo suficiente para su hija.
Y ella se reía y decía:
«¿Y en el resto de Inglaterra?»
«Tampoco.»
«¿Y en Francia?»
«Santo cielo, no.»
«¿Y en las Américas?»
«¿Es que quieres matar a tu madre, niña? Se marea sólo con ver la playa.»
Y todos sabían que ella se casaría con un hombre del condado, que viviría un poco más allá o al menos a una distancia corta en coche o a caballo, y que sería feliz. Que encontraría lo que habían encontrado sus padres, porque nadie esperaba que se casara por un motivo que no fuera el amor. Tendría bebés y su casa estaría llena de risas, y sería feliz.
Ella se consideraba la chica más afortunada del mundo.
Pero la fiebre que golpeó la casa Eversleigh fue cruel y cuando llegó ella quedó huérfana. A los diecisiete años no podía continuar viviendo sola en la casa, y en realidad nadie sabía qué sería de ella mientras no se aclararan los asuntos de su padre y se leyera el testamento.
Rió amargamente mientras se quitaba el arrugado vestido, preparándose para acostarse. Las disposiciones de su padre sólo empeoraron las cosas. Estaban endeudados, no terriblemente, pero lo bastante para convertirla a ella en una carga. Al parecer, sus padres siempre habían vivido ligeramente por encima de sus recursos, tal vez con la esperanza de que su amor y felicidad les serviría para superarlo todo.
Y eso ocurría, de verdad. El amor y la felicidad los había ayudado a superar todos los obstáculos con que se encontraron los Eversleigh.
A excepción de la muerte.
Sillsby, el único hogar que había conocido, era una propiedad vinculada. Ella sabía eso, pero no sabía con qué impaciencia su primo Miles se iría a vivir ahí; tampoco sabía que él continuaba soltero. Ni que cuando la aplastó contra una pared y le enterró los labios en los suyos debía permitírselo, agradecer en realidad a ese dandi su gentil y benévolo interés por ella.
Lo que hizo fue enterrarle el codo en las costillas y la rodilla en…
Bueno, después de eso él no le tenía mucho afecto. Esa era la única parte de todo el desastre que todavía la hacía sonreír.
Furioso por el rechazo, Miles la puso de patitas en la calle. Se quedó sin nada. Sin casa, sin dinero y sin parientes (a él no lo contaba como pariente).
Ahí entró la viuda.
La noticia de su apurada situación debió viajar rápido por el distrito. La viuda se apareció como una diosa de hielo y se la llevó. Claro que ella no se hacía ninguna ilusión de que la fueran a tratar como a una mimada huésped. La viuda se presentó con toda una comitiva, miró fijamente a Miles hasta hacerlo bajar los ojos y moverse inquieto (y, francamente, ese fue el momento que más disfrutó ella) y luego le anunció a ella:
«Va a ser mi dama de compañía.»
Antes que ella tuviera la oportunidad de aceptar o declinar el ofrecimiento, la viuda se dio media vuelta y salió de la sala. Lo cual sólo confirmó lo que todos ya sabían: que ella no tenía la menor opción en el asunto.
De eso hacía cinco años. Ahora vivía en un castillo, comía buena comida y su ropa era, si no lo último en moda, sí de buena confección y bonita. (Por lo menos la viuda tenía buen gusto y no era tacaña, aunque tal vez esas fueran sus únicas virtudes).
Vivía a sólo unas millas del lugar donde se crió, y la mayoría de sus amigas seguían viviendo en el condado, las veía con cierta periodicidad, en el pueblo, en la iglesia o en las visitas de la tarde. Y si no tenía su familia, al menos no la habían obligado a formar pareja con Miles.
Pero aunque agradecía muchísimo todo lo que había hecho por ella la viuda, deseaba algo más.
O tal vez ni siquiera más, tal vez simplemente algo diferente.
Muy improbable, pensó, metiéndose en la cama. Las únicas opciones para una mujer de su cuna eran o empleo o matrimonio; para ella, la única opción era el empleo. Los hombres de Lincolnshire le tenían demasiado miedo a la viuda como para hacerle alguna insinuación a ella. Era bien sabido que Augusta Cavendish no tenía el menor deseo de formar a otra dama de compañía.
Y era más sabido aún que Grace Eversleigh no tenía ni un cuarto de penique.
Cerró los ojos, intentando recordar que las sábanas entre las que estaba acostada eran de la mejor calidad, y que la vela que acababa de apagar era de cera de abeja pura. De verdad, tenía todas las comodidades físicas.
Pero lo que deseaba era…
En realidad no importaba lo que deseaba. Ese fue su último pensamiento antes de quedarse dormida.
Y soñó con un bandolero.
CAPÍTULO 03
A cinco millas de distancia, en una pequeña posada de postas, estaba un hombre sentado solo en su habitación, con una botella de caro coñac francés, una copa vacía, una pequeña maleta con ropa y el anillo de una mujer.
Su nombre era Jack Audley; ex capitán John Audley del ejército de Su Majestad; ex Jack Audley de Butlersbridge, del condado Cavan de Irlanda; antes de eso había sido Jack Cavendish-Audley, del mismo condado, y antes, retrocediendo todo lo que se puede retroceder, hasta el día de su bautizo, fue John Augustus Cavendish.
El retrato en miniatura no significó nada para él. Casi no lo vio en la oscuridad de la noche y, en todo caso, aun estaba por descubrir al retratista que fuera capaz de captar la esencia de un hombre en un retrato en miniatura.
Pero el anillo…
Con la mano algo temblorosa, se volvió a llenar la copa.
Cuando cogió el anillo de manos de la anciana no lo miró detenidamente, pero ahí, en esa habitación de la posada, sí lo miró. Y lo que vio lo estremeció hasta el fondo del alma.
Conocía ese anillo. Lo veía en su dedo.
El suyo era una versión masculina, pero el dibujo grabado era idéntico: una flor con el tallo curvado y una diminuta «de» muy elaborada, con florituras. No se enteró de qué significaba la de cuando le dijeron que su padre se llamaba John Augustus Cavendish, pues no había una de por ninguna parte.
Seguía sin saber qué representaba la de, pero sabía que la anciana sí lo sabía. Y por mucho que intentara convencerse de que sólo era una coincidencia, sabía que esa noche, en un camino desierto de Lincolnshire, había conocido a su abuela.
Buen Dios.
Volvió a mirar el anillo. Lo había puesto vertical sobre la mesa, y la figura le hacía guiños a la luz de la vela. De pronto giró su anillo en el dedo y se lo quitó. No recordaba la última vez que se vio el dedo sin el anillo. Su tía siempre le insistía en que lo llevara con él; era el único recuerdo que tenían de su padre.
Según le contaron, su madre lo tenía aferrado en su temblorosa mano cuando la sacaron de las gélidas aguas del Mar de Irlanda.
Sostuvo el anillo ante él un momento, contemplándolo, y luego lo colocó junto al otro. Se le estiraron levemente los labios al mirarlos. ¿Qué había creído? ¿Que cuando los pusiera juntos vería que eran totalmente distintos?