Se detuvo a arrancar una hoja de un árbol, por ningún motivo aparte del capricho. No era tan verde como las de Irlanda, concluyó. Lógicamente, eso no tenía ninguna importancia, aunque, de una manera extraña, sí importaba.
Emitiendo un bufido de impaciencia arrojó la hoja al suelo, y aumentó la velocidad. Era ridículo que sintiera un ramalazo de culpabilidad por ir a ver el castillo. Buen Dios, si no iba ahí a presentarse. No deseaba encontrar una nueva familia. Les debía mucho más que eso a los Audley.
Sólo deseaba verlo. Desde lejos. Ver lo que podría haber sido, lo que lo alegraba que no hubiera sido.
Pero que tal vez debería haber sido.
Puso el caballo al galope para que el viento se llevara sus recuerdos. La velocidad lo limpiaba, casi lo perdonaba, y de pronto se encontró al comienzo del camino de entrada de la propiedad. Y lo único que se le ocurrió pensar fue:
Buen Dios.
Grace estaba agotada.
Esa noche había dormido, aunque no mucho ni bien. Y aunque la duquesa decidió pasar la mañana en la cama, a ella no le estuvo permitido ese lujo.
La viuda era tremendamente exigente, ya estuviera en posición vertical, horizontal u oblicua, si alguna vez lograba descubrir cómo sostenerse en ella.
Y aunque se daba vueltas y vueltas en la cama, sin molestarse en levantar la cabeza de la almohada, siguió arreglándoselas para llamarla seis veces.
La primera hora.
Finalmente, se quedó absorta leyendo un montón de cartas que le envió a buscar en el cajón de abajo del escritorio de su difunto marido, guardadas en una caja con la etiqueta «JOHN, ETON».
Salvada por las cartas de un colegial. ¿Quién se lo habría imaginado?
De todos modos, sólo veinte minutos después fue interrumpido su descanso por la llegada de lady Elizabeth y lady Amelia Willoughby, las guapas hijas rubias del conde de Crowland, vecinas de mucho tiempo y (siempre era un placer recordar) amigas suyas.
Elizabeth especialmente. Eran de la misma edad y antes que su posición en el mundo cayera en picado con la muerte de sus padres, se la consideraba una buena compañía para ellas. Ah, claro que todos sabían que ella no haría un matrimonio como el de las chicas Willoughby; al fin y al cabo nunca gozaría de una temporada en Londres. Pero cuando vivía en la casa de sus padres, se las consideraba, si no iguales, por lo menos de un mismo nivel social. La gente no era muy etiquetera en las funciones sociales y bailes.
Y cuando estaban solas, nunca se fijaban en sus respectivos rangos.
Amelia era la hermana menor de Elizabeth; sólo se llevaban un año, pero cuando eran niñas la diferencia de edad les parecía inmensa, así que no la conocía tan bien. Aunque eso cambiaría pronto, suponía. Amelia estaba comprometida en matrimonio con Thomas, y lo estaba desde la cuna. El honor le habría correspondido a Elizabeth, pero esta ya estaba comprometida con otro noble (también desde que nació; lord Crowland no era un hombre que dejara las cosas al azar). Pero el prometido murió muy joven. Lady Crowland (que no era muy dada a la discreción o tacto), declaró que el asunto era muy molesto, pero los documentos que comprometían a Amelia con Thomas ya estaban firmados, así que se consideró mejor dejar las cosas como estaban.
Grace nunca había hablado del compromiso con Thomas; eran amigos, pero él nunca hablaría con ella de algo tan personal. De todos modos, desde hacía tiempo sospechaba que él encontraba bastante cómoda la situación. Una novia mantenía a raya a las señoritas interesadas en casarse (y a sus madres). Hasta cierto punto. Era muy evidente que las damas de Inglaterra eran partidarias de proteger sus apuestas, y el pobre Thomas no podía ir a ninguna parte sin que las mujeres intentaran destacar sus encantos para captar su atención, sólo por si acaso, por si Amelia, ooh, desaparecía.
Moría.
Decidió que no deseaba ser duquesa.
Desde luego, pensó irónica, como si Amelia tuviera alguna opción en el asunto.
Pero aun cuando una esposa sería un elemento disuasorio más eficaz que una novia, Thomas continuaba dando largas, lo que ella encontraba tremendamente insensible por su parte. Amelia ya tenía veintiún años, por el amor de Dios. Y, según lady Crowland, por lo menos cuatro hombres le habrían propuesto matrimonio en Londres si no estuviera señalada como la futura duquesa de Wyndham.
(Elizabeth, como hermana, decía que el número de hombres se acercaba más a tres, pero de todos modos la pobre chica llevaba años suspendida como una cuerda.)
– ¡Los libros! -anunció Elizabeth cuando entraron en el vestíbulo-. Como lo prometí.
A petición de su madre, Elizabeth se había llevado varios libros de la viuda prestados. En realidad, lady Crowland no leía libros; leía muy poco aparte de las páginas de chismes de los diarios, pero devolverlos era un buen pretexto para visitar Belgrave, y siempre estaba a favor de cualquier cosa que pusiera a Amelia en la cercanía de Thomas.
Nadie tenía el valor de decirle que Amelia veía rara vez a Thomas cuando iba de visita a Belgrave. La mayoría de las veces se veía obligada a soportar la compañía de la viuda, aunque tal vez «compañía» es una palabra muy generosa para definir a Augusta Cavendish delante de la damita que estaba destinada a continuar el linaje Wyndham.
La duquesa viuda era muy aficionada a encontrar defectos. Incluso se podría decir que ese era su principal talento.
Y Amelia era su tema favorito.
Pero ese día se había librado, por el momento. La viuda seguía arriba en su dormitorio, leyendo las conjugaciones de los verbos latinos de su difunto hijo, y, por lo tanto, Amelia tuvo la suerte de tomar el té mientras Grace y Elizabeth charlaban.
O, mejor dicho, mientras Elizabeth charlaba. Grace hacía inauditos esfuerzos por hacer gestos de asentimiento o emitir un murmullo en los momentos oportunos. Cualquiera diría que tendría en blanco su cansada cabeza, pero en realidad le ocurría lo contrario. No podía dejar de pensar en el bandolero. Y en su beso. Y en su identidad. Y en su beso. Y en si volvería a verlo alguna vez. Y que la había besado. Y…
Y tenía que dejar de pensar en él. Era una locura. Miró hacia la bandeja del té pensando si sería de mala educación comerse la última galleta.
– ¿Estás segura de que te sientes bien, Grace? -dijo Elizabeth, cogiéndole la mano-. Te veo muy cansada.
Grace pestañeó, tratando de enfocar la cara de su amiga.
– Lo siento -dijo automáticamente-, estoy bastante cansada, pero eso no es disculpa para mi falta de atención.
Elizabeth hizo un gesto de pena; conocía a la viuda. Todos la conocían.
– ¿Te tuvo en pie hasta tarde anoche?
Grace asintió.
– Sí, aunque en realidad no fue culpa suya.
Elizabeth miró hacia la puerta para asegurarse de que no había nadie oyendo, y entonces contestó:
– Siempre es culpa suya.
Grace sonrió irónica.
– No, esta vez no, de verdad. Nos… -Bueno, ¿había algún motivo para no contárselo a Elizabeth? Thomas ya lo sabía, y al caer la noche ya lo sabrían en todas partes de la región-. Nos asaltaron unos bandoleros.
– ¡Uy, santo cielo! ¡Grace! -Dejó la taza en la mesilla-. No me extraña que estés tan distraída.
– ¿Mmm? -musitó Amelia.
Había estado mirando hacia el espacio, como solía hacer mientras ellas conversaban, pero eso le captó la atención.