Nigel cayó al suelo, agitando los brazos en el aire mientras caía. Simon se quedó ahí, de pie, observando incrédulo cómo la chica se arrodillaba junto a él.
– Dios mío -dijo, con voz temblorosa-. Nigel, ¿estás bien? No quería golpearte tan fuerte.
Simon se rió. No pudo evitarlo.
La chica levantó la mirada, sorprendida.
Simon contuvo la respiración. No la había visto hasta ahora, y lo miraba fijamente con unos enormes y oscuros ojos. Tenía la boca más grande y exuberante que Simon había visto en la vida, y tenía la cara triangular. Según los estrictos estándares sociales, no podía considerarse guapa, pero tenía algo que lo dejó sin respiración.
Lo miraba con el ceño fruncido.
– ¿Quién es usted? -preguntó, demostrando que no se alegraba lo más mínimo de verlo.
CAPITULO 3
Ha llegado a oídos de esta autora que Nigel Berbrooke acudió a la joyería Moreton a comprar un anillo con un precioso diamante. ¿Es posible que muy pronto conozcamos a la futura señora Berbrooke?
28 de abril de 1813
E
n ese momento, Daphne pensó que la noche no podía ir peor. Primero se había visto casi obligada a pasarse la noche en un oscuro rincón del baile, cosa nada fácil porque lady Danbury apreciaba las cualidades estéticas y lumínicas de las vela; después, mientras intentaba huir, había tropezado con el pie de Philipa Featherington y se había caído, y eso provocó que Philipa, una de las chicas más escandalosas que conocía, exclamara: «¡Daphne Bridgerton! ¿Te has hecho daño?». Nigel debió de oírla porque levantó la cabeza como un pájaro asustado y empezó a recorrer el salón con la mirada buscándola. Daphne deseó, no rezó, que pudiera llegar al salón de las damas antes que él la encontrara, pero no pudo. Nigel la acorraló en aquel rincón y empezó a confesarle su amor entre lloriqueos.
Todo aquello ya era suficientemente vergonzoso, pero ahora había aparecido ese hombre, un extraño increíblemente apuesto y elegante, que lo había visto todo. ¡Y lo que era peor, se estaba riendo!
Daphne lo miró mientras él se reía a su costa. No lo había visto nunca, así que tendría que ser nuevo en Londres. Su madre se había asegurado de presentarle o hacerle notar la presencia de cualquier hombre soltero de la ciudad. Aunque, por supuesto, este caballero podría ser casado y, por lo tanto, no era candidato a entrar en la lista de Violet pero, instintivamente, Daphne sabía que ese hombre no podía llevar mucho en la ciudad sin que todos hablaran de él.
Tenía una cara que se acercaba a la perfección. No hacía falta mucho tiempo para darse cuenta de que las estatuas de Miguel Ángel no le llegaban a la suela de los zapatos. Tenía unos ojos muy intensos y azules que casi brillaban. Tenía el pelo negro y grueso y era muy alto, igual que sus hermanos, y eso no era demasiado común.
Daphne pensó que eso sí que era un hombre capaz de conseguir que las chicas que siempre perseguían a los hermanos Bridgerton le miraran a él.
Lo que no sabía es por qué le molestaba tanto. A lo mejor era porque sabía con certeza que un hombre así nunca se fijaría en una chica como ella. O porque allí, frente a él, se sentía la criatura más pequeña del mundo. A lo mejor, sencillamente, era porque él estaba allí riéndose como si ella fuera algún entretenimiento cirquense.
Fuera por lo que fuera, nació en ella una ira poco común, frunció el ceño, y dijo:
– ¿Quién es usted?
Simon no sabía por qué no había respondido su pregunta directamente, pero algo en su interior le hizo decir:
– Mi primera intención fue rescatarla, pero ha quedado claro que usted no necesitaba mis servicios.
– Oh -dijo ella, algo más calmada. Apretó ligeramente los labios pensando mucho las palabras que iba a decir-. Bueno, muchas gracias, supongo. Es una lástima que no apareciera diez segundos antes. Así no tendría que haberle golpeado.
Simon miró al hombre que estaba tendido en el suelo. Ya le estaba empezando a aparecer un moratón en la barbilla y, gimiendo, dijo:
– Laffy, oh, Laffy. Te quiero, Laffy.
– Supongo que usted debe ser Laffy -dijo Simon, mirándola a los ojos.
Realmente, era una joven bastante atractiva y, desde ese ángulo, el corpiño del vestido parecía descaradamente escotado.
Daphne hizo una mueca, obviamente sin darse cuenta de que la mirada de él estaba posada en partes de su anatomía que no era su cara.
– ¿Qué vamos a hacer con él? -le preguntó.
– ¿Vamos? -repitió Simon.
Ella frunció el ceño.
– ¿No dijo que había venido a rescatarme?
– Así es -dijo él. Se acercó una mano a la boca y empezó a estudiar la situación-. ¿Quiere que lo saque a la calle?
– ¿Qué? ¡No! -exclamó ella-. Por el amor de Dios, todavía no ha dejado de llover.
– Mi querida señorita Laffy -dijo Simon, sin darse demasiada cuenta del tono condescendiente que estaba usando-. ¿No cree que su preocupación está un poco fuera de lugar? Este hombre intentó atacarla.
– No es cierto -respondió ella-. Él sólo… Sólo… De acuerdo, intentó atacarme. Pero nunca me hubiera hecho daño.
Simon levantó una ceja. De verdad, las mujeres eran las criaturas más extrañas del mundo.
– ¿Y cómo puede estar tan segura?
La observó mientras ella buscaba las palabras más adecuadas.
– Nigel es incapaz de hacerle daño a nadie -dijo Daphne, lentamente-. Sólo es culpable de malinterpretar mis sentimientos.
– Entonces, usted es un alma mucho más generosa que yo -dijo Simon.
La chica suspiró; un sonido suave que, de alguna manera, Simon notó en todo su cuerpo.
– Nigel no es mala persona -dijo ella, con dignidad-. Lo que sucede es que no siempre entiende bien las cosas y, a lo mejor, confundió mi amabilidad con algo que no es.
Simon sintió una gran admiración por esa chica. A estas alturas, la mayoría de las mujeres que conocía ya estarían histéricas pero ella, quienquiera que fuera, había mantenido la situación bajo control y ahora demostraba una generosidad de espíritu que era sorprendente. Que todavía pensara en defender a ese tal Nigel era algo que él no entendía.
Daphne se levantó y se sacudió la falda de seda verde. Le habían recogido el pelo de modo que le caía un mechón encima del hombro, rizándose de manera muy seductora encima de los pechos. Simon sabía que tendría que estar escuchándola, hablaba sin parar, como casi todas las mujeres, pero no podía apartar la mirada de aquel mechón. Era como una cinta de seda alrededor de su cuello de cisne, y Simon sintió una urgente necesidad de acercarse a ella y recorrer el rastro del pelo con la boca.
Nunca había perdido el tiempo con las chicas inocentes, pero entre todos ya le habían colgado la etiqueta de vividor. ¿Qué podría pasar? No es que fuera a violarla. Sólo sería un beso. Sólo un beso.
Estuvo tentado. Deliciosa y locamente tentado.
– ¡Señor! ¡Señor!
A regañadientes, apartó la mirada del escote y la dirigió a la cara de la chica. Y eso, por supuesto, era otra placer en sí mismo, pero costaba encontrarle el atractivo cuando le estaba frunciendo el ceño.
– ¿Me está escuchando?
– Por supuesto -mintió él.
– No es cierto.
– No -dijo Simon.
Del fondo de la garganta de Daphne surgió una especie de rugido.
– Entonces, ¿por qué ha dicho que sí?
Él se encogió de hombros.
– Pensé que era lo que quería escuchar.
Simon la observó, fascinado, cómo suspiraba y refunfuñaba algo. No pudo oír lo que dijo, aunque dudaba que fuera un cumplido. Al final, con una voz casi cómica, Daphne dijo: