– No tiene por qué enfadarse -dijo Daphne, intentando sonar compasiva, aunque no lo consiguió del todo-. Sólo dijo que era usted un vividor, algo que estoy segura de que no me negará, porque con los años he aprendido que a los hombres incluso les gusta que se lo digan.
Hizo una pausa y le dio la oportunidad de negarlo. No lo hizo.
– Y luego mi madre, a la que estoy segura que debió de conocer en un momento u otro antes de irse de viaje, me lo confirmó todo.
– ¿Ah sí?
Daphne asintió.
– Y me prohibió mostrarme públicamente en su compañía.
– ¿De verdad? -dijo, arrastrando las palabras.
Había algo en el tono de su voz, y la manera tan intensa en que la miraba, que la hacía sentirse terriblemente incómoda, y lo único que podía hacer era cerrar los ojos.
Se negó en redondo a permitir que él viera cómo la había afectado.
Simon esbozó una leve sonrisa.
– A ver si lo he entendido bien. Su madre le dijo que soy un hombre muy malo y que no debería permitir, bajo ninguna circunstancia, que la vieran conmigo.
Aturdida, Daphne asintió.
– Entonces -dijo, haciendo una larga pausa-, ¿qué cree que diría su madre ante esta situación?
Aturdida, Daphne parpadeó.
– ¿Cómo dice?
– Bueno, exceptuando a Nigel -dijo, agitando la mano hacia el hombre tendido inconsciente en el suelo-, nadie la ha visto conmigo. Y, aún así… -Y lo dejó ahí, porque se estaba divirtiendo demasiado observando la variedad de emociones que se acumulaban en su cara como para añadir algo más.
Obviamente, esas emociones eran mezclas de irritación y angustia, pero aquello le añadió ternura al momento.
– ¿Y, aún así?
Simon se inclinó, reduciendo a centímetros la distancia que los separaba.
– Y, aún así -dijo, suavemente, sabiendo que ella sentiría su aliento en la cara-, aquí estamos, completamente solos.
– Y Nigel -añadió Daphne.
Simon le dirigió la más breve de las miradas al hombre y luego volvió a concentrarse en Daphne.
– No estoy demasiado preocupado por Nigel -susurró-. ¿Y usted?
Simon la observó mientras ella miraba a Nigel. Tenía que quedarle claro que si él decidía empezar una acción amorosa, su pretendiente rechazado no podría hacer nada por ella. No es que fuera a empezar nada, claro. Era la hermana pequeña de Anthony. A lo mejor tendría que recordárselo más a menudo de lo que querría, pero estaba seguro de que no lo olvidaría.
Simon sabía que tenía que terminar con ese juego. No es que temiera que ella se lo fuera a explicar a Anthony; en el fondo sabía que no se lo diría a nadie, que se lo guardaría para ella con, a lo mejor, y eso era lo que él deseaba, un poco de ilusión.
Sin embargo, a pesar de que sabía que tenía que terminar con ese flirteo y volver al tema que les ocupaba: sacar de ahí a Nigel, no pudo reprimir un último comentario. Quizás era la manera en que apretaba los labios cuando estaba enfadada. O quizás era la manera cómo los abría cuando se sorprendía. Sólo sabía que, ante esa mujer, no podía evitar echar una mano de su naturaleza libertina.
Así que se inclinó y, con los ojos entrecerrados y seductores, dijo:
– creo que sé lo diría a su madre.
Daphne parecía aturdida por aquella arremetida pero, aún así, consiguió pronunciar un desafiador:
– ¿Ah sí?
Simon asintió lentamente y le tocó la barbilla con un dedo.
– Le diría que tuviera mucho, mucho miedo.
Se produjo un silencio y, entonces, Daphne abrió los ojos. Apretó los labios, como si se estuviera callando algo, levantó los hombros y entonces…
Y entonces se echó a reír.
– Oh, Dios mío -exclamó-. Ha sido muy gracioso.
A Simon no le hizo ninguna gracia.
– Lo siento -dijo Daphne, entre risas-. Lo siento mucho pero, sinceramente, no debería ponerse tan melodramático. No va con usted.
A Simon le irritaba bastante que una chiquilla como esa mostrara tan poco respeto por su autoridad. Ser considerado un hombre peligroso tenía sus ventajas, y una de ellas era intimidar a las señoritas.
– Bueno, debo admitir que, en realidad, sí que va con usted -añadió Daphne, todavía riéndose de él-. Parecía bastante peligroso. Y muy apuesto, claro. -Cuando él no dijo nada, ella pareció desconcertada, y preguntó-: Porque esa era su intención, ¿no es así?
Él permaneció callado, así que ella continuó:
– Claro que sí. Aunque debo decirle que con cualquier otra mujer habría tenido éxito, pero no conmigo.
A ese comentario no pudo resistirse.
– ¿Por qué no?
– Tengo cuatro hermanos -dijo, y se encogió de hombros como si eso lo explicara todo-. Soy inmune a todos esos juegos.
– ¿Ah sí?
Daphne le dio un golpecito en el hombro.
– Pero su intento ha sido realmente admirable. Y, sinceramente, me halaga que haya creído que era merecedora de tal despliegue de libertinaje ducal. -Y le sonrió, una sonrisa amplia y sincera.
Simon se acarició la mandíbula, pensativo, intentando recuperar el ánimo de depredador.
– Señorita Bridgerton, ¿sabía que es una criatura de lo más impertinente?
Ella le mostró la más impertinente de sus sonrisas.
– La mayoría cree que soy la amabilidad personificada.
– La mayoría -dijo Simon, sin rodeos-, son estúpidos.
Daphne inclinó la cabeza hacia un lado, obviamente considerando aquellas palabras. Después miró a Nigel y suspiró:
– Me temo que, por mucho que me duela, tengo que darle la razón.
Simon reprimió una sonrisa.
– ¿Le duele darme la razón o que los demás sean estúpidos?
– Las dos cosas -dijo, sonriendo otra vez; una sonrisa encantadora que tenía unos extraños efectos en el corazón de Simon-. Pero básicamente lo primero.
Simon soltó una carcajada y se sorprendió al darse cuenta de lo ajeno que le resultaba aquel sonido. Era un hombre que solía sonreír, a veces incluso reía, pero ya no recordaba la última vez que había experimentado una explosión de júbilo como ésa.
– Mi querida señorita Bridgerton -dijo, rascándose los ojos-, si usted es la amabilidad personificada, el mundo debe ser un lugar muy peligroso.
– No lo dude -respondió ella-. Sobre todo, si se lo describe mi madre.
– No entiendo cómo no puedo acordarme de ella -susurró Simon-, porque parece un personaje inolvidable.
Daphne levantó una ceja.
– ¿No se acuerda de ella?
Él agitó la cabeza.
– Entonces es que no la conoce.
– ¿Se parece a usted?
– Ésa es una pregunta muy extraña.
– No tanto -respondió Simon, pensando que Daphne tenía razón. Era una pregunta muy extraña y no sabía por qué se la había hecho. Sin embargo, como ya lo había dicho, añadió-: Al fin y al cabo, he oído que todos los Bridgerton se parecen.
Daphne frunció el ceño, sólo un poco, y a Simon le pareció un gesto muy misterioso.
– Es cierto. Nos parecemos todos, excepto mi madre. Es bastante pálida y tiene los ojos azules. Nuestro pelo oscuro es herencia de mi padre. Sin embargo, me dicen que tengo la sonrisa de mi madre.
Se produjo una incómoda pausa. Daphne cambiaba el peso de un pie al otro, sin saber que más decirle al duque cuando, por primera vez en su vida Nigel apareció en el momento oportuno.
– ¿Daphne? -dijo, parpadeando como si no viera del todo bien-. Daphne, ¿eres tú?
– Dios mío, señorita Bridgerton -exclamó Simon-. ¿Tan fuerte le ha golpeado?
– Lo suficiente para hacerlo caer, pero sólo eso, lo juro -dijo arrugando las cejas-. A lo mejor está ebrio.
– Oh, Daphne -gruñó Nigel.
El duque se agachó junto a él y justo después retrocedió, tosiendo.
– ¿Está ebrio? -preguntó Daphne.
El duque se levantó.
– Se he debido beber una botella de whisky entera para reunir el valor de proponerle matrimonio.