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– ¿Quién iba a pensar que podría resultar tan intimidadora? -susurró Daphne, pensando en todos aquellos hombres que sólo la veían como una buena amiga y nada más-. Es maravilloso.

Simon la miró como si estuviera loca, y luego susurró:

– No voy a hacer ningún comentario al respecto.

Daphne lo ignoró.

– ¿No deberíamos empezar a poner el plan en marcha?

Simon apoyó las manos en las caderas y volvió a estudiar la situación. Nigel estaba intentando ponerse de pie, pero a Simon le parecía que no tenía muchas posibilidades de lograrlo a corto plazo. Sin embargo, seguramente estaba lo suficientemente lúcido como para crearles problemas y, sobre todo, lo suficientemente lúcido como para hacer ruido, algo que ya estaba haciendo. Y bastante, además.

– Oh, Daphne. Te quiedo tanto, Daffery -dijo Nigel, que consiguió ponerse de rodillas y avanzó hacia ella arrastrando las piernas de modo que parecía más un penitente pidiendo clemencia que un enamorado-. Por favor, Duffne, cásate conmigo. Tienes que hacerlo.

– Levántate hombre -dijo Simon, cogiéndolo del cuello de la camisa-. Esto empieza a ser embarazoso. -Se giró hacia Daphne-. Voy a tener que sacarlo fuera. No podemos dejarlo aquí. Es posible que empiece a gruñir como una vaca enferma…

– Creía que ya había empezado -dijo Daphne.

Simon notó que levantaba un poco la comisura de los labios y sonreía. Puede que Daphne Bridgerton fuera una chica casadera y, por lo tanto, un desastre a la vista para un hombre como él, pero realmente era muy divertida.

En realidad, pensó, era la clase de persona que escogería como amigo si fuera un hombre.

Pero, como resultaba tremendamente obvio, tanto a los ojos como al cuerpo, que no era un hombre, Simon decidió que era mejor para los dos terminar con ese juego lo antes posible. Si los descubrían, la reputación de Daphne quedaría dañada de por vida pero, además, Simon no estaba seguro de poder controlarse y evitar acariciarla mucho más tiempo.

Aquella era una sensación muy extraña. Especialmente para un hombre que valoraba tanto su capacidad de controlarse. El control lo era todo. Sin él, nunca le habría podido hacer frente a su padre ni habría conseguido una mención de honor en la universidad. Sin él, todavía…

Sin él, pensó divertido, todavía hablaría como un idiota.

– Lo sacaré de aquí -dijo, de repente-. Usted vuelva al baile.

Daphne frunció el ceño y miró por encima del hombro hacia el pasillo que llevaba al salón.

– ¿Está seguro? Creía que quería que fuera a la biblioteca.

– Eso era cuando íbamos a dejarlo aquí mientras iba a buscar el carruaje. Pero ahora no podemos hacerlo así porque está despierto.

Daphne asintió, y preguntó:

– ¿Está seguro que podrá? Nigel es bastante grande.

– Yo más.

Daphne ladeó la cabeza. El duque, aunque delgado, tenía una complexión fuerte, era ancho de espaldas y tenía unas piernas muy musculosas. Sabía que se suponía que no debía fijarse en esas cosas pero ¿qué culpa tenía ella de que los dictados de la moda hubieran impuesto unos pantalones tan ceñidos? Tenía cierto aire predatorio, con la mandíbula alta, algo que presagiaba una fuerza y un poder muy bien controlados.

Daphne llegó a la conclusión de que podría levantar a Nigel perfectamente.

– Muy bien -dijo, asintiendo-. Y muchas gracias. Es usted muy amable por ayudarme.

– No suelo ser muy amable -dijo él entre dientes.

– ¿De veras? -preguntó ella, permitiéndose esbozar una sonrisa-. Es extraño. No se me hubiera ocurrido ninguna otra palabra para definir su comportamiento. Pero, claro, he aprendido que los hombres…

– Parece ser toda una experta en hombres -dijo él, en un tono algo mordaz, y luego gruñó mientras ponía a Nigel de pie.

Nigel se inclinó hacia Daphne, pronunciando su nombre prácticamente entre sollozos. Simon tuvo que agarrarlo con fuerza para que no la embistiera.

Daphne retrocedió un poco.

– Sí, bueno, tengo cuatro hermanos. No creo que haya mejor educación que esa.

Se quedó sin saber si el duque quería responderle porque Nigel eligió ese instante para recuperar la fuerzas, que no el equilibrio, se soltó de los brazos de Simon y se abalanzó sobre Daphne con sonidos incoherentes.

Si ella no hubiera estado pegada a la pared, habría ido a parar al suelo. Pero, al estar de pie, se dio un fuerte golpe contra la pared que la dejó sin aire unos instantes.

– Dios mío -dijo Simon, bastante disgustado. Apartó a Nigel, se giró hacia Daphne y preguntó-: ¿Puedo golpearlo?

– Sí, por favor -respondió ella, casi sin aire.

Había intentado ser amable y generosa con su pretendiente, pero aquello ya pasaba de castaño a oscuro.

El duque gruñó algo parecido a «Bien» y le dio un sorprendente y poderoso puñetazo a Nigel en la mandíbula.

Nigel cayó desplomado al suelo.

Daphne lo miró con ecuanimidad.

– Esta vez no creo que se levante.

Simon abrió la mano para relajar el puño después del golpe.

– No.

Daphne parpadeó y levantó la mirada.

– Gracias.

– Ha sido un placer -dijo Simon, mirando de reojo a Nigel.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -dijo, y los dos miraron al hombre que yacía, esta vez totalmente inconsciente, en el suelo.

– Volvemos al plan original -dijo Simon-. Lo dejamos aquí y usted se va a la biblioteca. No quiero moverlo hasta que no tenga el carruaje en la puerta.

Daphne asintió.

– ¿Necesita ayuda para levantarlo o quiera que me vaya directamente a la biblioteca?

El duque se quedó callado un momento. La cabeza le iba de un lado a otro mientras estudiaba la posición de Nigel.

– En realidad, agradecería mucho un poco de ayuda.

– ¿De verdad? -preguntó Daphne, sorprendida-. Estaba convencida de que diría que no.

Aquello hizo que el duque la mirara divertido.

– ¿Y por eso lo ha preguntado?

– No, por supuesto que no -respondió Daphne, ofendida-. No soy tan estúpida como para ofrecer mi ayuda si no tengo la intención de darla. Sólo iba a decir que los hombres, por mi experiencia…

– Tiene mucha experiencia -dijo el duque, en voz baja.

– ¿Disculpe?

– Le ruego que me perdone -dijo él-. Cree que tiene mucha experiencia.

Daphne lo miró fijamente a los ojos.

– Eso no es cierto; además, ¿quién es usted para decirlo?

– No, tampoco quería decir eso -dijo Simon, reflexionando, ignorando por completo la reacción tan furiosa de ella-. Creo que sería más apropiado decir que creo que cree que tiene mucha experiencia.

– Pero… Usted… -Daphne no lograba decir nada coherente pero le solía pasar cuando estaba enfadada.

Y ahora estaba muy enfadada.

Simon se encogió de hombros, aparentemente calmado ante la furiosa mirada de ella.

– Querida señorita Bridgerton…

– Si me vuelve a llamar así, le juro que gritaré.

– No, no lo hará -dijo él, con una malvada sonrisa-. Eso atraería a mucha gente y, si lo recuerda, no quiere que la vean conmigo.

– Me estoy planteando correr ese riesgo -dijo Daphne, poniendo mucho énfasis en cada palabra.

Simon cruzó los brazos y se apoyó en la pared.

– ¿De verdad? -dijo-. Me gustaría verlo.

Daphne estuvo a punto de levantar los brazos en gesto de rendición.

– Olvídelo. Olvídeme. Olvídese de esta noche. Me voy.

Se giró pero, antes de que pudiera dar un paso, la voz del duque la detuvo.

– Creí que iba a ayudarme.

¡Maldición! No tenía salida. Lentamente, se giró otra vez.

– Claro que sí -dijo, con falsa educación-. Será un placer.

– Bueno -dijo Simon, inocentemente-. Si quería ayudarme, no debería haber…

– Le he dicho que le ayudaré -lo interrumpió ella.

Simon sonrió. Era muy fácil hacerla enfadar.