Simon se agarrotó.
– Era un hombre maravilloso -continuó, mientras sus palabras se clavaban en la cabeza de Simon como uñas-. Siempre estaba tan pendiente de sus obligaciones para con el título que ostentaba. Debió ser un padre fabuloso.
– No sabría decirle -dijo Simon, escuetamente.
– ¡Oh! -La señora tuvo que toser para aclararse la garganta varias antes de poder continuar-. Ya veo. Bueno. Dios mío.
Simon no dijo nada, confiando en que esa actitud distante la disuadiera de quedarse. Maldita sea, ¿dónde estaba Anthony? Ya era suficientemente malo tener que soportar ver a esas mujeres comportándose como si él fuera un premio para encima tener que aguantar el escuchar de esa mujer lo buen padre que había sido el viejo duque…
Estaba a punto de estallar.
– ¡Duque! ¡Duque!
Simon se obligó a volver a mirar a la señora que tenía delante y se dijo que debía tener un poco más de paciencia. Al fin y al cabo, posiblemente sólo estaba halagando a su padre porque creía que era lo que él queda oír.
– Sólo quería recordarle -dijo- que ya nos presentaron oficialmente hace algunos años, cuando todavía era conde de Clyvedon.
– Si -murmuró Simon, buscando cualquier grieta en la barricada de mujeres por donde escapar.
– Le presento a mis hijas -dijo, señalando a las tres jóvenes.
Dos de ellas eran bastante guapas, pero la tercera todavía tenía granos en la cara y llevaba un vestido naranja que no la favorecía en absoluto. Al parecer, no estaba disfrutando de la velada como sus dos hermanas.
– ¿No son preciosas?-continuó la señora-. Son mi orgullo y alegría. Y son tan cariñosas.
Simon tuvo la extraña sensación de haber escuchado aquella descripción una vez, cuando fue a comprar un perro.
– Duque, permítame que le presente a Prudence, Philipa y Penelope.
Las jóvenes hicieron una reverencia, pero ninguna se atrevió a mirarlo a los ojos.
– Tengo otra hija en casa -dijo la señora Featherington-. Se llama Felicity. Pero sólo tiene diez años y no la dejo venir a estas fiestas.
Simon no entendía por qué esa mujer sentía la necesidad de compartir aquella información con él, así que adquirió un tono aburrido que, con los años, había aprendido que era la mejor manera de ocultar el enfado, y dijo:
– ¿Y usted es…?
– ¡Oh, le pido disculpas! Soy la señora Featherington, claro. Mi marido falleció hace tres años pero era uno de los mejores amigos de su padre… -El final de la frase fue casi como un susurro, porque recordó la anterior reacción de Simon al mencionarle a su padre.
Simon asintió.
– Prudence toca muy bien el piano -dijo ella, cambiando de tema.
Simon vio la mueca en la cara de la chica y decidió que nunca asistiría a una velada musical en casa de los Featherington.
– Y mi querida Philipa es una excelente pintora de acuarelas.
Philipa sonrió.
– ¿Y Penelope? -Algo dentro de Simon le obligó a preguntarlo.
La señora Featherington lanzó una mirada de pánico a su hija menor, que parecía bastante abatida. Penelope no era una chica demasiado atractiva y los vestidos que le ponía su madre no favorecían en nada su figura algo regordeta. Pero había algo cálido en su mirada.
– ¿Penelope? -repitió la señora Featherington, con la voz temblorosa-. Penelope es… eh… bueno, ¡es Penelope! -dijo, con una falsa sonrisa en los labios.
La chica miró a su alrededor como si quisiera esconderse debajo de alguna alfombra. Simon decidió que si se veía obligado a bailar con alguna, se lo pediría a Penelope.
– Señora Featherington -dijo una voz seca e imponente que no podía pertenecer a nadie más que a lady Danbury-, ¿está acosando al duque con preguntas?
Simon quería responder que sí, pero el recuerdo de la cara mortificada de Penelope Featherington le hizo decir:
– Por puesto que no.
Lady Danbury levantó una ceja mientras se giraba lentamente hacia él.
– Mentiroso.
Se giró hacia la señora Featherington, que se había quedado pálida. La señora Featherington no dijo nada. Lady Danbury no dijo nada. Al final, la señora Featherington murmuró que acababa de ver a su prima, cogió a sus tres hijas y se marchó.
Simon se cruzó de brazos, pero no pudo evitar mirar a su anfitriona con una sonrisa.
– Eso no ha estado demasiado bien, ya lo sabe -dijo.
– Bah. Tiene la cabeza llena de pájaros, igual que sus hijas, excepto la más feúcha. -Lady Danbury agitó la cabeza-. Si la vistieran con otro color.
Simon intentó contener una risa, pero no pudo.
– Nunca aprendió a ocuparse de sus asuntos, ¿verdad?
– Nunca. ¿Qué diversión tendría ocuparme sólo de mis cosas? -dijo, y sonrió. Simon juraría que no quería hacerlo, pero sonrió-, Y en cuanto a ti -añadió-, eres un invitado horrible. Se supone que, a estas alturas, tus buenos modales te habrían llevado a saludar a la anfitriona.
– Ha estado en todo momento demasiado rodeada de admiradores como para acercarme.
– ¡Qué simplista! -comentó la mujer.
Simon no dijo nada porque no estaba del todo seguro de cómo interpretar sus palabras. Siempre había sospechado que lady Danbury conocía su secreto, pero nunca lo había sabido a ciencia cierta.
– Tu amigo Bridgerton se acerca -dijo ella.
Simon siguió con la mirada su movimiento de cabeza. Anthony se dirigía hacia ellos tranquilamente y, cuando estaba a punto de llegar a su lado, escuchó que lady Danbury lo llamaba cobarde.
Anthony parpadeó.
– ¿Disculpe?
– Podías haber venido antes y salvar a tu amigo del cuarteto de las mujeres Featherington.
– Pero estaba disfrutando mucho al verlo en dificultades.
– Hmmmph.
Y sin decir nada más, o sin emitir ningún sonido más, se fue.
– Es una mujer de lo más extraña -dijo Anthony-. No me sorprendería que fuera esa maldita lady Whistledown.
– ¿Te refieres a la de la columna de chismorreos?
Anthony asintió mientras guiaba a Simon hasta donde se encontraban sus dos hermanos. Mientras caminaban, Anthony sonrió y dijo:
– Te he visto hablando con un buen número de respetables señoritas.
Simon murmuró algo bastante obsceno entre dientes.
Sin embargo, Anthony sólo se rió.
– No dirás que no te había avisado.
– Ya me mortifica lo suficiente admitir que tenías razón, así que no me pidas que lo diga en voz alta.
Anthony soltó una carcajada.
– Por ese comentario, creo que yo mismo te presentaré a todas las debutantes de la ciudad.
– Si lo haces-le advirtió Simon-, te prometo que pronto morirás de un modo lento y extremadamente doloroso.
Anthony sonrió.
– ¿Espadas o revólveres?
– No, veneno. Veneno del bueno.
– Vaya.
Anthony se detuvo frente a sus dos hermanos, ambos con el mismo pelo castaño, altos y una constitución ósea perfecta. Simon vio que uno tenía los ojos verdes y el otro, marrones como Anthony. Sin embargo, a pesar de eso, la luz del salón daba lugar a confundirlos.
– ¿Te acuerdas de mis hermanos? -dijo Anthony-. Benedict y Colin. A Benedict lo recordarás de Eton. Es el que tuvimos pegado a los talones durante tres meses cuando llegó.
– Eso no es cierto -.dijo Benedict, riendo.
– A Colin no sé si lo conoces -añadió Anthony-. Posiblemente es demasiado joven para haberse cruzado en tu camino.
– Un placer -dijo Colin, alegremente.
Simon vio un brillo de granuja en sus ojos verdes y no pudo evitar mostrar una sonrisa.
– Anthony nos ha dicho muchas cosas insultantes sobre usted- añadió Colin, con una maliciosa sonrisa en la cara-. Y por eso estoy seguro de que seremos grandes amigos.
Anthony puso los ojos en blanco.
– Estoy seguro que entiendes por qué mi madre está convencida de que Colin será el primero de sus hijos en volverla loca.