Aquel comentario cogió a Simon por sorpresa. La miró a los ojos marrones, aunque sin saber demasiado bien qué buscaba. Alrededor de las pupilas tenía un pequeño círculo de color verde; un verde muy intenso. Se dio cuenta de que nunca la había visto a la luz de día.
– ¿Duque?
La suave voz de Daphne lo devolvió a la realidad. Parpadeó.
– ¿Disculpe?
– Parecía que estaba muy lejos de aquí -dijo Daphne, arrugando las cejas.
– He estado muy lejos de aquí. -Simon tuvo que hacer grandes esfuerzos para no volver a perderse en sus ojos-. Esto es totalmente distinto.
Daphne se rió; un sonido muy musical.
– Ha estado en países muy lejanos, ¿verdad? Y yo nunca he ido más allá de Lancashire. Debo parecerle de lo más provinciana.
Simon prefirió hacer caso omiso de ese comentario.
– Debe disculpar mi actitud. Creo que estábamos discutiendo acerca de mi absoluta falta de sentido del humor.
– No es cierto, y lo sabe -dijo Daphne, colocando los brazos en jarra-. Le he dicho, concretamente, que tiene un sentido del humor muy superior al de la media de los vividores.
Simon arqueó una ceja.
– ¿Y pondría a sus hermanos en ese saco de vividores?
– Ellos creen que lo son -lo corrigió-. Hay una gran diferencia con serlo.
Simon resopló.
– Si Anthony no lo es, compadezco a la mujer que se cruce con uno en su vida.
– Un vividor es mucho más que seducir a una legión de mujeres -dijo Daphne, alegremente-. Si un hombre no sabe hacer otra cosa que meterle la lengua a una mujer hasta el esófago y besarla…
A Simon se le hizo un nudo en la garganta pero, aún así, consiguió decir:
– No debería hablar de esas cosas.
Daphne levantó los hombros.
– Ni siquiera debería saberlas -dijo él.
– Cuatro hermanos -respondió ella, a modo de explicación-. Bueno, tres, porque Gregory todavía es demasiado joven.
– Alguien debería decirles que vigilaran lo que dicen delante de su hermana.
Daphne volvió a levantar los hombros.
– La mayoría de las veces ni siquiera se dan cuenta de que estoy en la habitación.
A Simon le costaba creerlo.
– Pero parece que nos hemos desviado un poco del tema original -dijo ella-. Lo que quiero decirle es que el sentido del humor de un vividor se basa en la crueldad. Necesitan una víctima porque no saben reírse de sí mismos. Usted, en cambio, con esa actitud crítica con usted mismo, es mucho más inteligente.
– No sé si darle las gracias o ahogarla.
– ¿Ahogarme? Santo Dios, ¿por qué? -dijo Daphne, riéndose, un sonido que a Simon le llegó a lo más profundo.
Simon suspiró profundamente pero no le sirvió para calmarle el pulso tan acelerado que tenía. Si Daphne no dejaba de sonreír, juraba que no podría responder de las consecuencias.
Sin embargo, ella no dejó de mirarlo y sonreír, una de aquellas sonrisas que parecían estar perpetuamente al límite de la risa.
– Basándome en el principio general, voy a ahogarla -gruñó Simon.
– ¿Y qué principio es ése?
– El principio general de todo hombre -respondió él.
Ella arqueó las cejas, curiosa.
– ¿Uno opuesto al principio general de toda mujer?
Simon miró a su alrededor.
– ¿Dónde está su hermano? Está siendo muy descarada. Seguramente, debería venir alguien para controlarla.
– Estoy segura de que no tardará demasiado en ver a Anthony. En realidad, estoy sorprendida de que todavía no haya venido. Anoche estaba bastante enfadado. Tuve que soportar una charla de una hora sobre sus defectos y pecados.
– Le aseguro que los pecados son, en gran parte, exagerados.
– ¿Y los defectos?
– Posiblemente sean ciertos -admitió Simon.
Aquel comentario hizo que Daphne volviera a sonreír.
– Bueno, ciertos o no, mi hermano piensa que usted quiere algo.
– Es que quiero algo.
Daphne ladeó la cabeza y puso los ojos en blanco.
– Cree que quiere algo pecaminoso.
– Ya me gustaría a mí -dijo Simon, para sí mismo.
– ¿Cómo dice?
– Nada, nada.
Daphne frunció el ceño.
– Creo que deberíamos explicarle a Anthony nuestro plan.
– ¿Y qué sacaríamos con eso?
Daphne recordó el sermón que le había dado su hermano la noche anterior y se limitó a decir:
– Bueno, dejaré que lo averigüe usted mismo.
Simon arqueó las cejas.
– Mi querida Daphne…
Daphne abrió la boca, sorprendida.
– ¿No pretenderás que te llame señorita Bridgerton? -dijo Simon-. Después de todo lo que hemos pasado.
– No hemos pasado nada, no diga tonterías, pero supongo que puede llamarme Daphne.
– Excelente -dijo Simon, asintiendo con condescendencia-. Tú puedes llamarme duque.
Daphne le dio un golpe en el brazo.
– De acuerdo -dijo él, sonriendo-. Si te parece mejor, llámame Simon.
– Sí, me parece mucho mejor.
Simon se inclinó un poco, y la miró con fuego en los ojos.
– ¿De verdad? -dijo-. Me gustaría mucho oírtelo decir.
De repente, Daphne tuvo la extraña sensación de que Simon hablaba de algo mucho más íntimo que la mera mención de su nombre propio. Empezó a notar un extraño calor en los brazos e, inconscientemente, dio un paso atrás.
– Las flores son preciosas -dijo.
– Sí, que lo son.
– Me encantan.
– No son para ti.
Daphne se quedó de piedra. Simon sonrió.
– Son para tu madre.
Ella abrió la boca, sorprendida.
– Eres muy listo. Así seguro que cae rendida a tus pies. Pero este gesto te va a salir muy caro, lo sabes, ¿no?
Simon la miró a los ojos.
– ¿De verdad?
– Sí. Estará más decidida que nunca a llevarte al altar conmigo. En las fiestas, estarás igual de asediado que si no hubiéramos tramado este plan.
– Bobadas -dijo él-. Antes, tenía que aguantar a decenas de madres deseosas de endosarme a sus hijas. Ahora, toda mi atención se centra en una.
– A lo mejor te sorprende su tenacidad -dijo Daphne. Luego se giró hacia la puerta-. Debes de gustarle mucho, porque nos está dejando solos más de lo habitual.
Simon se quedó pensativo y se acercó a Daphne.
– ¿Y no puede estar escuchando detrás de la puerta? -le susurró.
Daphne agitó la cabeza.
– No, habríamos oído el ruido de los zapatos por el pasillo.
Hubo algo en ese comentario que hizo sonreír a Simon, y Daphne le devolvió la sonrisa.
– Por cierto, debería darte las gracias antes de que vuelva mi madre.
– ¿A sí? ¿Por qué?
– Tu plan ha sido todo un éxito. Al menos para mí. ¿Has visto cuantos hombres han venido a verme esta mañana?
Simon cruzó los brazos, y los tulipanes quedaron hacia abajo.
– Ya lo he visto.
– Es brillante, de verdad. Nunca había recibido tantas visitas en un mismo día. Mamá estaba muy orgullosa. Incluso Humboldt, el mayordomo, sonreía, y nunca antes lo había visto sonreír. ¡Uy, cuidado! El ramo está goteando.
Daphne se inclinó y colocó el ramo hacia arriba pero, al hacerlo, rozó con el antebrazo la parte delantera del abrigo de Simon. Inmediatamente retrocedió, sorprendida por el calor y el poder que desprendía.
Dios mío, si podía sentir eso a través de la ropa y el abrigo, cómo debía ser…
Se sonrojó. Se puso roja como un tomate.
– Daría todo lo que tengo por ese pensamiento -dijo Simon, levantando las cejas, curioso.
Afortunadamente, Violet escogió ese preciso instante para entrar en el salón.
– Siento mucho haberos abandonado tanto tiempo -dijo-, pero el caballo del señor Crane había perdido una herradura y, naturalmente, tuve que acompañarlo a las cuadras para que alguien se la arreglara.
En todos los años que llevaban juntas, que era básicamente toda su vida, pensó mordazmente Daphne, nunca había visto a su madre poner un pie en las cuadras.