– ¿Y por qué dabas por sentado que no iba a interesarme?
– ¿Aparte de porque me has jurado mil veces que no quieres casarte? -dijo Anthony.
En eso llevaba razón. Y a Simon no le gustó.
– Aparte de eso -dijo, algo malhumorado.
Anthony parpadeó un par de veces y luego dijo:
– Nadie está interesado en Daphne. Al menos, nadie que nos parezca bien para casarse con ella.
Simon cruzó los brazos y se apoyó en la pared.
– No la tienes en demasiada buena consideración, ¿no te par…?
Antes de que pudiera terminar la frase, Anthony lo cogió por el cuello.
– No te atrevas a insultar a mi hermana.
Sin embargo, en sus viajes, Simon había aprendido a defenderse y tan sólo le costaron dos segundos intercambiar posiciones.
– No estaba insultando a tu hermano -dijo, con una malévola voz-. Te estaba insultando a ti.
Anthony empezó a emitir unos extraños sonidos, así que Simon lo soltó.
– Además -dijo Simon, frotándose las manos, Daphne me explicó por qué no atrae a ningún pretendiente adecuado.
– ¿Ah sí? -dijo Anthony, con sorna.
– Personalmente, creo que tiene que ver con tu forma de comportarte, tan primate, y la de tus hermanos. Sin embargo, ella dice que es porque todos la ven como a una amiga, y nadie se la imagina como una heroína romántica.
Anthony hizo una larga pausa antes de decir:
– Entiendo. -Y luego, tras otra pausa, añadió, pensativo-: Puede que tenga razón.
Simon no dijo nada, sólo observó a su amigo cómo intentaba solucionar todo eso. Al final, Anthony dijo:
– Aún así, no me gusta verte olfateando alrededor suyo.
– Madre mía, me haces parecer un perro y no un hombre.
Anthony cruzó los brazos.
– No te olvides que éramos del mismo grupo en Oxford. Sé exactamente lo que has hecho.
– Por el amor de Dios, Bridgerton, ¡teníamos veinte años! Todos los hombres son unos imbéciles a esa edad. Además, sabes perfectamente que hab… hab…
Simon notó algo raro en la lengua, y tosió para camuflar el tartamudeo. Maldita sea. Le pasaba muy de vez en cuando, pero cuando lo hacía, siempre era cuando estaba enfadado o disgustado por algo. Si perdía el control de sus emociones, perdía el control de su habla. Era tan sencillo como eso.
Y, desgraciadamente, episodios como ése sólo servían para hacer que se enfadara o se disgustara consigo mismo, y eso todavía acentuaba más el tartamudeo.
Anthony lo miró fijamente.
– ¿Estás bien?
Simon asintió.
– Me ha entrado un poco de polvo en el cuello -mintió.
– ¿Quieres que te pida un té?
Simon Volvió a asentir.
No le apetecía mucho el té, pero supuso que era lo que uno tomaba en aquellas situaciones, si realmente le había entrado polvo en el cuelo.
Anthony hizo sonar el timbre, se giró hacia Simon y dijo:
– ¿Por dónde íbamos?
Simon tragó saliva, con la esperanza de poder controlar su ira.
– Sólo quería decir que tú, mejor que nadie, sabes que al menos la mitad de mi reputación es falsa.
– Sí, pero yo estaba allí en la mitad que es verdadera y, aunque no me importa que trates a Daphne esporádicamente, no quiero que la cortejes.
Simon miró a su amigo, o como mínimo al hombre que creía que era su amigo, con incredulidad.
– ¿De verdad crees que seduciría a tu hermana?
– No sé qué creer. Sé que casarte no entra en tus planes. Y sé que Daphne sí quiere casarse. -Se encogió de hombros-. Honestamente, para mí ése es motivo suficiente para manteneros a cada uno en un lado de la pista de baile.
Simon suspiró. Aunque la actitud de Anthony lo irritaba, supuso que era totalmente comprensible e, incluso, plausible. Al fin y al cabo, él sólo intentaba hacer lo mejor para su hermana. A Simon le costaba verse haciéndose cargo de alguien más que no fuera él pero pensó que, si tuviera una hermana, también sería terriblemente escrupuloso con quién la cortejaba.
Entonces, alguien llamó a la puerta.
– ¡Adelante! -dijo Anthony.
En lugar de la sirvienta con el té, apareció Daphne.
– Mamá me ha dicho que estabais de mal humor y que os dejara en paz, pero he pensado que tenía que venir a ver si alguno había matado al otro.
– No- dijo Anthony, con una sonrisa-. Sólo unos estrangulamientos de nada.
Daphne no movió ni una pestaña, y eso decía mucho de ella.
– ¿Quién ha estrangulado a quién?
– Yo lo estrangulé primero -dijo su hermano-, y luego él me devolvió el favor.
– Ya lo veo -dijo ella, despacio-. Siento mucho haberme perdido la fiesta.
Simon o pudo evitar sonreír.
– Daff -dijo.
Anthony se giró, furioso.
– ¿La llamas Daff? -Se giró hacia su hermana-. ¿Le has dado permiso para utilizar tu nombre de pila?
– Claro.
– Pero…
– Creo -interrumpió Simon-, que deberíamos aclararlo todo.
Daphne asintió.
– Creo que tienes razón. Y, si te acuerdas, ya te lo dije.
– Es muy amable de tu parte mencionarlo -dijo Simon.
Ella sonrió, juguetona.
– No pude evitarlo. Con cuatro hermanos, una siempre tiene que aprovechar la ocasión de decir “Ya te lo dije” cuando se presenta.
Simon miró a Daphne y a Anthony.
– No sé a cual de los dos compadezco más.
– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Anthony, y luego añadió-: y, para tu información, compadéceme a mí, porque soy mucho más amable como hermano que ella como hermana.
– ¡No es verdad!
Simon la ignoró y se centró en Anthony.
– ¿Quieres saber qué demonios está pasando? Pues escucha…
CAPÍTULO 7
Los hombres son como las ovejas. Donde va uno, los demás lo siguen.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
30 de abril de 1813
Daphne pensó que, después de todo, Anthony se lo había tomado bastante bien. Desde que Simon terminó de explicarle su plan (con, tenía que admitirlo, frecuentes intervenciones por su parte), Anthony sólo había levantado la voz siete veces.
Eran unas siete menos de las que Daphne había esperado.
Al final, después de rogarle a su hermano que estuviera callado hasta que Simon y ella hubieran terminado, Anthony asintió, cruzó los brazos y cerró la boca durante el resto de la explicación. Su ceño fruncido bastaría para hacer temblar a las paredes pero, cumpliendo su palabra, no dijo nada.
Hasta que Simon terminó con un:
– Y eso es todo.
Silencio. Silencio sepulcral. Durante unos diez segundos, nadie pronunció una palabra, aunque Daphne hubiera jurado que había oído el crujir de las órbitas oculares mientras movía los ojos de Anthony a Simon.
Y entonces, Anthony dijo:
– ¿Estáis locos?
– Ya me esperaba que reaccionaría así -dijo Daphne.
– ¿Es que habéis perdido el juicio? -La voz de Anthony se convirtió en un rugido-. No sé quién de los dos es más idiota.
– ¡Quieres bajar la voz! -dijo Daphne, casi susurrando-. Mamá va a oírte.
– Mamá va a morirse de un ataque al corazón si se entera de esto -dijo Anthony, sacando fuego por la boca, aunque hablando en voz baja.
– Pero no va a enterarse, ¿verdad? -dijo Daphne.
– No, claro que no -respondió Anthony, levantando la mandíbula-. Porque esta farsa termina aquí y ahora.
Daphne se cruzó de brazos.
– No puedes hacer nada para detenerme.
Anthony miró a Simon.
– Puedo matarlo.
– No seas ridículo.
– Hay quien se ha batido en duelo por mucho menos.
– ¡Sí, pero eran idiotas!
– No voy a discutir el calificativo en lo que a él respecta.
– Si puedo decir algo -dijo Simon, tranquilamente.