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– Tenemos que hacerlo.

– No podemos.

La desesperación en la voz de Simon le dijo todo lo que necesitaba saber. La quería. La deseaba. Estaba loco por ella.

Daphne tuvo la sensación de que su corazón había empezado a cantar La flauta mágica y daba saltos de alegría.

Y pensó: ¿Y si lo besaba? ¿Qué pasaría si se adentraran en el jardín, levantara la cara y dejara que sus labios tocaran los de ella? ¿Vería él lo mucho que lo quería? ¿Vería lo mucho que podría llegar a quererla? Y a lo mejor, sólo a lo mejor, vería lo feliz que lo haría.

Entonces quizás dejaría de hablar de lo decidido que estaba a no pasar por la vicaría.

– Voy a dar un paseo por el jardín -dijo ella-. Si quieres, puedes acompañarme.

Mientras se alejaba, lentamente para que él pudiera seguirla, lo escuchó maldecir desde lo más profundo de su alma, y luego escuchó sus pasos detrás de ella.

– Daphne, esto es una locura -dijo Simon, pero la voz ronca delataba que más que convencerla a ella, intentaba convencerse a sí mismo.

Ella no dijo nada, sólo siguió adentrándose en las profundidades del jardín.

– Por el amor de Dios, Daphne, ¿Quieres escucharme? -La cogió con fuerza por la muñeca y la obligó a mirarlo-. Le hice una promesa a tu hermano -dijo, salvaje-. Me hice una promesa a mí mismo.

Ella esbozó la sonrisa de la mujer que se sabe deseada.

– Entonces, márchate.

– Sabes que no puedo hacerlo. No puedo dejarte sola en el jardín. Alguien podría intentar sobrepasarse.

Daphne se encogió de hombros e intentó soltarse de su mano.

Sin embargo, los dedos de Simon la apretaron todavía más.

Así, aunque ella sabía que no era su intención, no opuso resistencia y se dejo llevar por el tirón, acercándose a él hasta que entre los dos sólo quedó un palmo.

La respiración de Simon se aceleró.

– No lo hagas, Daphne.

Ella intentó decir algo ocurrente, algo seductor. Sin embargo, la valentía le falló en el último momento. Nunca la habían besado y ahora que había invitado a Simon a que fuera el primero, no sabía que hacer.

La mano de Simon se aflojó un poco pero enseguida volvió a cerrarse con fuerza sobre su muñeca, llevándola consigo detrás de un gran seto.

Susurró su nombre, le acarició la mejilla.

Daphne abrió los ojos y separó los labios.

Y, al final, fue inevitable.

CAPÍTULO 10

Un beso ha arruinado a más de una dama.

REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

14 de mayo de 1813

Simon no estaba seguro de en qué momento supo que iba a besarla. Posiblemente, era algo que nunca supo, sólo algo que sintió.

Hasta el último momento, había sido capaz de convencerse de que sólo la había llevado detrás de aquel seto para regañarla, para reprenderla por su comportamiento tan despreocupado que sólo podía traerles graves problemas a los dos.

Sin embargo, había sucedido algo o, a lo mejor llevaba sucediendo desde hacía mucho y él se había esforzado en ignorarlo. Los ojos de Daphne eran distintos, casi brillaban. Y había abierto la boca, sólo un poco, aunque lo suficiente para que Simon no pudiera dejar de mirarla.

Su mano empezó subir por el brazo, por encima del guante blanco, por encima de la piel del codo y, al final, por encima de las mangas del vestido. La rodeó por la espalda y la atrajo hacia sí, eliminando por completo la distancia que los separaba. Quería tenerla más cerca. Quería tenerla a su alrededor, encima de él, debajo de él. La quería tanto que le daba miedo.

La amoldó a su cuerpo y la rodeó con los brazos. La notaba de arriba abajo contra su cuerpo. Era bastante más baja que él, así que sus pechos le quedaban a la altura de las costillas y el muslo de Simon…

Se estremeció de deseo.

El muslo de Simon estaba entre las piernas de Daphne, sintiendo en su propia piel el calor que desprendía.

Simon gruñó, un primitivo sonido que mezclaba necesidad y frustración. Sabía que no podría hacerla suya esa noche, que no podría hacerla suya nunca, y necesitaba que aquellas caricias le duraran toda la vida.

La seda del vestido de Daphne era suave y fina debajo de los dedos de Simon y, a medida que le recorría la espalda, notaba cada línea de su cuerpo.

Entonces, sin saber por qué, no lo sabría en la vida, se separó de ella. Sólo un poco, pero fue suficiente para que el aire fresco corriera entre los dos cuerpos.

– ¡No! -exclamó ella, y Simon se preguntó si Daphne tenía alguna idea de la invitación que le acababa de hacer con esa sencilla palabra.

Le cogió la cara con las dos manos y la miró fijamente hasta que sintió que se perdía en ella. Estaba demasiado oscuro para diferenciar los colores exactos de aquella cara inolvidable, pero Simon sabía que los labios eran suaves y rosados, con un toque anaranjado en las comisuras. Sabía que los ojos tenían mil matices de marrones, con un precioso círculo verde que constantemente lo invitaba a mirarlo más de cerca para ver si realmente estaba allí o era un producto de su imaginación.

Pero el resto, cómo sería abrazarla, cómo sería saborearla, sólo podía imaginárselo.

Y Dios sabía que lo había imaginado. A pesar de su actitud serena, a pesar de las promesas que le había hecho a Anthony, se moría por ella. Cuando la veía al otro lado de una sala llena de gente, la piel le quemaba y, cuando la veía en sueños, su cuerpo se encendía.

Y ahora, ahora que la tenía en sus brazos, ahora que la respiración de Daphne era entrecortada por el deseo y que sus ojos brillaban con una pasión que seguro no podía entender, ahora creía que iba a estallar.

De modo que besarla se convirtió en un asunto de supervivencia. Era muy sencillo. Si no la besaba, si no la devoraba, moriría. Podía parecer melodramático, pero en aquel instante Simon habría jurado que era así. El deseo que sentía en el estómago estallaría y se lo llevaría con él.

La necesitaba hasta ese extremo.

Cuando, al final, cubrió su boca con sus labios, no fue nada suave. Tampoco fue cruel, pero tenía el pulso demasiado acelerado, demasiado urgente, y el beso fue el de un amante hambriento, no el de un educado pretendiente.

Le habría abierto la boca a la fuerza pero ella también se dejó llevar por la pasión del momento y, cuando la lengua de Simon empezó a abrirse camino, ella no opuso resistencia.

– Oh, Dios mío, Daphne -gruñó, cubriéndole las nalgas con las manos, acercándola más y más, invadido por la necesidad de hacerle sentir a ella la fuerza que se había originado en su entrepierna-. No sabía… Nunca soñé…

Pero era mentira. Lo había soñado. Lo había soñado con todos los detalles. Pero cualquier sueño quedaba en nada comparado con la realidad.

Cada roce, cada movimiento hacía que la deseara más y, cada segundo que pasaba, sentía que su cuerpo y su mente libraban una batalla cada vez más dura. Ya no importaba lo que estaba bien o lo que era adecuado. Todo lo que importaba era que ella estaba en sus brazos y que la deseaba con todas sus fuerzas.

Y su cuerpo se dio cuenta que ella también lo deseaba.

Las manos le recorrieron todo el cuerpo, la boca la devoró. No parecía saciarse de ella.

Sintió que la mano enguantada de Daphne subía con cautela hasta la parte alta de su espalda, deteniéndose en la nuca. Por donde pasaba, Simon sentía que la piel se estremecía y, después, quemaba.

Y quería más. Sus labios abandonaron su boca y bajaron por el cuello hacia el hueco encima de las clavículas. Ante cada caricia, Daphne emitía un gemido, y eso hacía que el deseo de Simon creciera todavía más.

Con las manos temblorosas, acarició el borde del escote del vestido. Era una tela muy delicada y sabía que sólo necesitaría un ligero movimiento para que la delicada seda se deslizara bajo la turgencia de sus pechos.