Terminó con un:
– ¡Y ahora van a batirse en duelo y Simon va a morir!
– No lo sabes, Daphne.
Ella agitó la cabeza, miserable.
– No le disparará a Anthony. Estoy segura. Y Anthony… -Se le cortó la voz, y tuvo que tragar un par de veces antes de continuar-. Anthony está muy furioso. No creo que rectifique.
– ¿Qué quieres hacer?
– No lo sé. Ni siquiera sé dónde va a celebrarse el duelo. ¡Sólo sé que tengo que detenerlo!
Colin maldijo en voz baja y luego, más tranquilo, dijo:
– No sé si podrás, Daphne.
– ¡Tengo que hacerlo! -exclamó ella-. Colin, no puedo quedarme aquí mirando las musarañas mientras Simon muere. – Hizo una pausa, y continuó-: Le quiero.
Colin palideció.
– ¿Incluso después de que te haya rechazado?
Ella asintió.
– No me importa si eso me hace parecer una imbécil y patética. No puedo evitarlo. Le quiero. Y él me necesita.
Colin dijo:
– Si esto fuera cierto, ¿no crees que habría aceptado casarse contigo cuando Anthony se lo pidió?
Daphne agitó la cabeza.
– No. Hay algo más que yo no sé. No sé cómo explicártelo, pero era como si una parte de él sí que quisiera casarse conmigo. -Notó que se iba poniendo cada vez más nerviosa, con la respiración entrecortada, pero continuó-: No lo sé, Colin. Pero si le hubieras visto la cara, lo entenderías. Estoy convencida.
– No conozco a Hastings como Anthony -dijo Colin-. Ni como tú. Pero nunca he oído nada de ningún secreto oscuro de su pasado. ¿Estás segura que…? -No puedo continuar. Dejó caer la cabeza entre las manos y, cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono de lo más dulce-. ¿Estás segura de que esos sentimientos hacia ti no son imaginaciones tuyas?
Daphne no se ofendió. Sabía que esa historia parecía una fantasía. Pero, en su corazón, sabía que tenía razón.
– No quiero que muera -dijo, en voz baja-. Al fin y al cabo, eso es lo único que importa.
Colin asintió, pero le hizo una última pregunta:
– ¿No quieres que muera o no quieres cargar con las culpas de su muerte?
Daphne se levantó, muy seria.
– Creo que será mejor que te vayas. -Utilizando sus últimas energías para mantener una voz serena-. No puedo creerme que me hayas preguntado eso.
Pero Colin no se fue. Alargó un brazo y apretó la mano de su hermana.
– Te ayudaré, Daff. Sabes que haría lo que fuera por ti.
Y Daphne se abalanzó sobre él y soltó todas las lágrimas que había estado reprimiendo.
Media hora más tarde, ya se había secado los ojos y tenía la cabeza más clara. Se había dado cuenta de que necesitaba llorar. Había ido guardando demasiadas cosas en su interior, sentimientos, confusión, dolor y rabia. Tenía que sacarlo. Pero ya no había tiempo para las emociones. Tenía que mantener la cabeza fría y fija en el objetivo.
Colin había ido al despacho a sonsacarles a Anthony y a Benedict lo que pudiera. Había coincidido con Daphne en que seguramente Anthony le pediría a Benedict que actuara de testigo. Su trabajo era conseguir que le dijeran dónde iba a celebrarse el duelo. Daphne no tenía ninguna duda que Colin lo conseguiría. Siempre había sido capaz de sonsacarle cualquier cosa a quien había querido.
Daphne se puso el traje de montar más viejo y cómodo que tenía. No tenía ni idea de cómo iba a salir la mañana, pero lo último que quería era tropezar con lazos y encajes.
Alguien llamó a la puerta y, antes de que pudiera llegar al pomo, Colin entró. Él también se había quitado el traje de fiesta.
– ¿Te lo han dicho? -preguntó Daphne, impaciente.
Colin asintió.
– No tenemos mucho tiempo. Supongo que querrás llegar antes que nadie, ¿no?
– Si Simon llega antes que Anthony, a lo mejor puedo convencerlo de que se case conmigo antes de que nadie desenfunde las armas.
Colin suspiró.
– Daff -dijo-. ¿Te has planteado la posibilidad de que, a lo mejor, no lo consigues?
Daphne tragó saliva.
– Intento no pensar en eso.
– Pero…
Daphne lo interrumpió.
– Si lo pienso -dijo, preocupada-, me descentro; pierdo los nervios y no puedo hacer eso. Por Simon, no puedo hacerlo.
– Espero que sepa lo que vales -dijo Colin-. Porque si no lo sabe, yo mismo le dispararé.
– Será mejor que nos vayamos -dijo ella.
Colin asintió y se fueron.
Simon fue por Broad Walk hasta el rincón más remoto y lejano de Regent’s Park. Anthony le había propuesto arreglar sus asuntos lejos de Mayfair, y a él le había parecido bien. El sol aún no había salido, claro, y era muy poco probable que se encontraran a nadie por la calle pero, aún así, no había ninguna razón para batirse en duelo en Hyde Park.
No es que a Simon le preocupara que los duelos fueran ilegales. Después de todo, no estaría allí para pagar las consecuencias.
Sin embargo, no era una manera agradable de morir. Pero tampoco veía demasiadas alternativas. Había profanado el cuerpo de una dama con la que no podía casarse, y ahora debía pagar por ello. Simon sabía lo que podía pasar antes de besar a Daphne.
Mientras se dirigía hacia el lugar indicado, vio que Anthony y Benedict ya habían desmontado y lo estaban esperando. El aire les agitaba el pelo y lo miraban con una expresión adusta.
Casi tan adusta como el corazón de Simon.
Detuvo el caballo a pocos metros de los hermanos Bridgerton y desmontó.
– ¿Dónde está tu testigo? -preguntó Benedict.
– No me preocupé de traer uno -dijo Simon.
– ¡Pero tienes que tener un testigo! Sin testigo, un duelo no es un duelo.
Simon se encogió de hombros.
– No me pareció necesario. Habéis traído las pistolas. Confío en vosotros.
Anthony se acercó a él.
– No quiero hacer esto -dijo.
– No tienes otra opción.
– Pero tú sí -dijo Anthony, impaciente-. Podrías casarte con ella. A lo mejor no la quieres, pero sé que la aprecias mucho. ¿Por qué no lo haces?
Simon se planteó explicárselo todo; las razones por las que había jurado que nunca se casaría ni tendría hijos. Pero no lo entendería. Los Bridgerton no, porque para ellos la familia sólo era algo bueno y verdadero. No conocían las palabras crueles y los sueños rotos. No conocían el horroroso sentimiento del rechazo.
Entonces se le ocurrió decir algo cruel que hiciera enfurecer a Anthony y Benedict para acabar con todo aquello lo antes posible. Sin embargo, eso implicaría despreciar a Daphne, y eso sí que no podía hacerlo.
De modo que, al final, miró a Anthony Bridgerton, el hombre que había sido su amigo desde los primeros años en Eton, y le dijo:
– Sólo quiero que sepas que no es por Daphne. Tu hermana es la mujer más maravillosa que jamás he conocido.
Y después, con un breve asentimiento hacia Anthony y Benedict, cogió una de las pistolas de la caja que Benedict había dejado en el suelo y empezó a caminar hacia el otro lado.
– ¡Eeeeeespeeeeeeraaaaaad!
Simon se giró. ¡Dios santo, era Daphne!
Estaba abalanzada sobre la yegua y se acercaba al trote hasta donde estaban ellos. Por un breve momento, Simon se olvidó de la rabia que sentía porque había interrumpido el duelo y se quedo maravillado por lo espléndida que estaba en la silla de montar.
Sin embargo, cuando detuvo el caballo delante de él y desmontó, se puso muy furioso.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -le preguntó.
– ¡Salvándote la vida! -Lo miró con los ojos encendidos de rabia y Simon se dio cuenta de que nunca la había visto tan enfadada.
Casi tan enfadada como él.
– Daphne, eres una inconsciente. ¿No te das cuenta de lo peligroso que ha sido aparecer así? -Sin darse cuenta de lo que hacía, la cogió por los hombros y empezó a temblar-. Uno de los dos podría haberte disparado.