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La respuesta de Daphne fue un resoplido.

Simon también estaba agotado. No sucedía cada día que un hombre se resignara a morir. Y que luego lo salvara, ¡y se comprometiera!, con la mujer con la que había soñado las dos últimas semanas.

Si no tuviera los dos ojos morados y un buen golpe en la mandíbula, creería que lo había soñado.

¿Daphne se daba cuenta de lo que había hecho? ¿A lo que estaba renunciando? Era una chica sensata y poco dada a soñar despierta, así que era bastante improbable que hubiera aceptado casarse con él sin haber contemplado todas las consecuencias.

Sin embargo, había tomado la decisión en un minuto. ¿Cómo podía haberlo pensado todo en tan sólo un minuto?

A menos que estuviera enamorada de él. ¿Renunciaría al sueño de formar una familia por amor?

O, a lo mejor, lo hacía por culpabilidad. Si él hubiera muerto en ese duelo, estaba seguro de que Daphne pensaría que había sido culpa suya. Demonios, Daphne le gustaba. Era una de las personas más extraordinarias que había conocido. No creía que pudiera vivir con su muerte en su conciencia. A lo mejor, ella sentía lo mismo respecto a él.

Sin embargo, fueran cuales fueran sus motivos, la verdad es que el próximo sábado -lady Bridgerton ya le había enviado una nota comunicándole que no sería un noviazgo largo- estaría unido a Daphne para siempre.

Y ella a él.

Ahora ya no había marcha atrás. Daphne nunca se echaría atrás a estas alturas, y él tampoco. Y, para sorpresa de él, aquella realidad casi fatalista lo hacía sentirse…

Bien.

Daphne sería suya. Ella ya conocía sus defectos, sabía lo que no podría darle y, aún así, lo había escogido a él.

Aquello le abrigaba el corazón más de lo que hubiera creído nunca.

– ¿Señor?

Simon levantó la mirada desde el sillón del despacho donde estaba hundido. No es que necesitara hacerlo, porque ya sabía que era su mayordomo.

– ¿Sí, Jeffries?

– Lord Bridgerton ha venido a verle. ¿Quiere que le diga que no está en casa?

Simon se levantó, casi sin fuerzas.

– No te creerá.

Jeffries asintió.

– Muy bien, señor-. Dio tres pasos y se giró-. ¿Está seguro de que quiere recibir a alguien? Parece un poco… eh… indispuesto.

– Si te refieres a los ojos morados, lord Bridgerton es el responsable del más grande.

Jeffries parpadeó como un búho.

– ¿El más grande, señor?

Simon esbozó una media sonrisa. No era sencillo. Le dolía mucho la cara.

– Me doy cuenta de que es difícil ver la diferencia, pero el ojo derecho está un poco peor que el izquierdo.

Jeffries se inclinó un poco, curioso.

– Confía en mí.

El mayordomo recuperó su postura.

– Por supuesto. ¿Quiere que lleve a lord Bridgerton al salón?

– No, hazlo pasar aquí -y ante el claro nerviosismo de Jeffries, Simon dijo-: Y no tienes que preocuparte por mi seguridad. No creo que, a estas alturas, lord Bridgerton vaya a darme otro puñetazo. Aunque creo que le costaría un poco encontrar alguna parte ilesa dónde dármelo.

Jeffries abrió los ojos y se fue.

Al cabo de un momento, Anthony Bridgerton entró por la puerta. Miró a Simon y le dijo:

– Estás horrible.

Simon arqueó una ceja, algo no demasiado sencillo dado su estado.

– ¿Y te sorprende?

Anthony se rió. Fue un sonido algo triste y apagado, pero todavía conservaba la esencia de aquel viejo amigo que fue. Una sombra de su vieja amistad. Le sorprendió lo agradecido que estaba por eso.

Anthony le señaló los ojos.

– ¿Cuál es el mío?

– El derecho -respondió Simon, cubriéndoselo con la mano-. Daphne pega bastante fuerte para ser chica, pero no es tan fuerte y grande como tú.

– Aún así -dijo Anthony, acercándose para observar el «regalo» de su hermana-, ha hecho un buen trabajo.

– Deberías estar orgulloso de ella -gruñó Simon-. Me duele mucho.

– Mejor.

Entonces se quedaron en silencio, con tantas cosas que decirse y sin saber por dónde empezar.

– Nunca quise que las cosas fueran así -dijo Anthony, al final.

– Yo tampoco.

Anthony se inclinó sobre la mesa de Simon, y éste se movió incómodo en el sillón.

– No fue fácil para mí dejar que la cortejaras.

– Sabías que no era real.

– Tú lo hiciste real ayer por la noche.

¿Qué podía decir? ¿Que la seductora había sido ella y no él? ¿Que había sido ella la que había insistido en salir a la terraza y adentrarse en el jardín? Nada de eso importaba. Él era mucho más experimentado que ella. Debería haberla detenido.

No dijo nada.

– Espero que podamos olvidarnos de esto -dijo Anthony.

– Seguro que a Daphne le gustaría mucho.

Anthony entrecerró los ojos.

– ¿Y ahora tu principal objetivo en la vida es cumplir sus deseos?

«Todos menos uno -pensó Simon-. Todos menos el que realmente importa.»

– Ya sabes que haré todo lo que esté en mi mano para hacerla feliz -dijo, pausadamente.

Anthony asintió.

– Si le haces daño…

– Nunca le haré daño -dijo Simon, con los ojos brillantes.

Anthony lo miró larga y fijamente.

– Estaba dispuesto a matarte por deshonrarla. Si le rompes el corazón, te garantizo que nunca más encontrarás la paz mientras vivas. Y no será mucho, te lo prometo.

– ¿Lo suficiente para provocarme un dolor insoportable? -preguntó Simon, suavemente.

– Exacto.

Simon asintió. A pesar de que Anthony le estaba jurando torturarlo y matarlo, Simon no podía evitar respetarlo por eso. La devoción hacia una hermana era de lo más honroso.

Simon se preguntó si Anthony vería algo en él que nadie más veía. Se conocían desde hacía mucho tiempo. ¿Podría Anthony adivinar algo de lo que escondía en los más oscuros rincones de su alma? ¿La angustia y la furia que tanto intentaba esconder?

Y si lo hacía, ¿era por eso que estaba tan preocupado por su hermana?

– Te doy mi palabra -dijo-, que haré todo lo que esté a mi alcance para que Daphne esté segura y feliz.

Anthony asintió brevemente.

– Más te vale -se separó de la mesa y se dirigió hacia la puerta-. Porque si no, esta vez nadie podrá salvarte.

Se marchó.

Simon hizo una mueca y se hundió en la butaca. ¿Desde cuándo su vida era tan complicada? ¿Desde cuándo los amigos eran enemigos y los flirteos se convertían en lujuria?

¿Y qué iba a hacer con Daphne? No quería hacerle daño; en realidad, no podía soportar hacerle daño y, a pesar de todo, estaba destinado a hacérselo casándose con ella. La deseaba, suspiraba por el día que pudiera tenerla debajo de su cuerpo y pudiera penetrarla lentamente hasta que ella gritara su nombre…

Se estremeció. Esos pensamientos no podían ser buenos para la salud.

– ¿Señor?

Jeffries otra vez. Simon estaba demasiado cansado para levantar la mirada, así que se limitó a hacer un gesto con la mano.

– Quizás le gustaría retirarse a su dormitorio, señor.

Simon miró el reloj, pero sólo porque no tenía que mover la cabeza para hacerlo. Apenas eran las siete de la tarde. Todavía era temprano para acostarse.

– Es temprano -dijo.

– Sí -dijo el mayordomo-, pero pensaba que quizá querría descansar.

Simon cerró los ojos. Jeffries tenía razón. A lo mejor, lo que necesitaba era descansar en su colchón de plumas y sábanas de hilo. Podría irse a su habitación donde seguramente pasaría una noche sin ver a ningún Bridgerton.

En su estado, podría dormir varios días seguidos.

CAPÍTULO 13

¡El duque de Hastings y la señorita Bridgerton se casan!

Esta autora aprovecha la oportunidad para recordarles, queridos lectores, que esta boda ya se predijo en esta columna. Ha quedado demostrado que cuando en esta columna se predice un nuevo noviazgo entre una dama y un caballero, las apuestas de los clubes de hombres cambian en cuestión de horas, y siempre a favor del matrimonio.