Aunque esta autora no tenga permiso para entrar en White’s, tiene motivos para creer que las apuestas oficiales del matrimonio entre el duque y la señorita Bridgerton estaban 2 a 1.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
19 de mayo de 1813
La semana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Daphne no vio a Simon durante días. Si Anthony no le hubiera dicho que había estado en Hastings House arreglando los detalles del contrato de matrimonio, Daphne habría pensado que se había fugado del país.
Para sorpresa de Anthony, Simon no había aceptado ni un penique como dote. Al final, los dos decidieron que Anthony pondría el dinero que su padre había dejado para la boda de Daphne en una cuenta aparte de la que él seria el fideicomisario. Ella podría gastarlo o guardarlo para lo que quisiera.
– Puedes dárselo a tus hijos -dijo Anthony.
Daphne sonrió. Era eso o echarse a llorar.
Unos días más tarde, Simon fue a Bridgerton House por la tarde. Faltaban dos días para la boda.
Daphne esperó en el salón después de que Humboldt anunciara su visita. Se sentó en el sofá, con la espalda recta y las manos juntas encima de las rodillas. Estaba segura de que parecía el modelo de mujer inglesa.
Notó unas cosquillas nerviosas en el estómago.
Se miró las manos y vio que se estaba clavando las uñas en las palmas y que se estaba dejando señales rojas.
Se rió. Nunca antes había estado nerviosa por ver a Simon. En realidad, posiblemente ése era el aspecto más destacable de su amistad. Incluso cuando lo había visto mirarla con ojos ardientes y estaba segura de que sus ojos reflejaban la misma necesidad, había estado cómoda con él. De acuerdo, el estómago le daba saltos y la piel le ardía, pero aquellas señales eran de deseo no de incomodidad. Primero y más importante, Simon había sido su amigo y Daphne sabía que la felicidad que sentía siempre que él estaba cerca no era nada común.
Confiaba que, entre los dos, volvieran a ser los mismos de antes pero, después de la escena en Regent’s Park, se temía que eso llegaría más tarde que pronto.
– Buenos días, Daphne.
Simon apareció en la puerta y llenó el salón con su maravillosa presencia. Bueno, igual no era tan maravillosa como siempre. Todavía tenía los ojos morados y el golpe de la mandíbula estaba adquiriendo una impresionante tonalidad verdosa.
Pero eso era mejor que una bala en el corazón.
– Simon -respondió ella-. Me alegro de verte. ¿Qué te trae por Bridgerton House?
Simon la miró sorprendido.
– ¿No estamos comprometidos?
Ella se sonrojó.
– Sí, claro.
– Tenía entendido que los hombres tienen que ir a visitar a sus prometidas. -Se sentó delante de ella-. ¿No dijo nada al respecto lady Whistledown?
– No creo -dijo Daphne-. Pero seguro que mi madre sí.
Los dos se rieron y, por un momento, Daphne creyó que todo volvería a ser como antes pero, cuando las risas desaparecieron, un incómodo silencio se apoderó de la habitación.
– ¿Te encuentras mejor de los ojos? -preguntó ella-. No parecen tan hinchados.
– ¿De verdad? -Simon se acercó a un espejo bastante grande-. Yo más bien creo que se han vuelto impresionantemente azules.
– Morados.
Él se inclinó y se miró en un espejo que había en la pared.
– De acuerdo, morados, aunque supongo que sería discutible.
– ¿Te duelen?
Simon sonrió.
– Sólo cuando alguien me da un puñetazo.
– Entonces, intentaré reprimirme -dijo ella, con una sonrisa malvada-. Será difícil, pero lo intentaré.
– Sí -dijo él-. Ya me han dicho varias veces que provoco esa reacción en las mujeres.
Daphne sonrió, aliviada. Si podían reírse de eso, seguro que todo volvería a ser como antes.
Simon se aclaró la garganta.
– Tenía un motivo para venir a verte.
Daphne lo miró, expectante, y esperó a que continuara.
Él sacó del bolsillo una caja de una joyería.
– Esto es para ti.
Se quedó sin respiración cuando cogió la caja de terciopelo.
– ¿Estás seguro?
– Creo que los anillos de compromiso suelen ser habituales en esta situación -dijo él.
– Oh. Qué tonta. No me di cuenta…
– ¿Que era un anillo de compromiso? ¿Qué pensabas que era?
– No pensaba -admitió ella.
Simon nunca le había hecho ningún regalo. Se había quedado tan conmovida por el gesto que se había olvidado completamente que le debía un anillo de compromiso.
«Debía». No le gustaba esa palabra, ni siquiera le gustaba pensar en ella. Pero sabía que era lo que debió de pensar Simon al comprarlo.
Aquello la deprimió un poco.
Se obligó a sonreír.
– ¿Es una antigüedad de tu familia?
– ¡No! -dijo él, con tanta vehemencia que Daphne parpadeó.
– Oh.
Otro silencio.
Él tosió y dijo:
– Pensé que te gustaría tener algo sólo tuyo. Todas las joyas de la familia Hastings se eligieron para otra persona. Esto lo he elegido yo para ti.
Daphne pensó que no se deshizo allí mismo de puro milagro.
– Eso es muy bonito -dijo, melancólica.
Simon se removió en el asiento, cosa que no sorprendió a Daphne. A los hombres no les gustaba que se hablara de ellos en ese tono.
– ¿No vas a abrirlo? -dijo él.
– Sí, sí, claro. -Daphne agitó un poco la cabeza mientras volvía a la realidad-. Qué tonta.
Tenía los ojos vidriosos y, después de parpadear varias veces para aclararse la vista, deshizo el lazo y abrió la caja.
Y sólo pudo decir:
– Dios mío. -E, incluso eso, salió entre suspiros.
En la caja había un aro de oro blanco adornado con una esmeralda tallada que tenía, a cada lado, un perfecto diamante. Era la joya más bonita que había visto en su vida; brillante pero elegante, preciosa pero sin ser opulenta.
– Es preciosa -susurró-. Me encanta.
– ¿Seguro? -Simon se quitó los guantes, se inclinó y lo sacó de la caja-. Porque es tu anillo. Lo vas a tener que llevar tú y debería ir acorde con tus gustos, no con los míos.
Daphne dijo, con la voz un poco temblorosa:
– Obviamente, tenemos los mismos gustos.
Simon respiro hondo, relajado, y la cogió de la mano. No se había dado cuenta de lo mucho que significaba para él que a Daphne le gustara el anillo hasta ese momento. Odiaba sentirse tan nervioso al estar junto a ella cuando, durante las últimas semanas, habían sido tan buenos amigos. Odiaba que se quedaran callados sin saber qué decir mientras, antes, ella era la única persona con la que nunca había sentido la necesidad de hacer pausas para hablar bien.
Y no es que ahora tuviera ningún problema para hablar. Es que no sabía qué decir.
– ¿Me permites? -le preguntó.
Daphne asintió y empezó a quitarse el guante.
Pero Simon la detuvo y empezó a hacerlo él. Dio un ligero tirón en el extremo de cada dedo y luego, lentamente, le quitó el guante. Fue un gesto tremendamente erótico y una versión abreviada de lo que quería hacer col ella: quitarle todas y cada un de las piezas de ropa que la cubrían.
Daphne respiró acelerada cuando el extremo del guante le rozó los dedos. Aquel sonido hizo que Simon la deseara todavía más.
Con manos temblorosas, le deslizó el anillo por el dedo hasta su sitio.
– Es perfecto -dijo ella, moviendo la mano de un lado a otro para ver cómo reflejaba la luz.
Sin embargo, Simon no la soltó. Mientras ella se movía, las dos manos se rozaban, creando un calor muy agradable. Entonces, Simon se acercó la mano de Daphne a los labios y depositó un casto beso en los nudillos.
– Me alegro -dijo-. Te queda muy bien.