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Daphne se acordó del beso de Simon y pensó que «caballero» no era la primera palabra que le venía a la cabeza.

– Pero…

De repente, Violet se levantó.

– Muy bien. Buenas noches. Eso es lo que quería decirte.

– ¿Eso es todo?

Violet se fue hacia la puerta.

– Eh, sí -parpadeó, sintiéndose culpable-. ¿Esperabas algo más?

– ¡Sí! -Daphne corrió detrás de su madre y se colocó delante de la puerta para que no pudiera escapar-. ¡No puedes irte sin explicarme algo más!

Violet miró a la ventana desesperadamente. Daphne agradeció que su habitación estuviera en el segundo piso, si no habría jurado que su madre habría saltado por ella.

– Daphne -dijo Violet, con la voz apagada.

– Pero ¿qué hago?

– Tu marido lo sabrá -dijo Violet.

– Mamá, no quiero hacer el ridículo.

Violet hizo una mueca.

– No lo harás. Confía en mí. Los hombres son…

Daphne se agarró con fuerza a esa frase inacabada.

– ¿Los hombres son qué? ¿Qué, mamá? ¿Qué ibas a decir?

A estas alturas, Violet estaba totalmente colorada y tenía el cuello y las orejas sonrosados.

– Los hombres son muy fáciles de complacer -dijo-. No quedará decepcionado.

– Pero…

– ¡Pero ya basta! -dijo Violet, firmemente-. Ya te he dicho lo que mi madre me dijo a mí. No te pongas nerviosa y haz lo suficiente como para quedarte en estado.

Daphne se quedó boquiabierta.

– ¿Qué?

Violet estaba muy nerviosa.

– ¿He olvidado esa parte?

– ¡Mamá!

– Está bien. Tu deber matrimonial, eh, la consumación, eh, es cómo se hacen los hijos.

Daphne se apoyó en la pared.

– O sea, que tú lo hiciste ocho veces.

– ¡No!

Daphne parpadeó, confundida. Las explicaciones de su madre eran muy vagas y todavía seguía sin saber qué era eso del deber matrimonial.

– Pero ¿no se supone que, para tener ocho hijos, tendrías que haberlo hecho ocho veces?

Violet empezó a abanicarse con furia.

– Sí. ¡No! Daphne, esto es muy personal.

– Pero ¿cómo pudiste tener ocho hijos si…?

– Lo hice más de ocho veces -dijo Violet, con una cara como si quisiera que la tierra la tragara en ese mismo instante.

Daphne miró a su madre, incrédula.

– ¿De verdad?

– A veces -dijo Violet, casi sin mover los labios y sin levantar la mirada del suelo-, la gente lo hace sólo porque quiere.

Daphne abrió los ojos como platos.

– ¿A sí?

– Eh… Sí.

– ¿Cómo cuando un hombre y una mujer se besan?

– Sí, exacto -dijo Violet, respirando aliviada-. Es muy parecido a… -Entrecerró los ojos y recuperó el tono de voz normal-. Daphne, ¿has besado al duque?

Daphne palideció.

– A lo mejor -susurró.

Violet agitó el dedo índice delante de su hija.

– Daphne Bridgerton, no puedo creerme que hayas hecho algo así. ¡Sabes que te advertí que no debías permitir que los hombres se tomaran esas libertades!

– Ahora ya no importa. Voy a casarme con él.

– Aún así… -Violet suspiró-. No importa. Tienes razón. Vas a casarte, y con un duque nada menos; si te besó, bueno, era de esperar.

Daphne se quedó mirando a su madre. Mantener aquel tipo de conversaciones no iba para nada con ella.

– Bueno -dijo Violet-, si ya no tienes más preguntas, te dejaré con tus, eh… -Miró todas las cosas que Daphne tenía encima de la cama-. Con lo que estabas haciendo.

– ¡Pero sí que tengo más preguntas!

Sin embargo, Violet ya estaba en la puerta.

Y Daphne, por muchas ganas que tuviera de descubrir los secretos del deber matrimonial, no estaba dispuesta a hacerlo en le pasillo delante de toda la familia y los sirvientes.

Además, la charla con su madre la había dejado algo preocupada. Violet le había dicho que el acto matrimonial era un requisito indispensable para tener hijos. Si Simon no podía tener hijos, ¿querría decir que tampoco podrían realizar las intimidades de las que le había hablado su madre?

Y, maldita sea, ¿en qué consistían esas intimidades? Daphne sospechaba que tenían que ver con los besos, porque la sociedad hacía especial hincapié en que las chicas jóvenes guardaran sus labios puros y castos. Y también, pensó, sonrojándose al recordar la noche en el jardín con Simon, debían estar relacionadas con los pechos de una mujer.

Daphne hizo una mueca. Su madre prácticamente le había ordenado que no estuviera nerviosa, pero era imposible no estarlo, no cuando iba a firmar ese contrato sin tener ni idea de cómo llevar a cabo sus deberes.

¿Y Simon? Si no podía consumar el matrimonio, ¿sería un matrimonio de verdad?

Aquello era suficiente para hacer de Daphne una novia muy inquieta.

Al final, recordó muy pocos detalles del día de la boda. Vio las lágrimas en los ojos de su madre, que le resbalaron por las mejillas, y recordó la voz ronca de Anthony cuando la entregó a Simon. Hyacinth esparció les pétalos de rosa demasiado deprisa y, cuando llegó al altar, ya no le quedaban. Gregory estornudó tres veces antes de pronunciar los votos.

Y recordó la cara de concentración de Simon mientras repetía sus votos. Pronunció cada sílaba lenta y cuidadosamente. Los ojos le ardían y hablaba en voz baja, pero sincera. A Daphne le pareció que no había otra cosa más importante que las palabras que Simon pronunció delante del arzobispo.

Se tranquilizó pensando que ningún hombre que pronunciara sus votos tan de corazón podía plantearse el matrimonio como una mera conveniencia.

«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»

Daphne se estremeció, lo que la obligó a balancearse ligeramente. En unos momentos, pertenecería a ese hombre para siempre.

Simon se giró y la miró fijamente, preguntándole con los ojos: «¿Estás bien?»

Ella asintió, un movimiento de barbilla tan discreto que sólo él lo vio. Daphne vio un brillo especial en sus ojos… ¿Podía ser alivio?

«Yo os declaro…»

Gregory estornudó por cuarta, quinta y sexta vez, obligando al arzobispo a hacer una pausa antes del «marido y mujer». Daphne sintió una oleada de felicidad apoderarse de ella. Sin embargo, apretó los labios e intento mantener la compostura. Al fin y al cabo, el matrimonio era una institución solemne y no debía ser tomada a broma.

Miró a Simon y vio que él la estaba mirando de una forma muy extraña. Tenía sus pálidos ojos azules fijos en su boca y la comisura de los labios le temblaba.

Daphne sintió que no podría reprimir mucho más esa oleada de felicidad.

«Puedes besar a la novia.»

Simon la cogió con desesperación y la besó con tanto ímpetu que los presentes exclamaron sorprendidos.

Y entonces, los dos pares de labios, los del novio y los de la novia, empezaron a reír, aunque seguían mezclados.

Violet Bridgerton dijo que había sido el beso más extraño que jamás había visto.

Gregory Bridgerton, cuando dejó de estornudar, dijo que había sido asqueroso.

El arzobispo, que ya empezaba a ser mayor, se quedó perplejo.

Sin embargo, Hyacinth Bridgerton que, a los diez años, no debería saber nada de besos parpadeó y dijo:

– Creo que ha sido muy bonito. Si ahora se ríen, posiblemente se reirán siempre. -Se giró a su madre-. Eso es algo bueno, ¿no?

Violet cogió la mano de su hija pequeña y la apretó.

– La risa siempre es bonita, Hyacinth. Gracias por recordárnoslo.

Y así empezó a correr el rumor que los nuevos duques de Hastings eran la pareja más feliz y enamorada que se habían casado en años. Después de todo, ¿quién recordaba una boda con tantas risas?