– Me alegro.
– Las carreteras no son muy seguras de noche -añadió él, intentando pasar por alto que era él el que pretendía hacer todo el camino hasta Clyvedon de noche.
– No -dijo ella.
– Y tendremos hambre.
– Sí -dijo ella, algo desconcertada por la obsesión de Simon con la parada en la posada.
Simon no podía culparla, pero discutía hasta la saciedad sobre la parada o la cogía y la tomaba allí mismo.
Y aquello no era una opción.
Así que dijo:
– La comida es muy buena.
Ella parpadeó y dijo:
– Ya lo has dicho.
– Cierto -dijo él, y tosió-. Creo que voy a dormir un rato.
Ella abrió los ojos y, en realidad, adelantó toda la cara cuando preguntó:
– ¿Ahora?
Simon asintió.
– Parece que me repito pero ya te he dicho, como tú muy bien me has recordado, que ha sido un día muy largo.
– Es verdad. -Lo observó, curiosa, cómo intentaba encontrar la mejor postura. Y al final le preguntó-: ¿Estás seguro de que vas a poder dormir con el carruaje en marcha? ¿No te molesta el traqueteo?
Él se encogió de hombros.
– Soy capaz de dormirme donde sea. Es algo que aprendí en mis viajes.
– Pues es una suerte -murmuró ella.
– Y que lo digas -asintió él.
Entonces, cerró los ojos y, durante casi tres horas, hizo ver que dormía.
Daphne lo miraba. Fijamente. No estaba durmiendo. Con siete hermanos, se sabía de memoria todos los trucos y Simon no estaba dormido.
Respiraba muy tranquilo y emitía los sonidos exactos de cuando uno duerme.
Pero Daphne se la sabía larga.
Cada vez que se movía, hacía un ruido inesperado o respiraba demasiado fuerte, Simon movía la barbilla. Era casi imperceptible, pero lo hacía. Y cuando bostezaba y respiraba, veía cómo Simon movía las pupilas debajo de los párpados cerrados.
Sin embargo, era de admirar porque había conseguido mantener la farsa más de dos horas.
Ella no duraba más de veinte minutos.
Daphne pensó que si quería hacerse el dormido, ella no iba a molestarlo; Dios la libre de interrumpir tan maravillosa interpretación.
Con un último y sonoro bostezo, solo para verlo mover las pupilas, se giró hacia la ventana y descorrió la cortina de terciopelo para poder ver el paisaje. El sol estaba rojizo sobre el horizonte, con un tercio todavía asomándose a la tierra.
Si Simon había acertado en la estimación del tiempo hasta la posada, y tenía la sensación de que así era, ya que a los que les gustaban las matemáticas siempre acertaban en esas cosas, deberían estar a mitad de camino de Clyvedon y bastante cerca de la posada.
Cerca de su noche de bodas.
Por el amor de Dios, tendría que dejar de pensar en esos términos tan melodramáticos. Aquello era ridículo.
– ¿Simon?
Él no se movió. Eso la irritó.
– ¿Simon? -repitió un poco más alto.
Vio cómo torcía la comisura de los labios, pero no se movió. Daphne estaba segura de que estaba decidiendo si lo había dicho lo suficientemente fuerte como para terminar con la farsa.
– ¡Simon! -le dio un golpe, bastante fuerte, justo donde el brazo se une al pecho.
Seguro que estaría de acuerdo con ella en que nadie seguiría durmiendo después de eso.
Abrió los ojos e hizo un sonido bastante curioso, una respiración profunda como si se acabara de despertar.
Era muy bueno, pensó Daphne, admirada.
Simon bostezó.
– ¿Daff?
Daphne no se andó con rodeos.
– ¿Hemos llegado?
Él intentó desperezarse de la inexistente pereza.
– ¿Qué?
– ¿Si hemos llegado?
– Ahhh… -Miró el carruaje, aunque ella no sabía qué buscaba-. ¿No estamos en marcha todavía?
– Sí, pero podríamos estar cerca.
Simon suspiró y miró por la ventana. Su ventana estaba orientada hacia el este, así que estaba mucho más oscuro que de lo que veía Daphne desde la suya.
– Oh -dijo, sorprendido-. En realidad, está allí arriba.
Daphne se esforzó en no sonreír.
El carruaje se detuvo y Simon salió. Intercambió algunas palabras con el cochero, seguramente para informarlo de que habían cambiado de planes y que se quedarían a pasar la noche aquí. Después, volvió hasta la puerta de Daphne y le ofreció la mano para ayudarla a bajar.
– ¿Tiene tu aprobación? -le preguntó, señalando la posada.
Daphne no sabía cómo iba a aprobarla si no la veía por dentro pero, en cualquier caso, dijo que sí. Simon la llevó hasta dentro y la dejó junto a la puerta mientras él fue a hablar con el dueño.
Daphne se quedó mirando los que iban venían. Primero pasó un matrimonio joven, que parecía de la pequeña nobleza, al que acompañaron a un comedor privado. También había una madre subiendo la escalera con sus cuatro hijos; Simon estaba discutiendo con el dueño de la posada y había un caballero alto y desgarbado apoyado en una…
Daphne se giró hacia su marido. ¿Simon estaba discutiendo con el dueño de la posada? Estiró el cuello. Los dos hablaban en voz baja pero estaba claro que Simon estaba enfadado. Parecía que el dueño iba a fundirse de vergüenza de no poder satisfacer al duque de Hastings.
Daphne frunció el ceño. Aquello no pintaba bien.
¿Debería intervenir?
Los observó discutir un poco más y luego decidió que sí, que debía intervenir.
Con pasos que no eran dubitativos pero que tampoco se podrían definir como determinados, se acercó a su marido.
– ¿Hay algún problema? -preguntó.
Simon la miró brevemente.
– Creía que estabas esperando en la puerta.
– Así era -sonrió-. Pero me he movido.
Simon hizo una mueca y se volvió a girar hacia el dueño.
Daphne tosió un poco, sólo para comprobar si Simon le hacía caso. No fue así. Ella frunció el ceño. No le gustaba que la ignoraran.
– ¿Simon? -dijo, dándole unos golpecitos en la espalda-. ¿Simon?
Él se giró, lentamente, y la miró con cara de pocos amigos.
Daphne volvió a sonreír, todo inocencia.
– ¿Cuál es el problema?
El dueño levantó las manos pidiendo perdón y habló antes de que Simon pudiera dar ninguna explicación.
– Solo me queda una habitación libre -dijo, en tono suplicante-. No sabía que el duque iba a honrarnos con su presencia esta noche. Si lo hubiera sabido, no le habría dado la habitación a la señora Weatherby y sus hijos. Le aseguro -se inclinó y miró a Daphne arrepentido-, que los habría mandado a otra pensión.
La última frase fue acompañada de un despectivo gesto con las manos que a Daphne no le gustó nada.
– ¿La señora Weatherby es la que acaba de entrar con cuatro niños?
El dueño asintió.
– Si no fuera por los niños…
Daphne lo interrumpió porque no quería oír el resto de una frase que, indudablemente, implicaba echar a la calle a una mujer sola en plena noche.
– No veo ninguna razón por la que no podamos arreglarnos con una habitación. Tampoco somos tan importantes.
A su lado, Simon apretó la mandíbula hasta que Daphne le oyó rechinar los dientes.
¿Quería habitaciones separadas? La sola idea valía para que una recién casada se sintiera suficientemente despreciada.
El dueño miró a Simon y esperó su aprobación. Simon asintió y el dueño juntó las manos encantado, y también aliviado porque no había nada peor para un negocio que un duque descontento con el servicio. Cogió la llave y salió de detrás del mostrador.
– Si hacen el favor de seguirme…
Simon dejó que Daphne pasara primero, así que ella subió la escalera detrás del dueño. Después de girar un par de esquinas, llegaron a una habitación amplia, muy bien amueblada y con vistas al pueblo.
– Bueno -dijo Daphne, cuando el dueño se fue-. A mí me parece perfecta.
La respuesta de Simon fue un gruñido.