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– Daphne, hay muchas, muchas otras razones por las que una pareja no puede tener hijos.

Daphne tuvo que obligarse a dejar de rechinar los dientes.

– Detesto lo estúpida que me siento en este momento -dijo.

Él se inclinó y la tomó de las manos.

– Daphne -dijo, suavemente, masajeándole los dedos-, ¿tienes alguna idea de lo que pasa entre un hombre y una mujer?

– No -dijo, sinceramente-. Creerías que, con tres hermanos mayores, sabría algo y por fin creía que iba a saberlo anoche cuando mi madre me dijo que…

– No digas nada más -dijo él, con una voz muy extraña-. Ni una palabra más. No lo soportaría.

– Pero…

Simon hundió la cara entre las manos y, por un momento, Daphne creyó que estaba llorando. Sin embargo, mientras ella estaba allí sentada castigándose a sí misma por haber hecho llorar a su marido en su noche de bodas, se dio cuenta de que se estaba riendo.

El muy desconsiderado.

– ¿Te estás riendo de mí?

Simon agitó la cabeza, sin levantarla.

– Entonces, ¿de qué te ríes?

– Oh, Daphne -dijo-. Tienes tanto que aprender.

– Nunca dije lo contrario -gruñó ella.

Si la gente no se preocupara tanto por mantener a las chicas jóvenes tan ignorantes respecto a las realidades del matrimonio, se evitarían escenas como ésta.

Él se inclinó, apoyó los codos en las rodillas y la miró profundamente.

– Puedo enseñarte -susurró.

A Daphne le dio un vuelco el estómago.

Sin apartar la mirada de sus ojos, Simon le cogió una mano y se la acercó a los labios.

– Te aseguro -dijo, recorriéndole un dedo con la lengua-, que soy perfectamente capaz de satisfacerte en la cama.

De repente, a Daphne le costaba respirar. ¿Y desde cuándo hacía tanto calor en esa habitación?

– No-no sé muy bien lo que quieres decir.

Él la atrajo contra su cuerpo.

– Ya lo sabrás.

CAPÍTULO 15

Londres ha estado de lo más tranquilo esta semana, ahora que nuestro duque favorito y la duquesa favorita del duque se han ido a la costa. Esta autora les puede explicar que vieron al señor Nigel Berbrooke invitando a bailar a la señorita Penelope Featherington o que la señorita Featherington, a pesar de la alegre mirada de su madre casi forzándola a aceptar y su aceptación posterior, no parecía excesivamente alegre.

Pero ¿quién quiere oír hablar del señor Berbrooke o la señorita Penelope? No nos engañemos. Todos estamos ansiosos por saber algo del duque y la duquesa.

REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

28 de mayo de 1813

Era como volver a estar en el jardín de lady Trowbridge, pensó Daphne, aunque esta vez no habría interrupciones, ni hermanos mayores, ni temor de ser descubiertos; sólo un marido y una mujer y una promesa de pasión desbordada.

Los labios de Simon encontraron los suyos, suaves pero penetrantes. Con cada caricia, cada movimiento de lengua, Daphne sentía escalofríos por todo el cuerpo y pequeños espasmos de deseo que cada vez eran más frecuentes.

– ¿Te he dicho alguna vez -le susurró Simon-, lo enamorado que estoy de la comisura de tus labios?

– N-no -dijo Daphne temblorosa, sorprendida de que Simon se hubiera fijado en eso alguna vez.

– La adoro -murmuró él y, a continuación, empezó a demostrárselo.

Le mordisqueó el labio inferior hasta que, con la lengua, le recorrió la línea de la comisura.

Le hacía cosquillas y Daphne abrió la boca y se rió.

– ¡Para! -dijo, riéndose.

– Jamás -dijo él. Se retiró y le tomó la cara entre las manos-. Tienes la sonrisa más bonita que he visto en mi vida.

La reacción inicial de Daphne fue decir: «No seas tonto», pero luego se lo pensó mejor, ¿por qué arruinar un momento así?, y dijo:

– ¿De verdad?

– Sí. -Simon depositó un beso en la nariz de su mujer-. Cuando sonríes, te ocupa la mitad de la cara.

– ¡Simon! -exclamó ella-. Eso suena horrible.

– Es encantador.

– Deforme.

– Deseable.

Daphne se puso seria pero, al mismo tiempo, no podía dejar de sonreír.

– Obviamente, no tienes ni idea de los cánones de belleza femeninos.

Simon arqueó una ceja.

– En lo relativo a ti, a partir de ahora sólo importan mis cánones.

Por un momento, Daphne no supo qué decir y luego estalló a reír.

– Oh, Simon -dijo-, parecías tan feroz. Tan maravillosa, perfecta y absurdamente feroz.

– ¿Absurdo? -repitió él-. ¿Me estás llamando absurdo?

Daphne apretó los labios para reprimir otra risa, pero no lo consiguió.

– Es casi tan malo como que te llamen impotente -gruñó.

Daphne se puso seria inmediatamente.

– Simon, sabes que yo no… -no insistió más y dijo-: Lo siento mucho.

– No lo sientas -dijo él, agitando la mano en el aire para restarle importancia-. A quien tendría que matar es a tu madre, pero tú no tienes que excusarte por nada.

Daphne soltó una risita.

– Mamá hizo lo que pudo y si yo no hubiera estado tan confundida por lo que dijiste…

– Encima, ¿es culpa mía? -dijo él, en tono burlón. Pero luego, su rostro adquirió una expresión más seductora. Se acercó a ella, se inclinó sobre ella para que Daphne tuviera que echarse hacia atrás-. Supongo que tendré que esforzarme el doble para demostrarte mis capacidades.

La rodeó con una mano y la sujetó mientras la tendía en la cama. Daphne sintió que se quedaba sin respiración cuando se perdió en sus ojos azules. Cuando uno estaba tendido, el mundo parecía distinto. Más oscuro y peligroso. Y muy emocionante porque Simon estaba encima de ella, acaparando toda su visión.

Y, en ese momento, cuando él redujo la distancia entre ellos, se convirtió en todo su mundo.

Esta vez el beso no fue tierno. No le hizo cosquillas, la devoró; no tanteó, poseyó.

Bajó las manos y le cubrió las nalgas, apretándola contra su erección.

– Esta noche -susurró, con la voz ronca y cálida junto a la oreja de Daphne-, serás mía.

Daphne empezó a respirar más deprisa, cada sonido más inapreciable. Simon estaba tan cerca, cada centímetro de su cuerpo cubriéndola. Había imaginado esta noche miles de veces desde que él aceptó casarse con ella en Regent’s Park, pero nunca pensó que el peso de su cuerpo sobre el suyo fuera tan excitante. Simon era grande y estaba muy musculado; era imposible escapar de ese ataque seductor, ni que Daphne hubiera querido.

Era muy extraño sentir tanta felicidad por tener tan poco poder. Podía hacer con ella lo que quisiera, y ella se dejaría.

Sin embargo, cuando el cuerpo de Simon se estremeció y abrió la boca para pronunciar su nombre y lo único que pudo decir fue «D-D- Daph…», ella se dio cuenta de que también tenía un poder. Simon la quería tanto que no podía ni respirar, la deseaba tanto que apenas podía articular palabra.

Y, sin saber cómo, al ser consciente de ese poder, descubrió que su cuerpo sabía qué tenía que hacer. Levantó las caderas en busca de él y, mientras las manos de Simon le subían la falda hasta la cintura, ella lo rodeó con las piernas para acercarlo más al centro de su feminidad.

– Dios mío, Daphne -dijo Simon, entrecortadamente, levantándose un poco y apoyándose sobre los codos-. Quiero… No puedo…

Daphne lo rodeó por la espalda, intentando acercarlo otra vez.

Hacía frío en el vacío que su cuerpo había dejado.

– No puedo ir despacio -gruñó.

– No me importa.

– A mí sí -la pasión se reflejaba en su ardientes ojos-. Estamos perdiendo la cabeza.

Daphne lo miró, intentando recuperar el aliento. Simon se había sentado en la cama y sus ojos le estaban recorriendo el cuerpo entero mientras una mano le recorría la pierna hasta la rodilla.