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– ¿Estás bien? -dijo, tensando todos sus músculos para no moverse dentro de ella.

Daphne asintió, soltando el aire despacio.

– Es muy extraño -admitió.

– Pero ¿no te duele? -preguntó él, casi avergonzado por la desesperación de sus palabras.

Ella agitó la cabeza, con una pequeña y femenina sonrisa en la cara.

– No me duele -dijo-. Pero antes… cuando has… con el dedo…

Incluso a la luz de las velas. Simon apreció que se había sonrojado.

– ¿Es esto lo que quieres? -dijo, retirándose hasta que sólo estaba dentro de ella a medias.

– ¡No! -gritó ella.

– Entonces, a lo mejor es esto -dijo él, volviendo a penetrarla del todo.

Ella resopló.

– Sí. No. Las dos cosas.

Simon empezó a moverse dentro de ella, con un ritmo deliberadamente lento. Con cada empujón, ella soltaba un gemido y él se volvía loco.

Y entonces los gemidos se convirtieron en gritos y los resoplos en respiraciones entrecortadas, y Simon supo que estaba cerca del éxtasis. Se movió más deprisa, rechinando los dientes mientras luchaba por mantener el control sobre su cuerpo mientras ella caía en una espiral de pasión.

Daphne pronunció su nombre, luego lo gritó y, al final, toda ella se tensó debajo de él. Se agarró a sus hombros y levantó las caderas de la cama con una fuerza que Simon casi no podía creer. Al final, con un último y poderoso empujón, ella alcanzó el orgasmo y se dejó llevar por el poder de su propia liberación.

En contra de su buen juicio, Simon la penetró una última vez, hundiéndose en ella hasta el fondo y saboreando la dulzura de su cuerpo.

Después, dándole un beso terriblemente apasionado, se apartó y se derramó en las sábanas, junto a ella.

* * *

Esa fue la primera de muchas noches de pasión. Los recién casados fueron a Clyvedon y allí, para mayor vergüenza de Daphne, se encerraron en la habitación de matrimonio durante más de una semana.

Por supuesto, la vergüenza no fue tanta porque Daphne sólo hizo un intento desganado por, realmente, salir de la habitación.

Cuando salieron de su reclusión de luna de miel, a Daphne le enseñaron Clyvedon, y lo necesitaba porque, el día que llegaron, lo único que pudo ver fue el camino de la puerta principal al dormitorio ducal. También se pasó varias horas presentándose a los sirvientes de más rango. Obviamente, la habían presentado oficialmente al llegar pero a Daphne le pareció mejor conocer de manera más individualizada a los miembros más importantes del servicio.

Como Simon sólo había pasado allí su niñez, muchos de los sirvientes que se habían incorporado más tarde no lo conocían, pero los que ya estaban en Clyvedon cuando era pequeño parecía, a los ojos de Daphne, que sentían una auténtica devoción por él. Mientras paseaba por el jardín con Simon se rió de eso y, de repente, empezó a sentirse el blanco de una mirada totalmente cortante.

– Viví aquí hasta que fui a Eton -fue todo lo que dijo Simon, como si aquello bastara como explicación.

Daphne se sintió muy incómoda por el tono imperturbable que había utilizado Simon.

– ¿Nunca viajabas a Londres? Cuando éramos pequeños, nosotros…

– Viví aquí, exclusivamente.

Su tono indicaba que deseaba, no, requería, que la conversación terminara ahí; sin embargo, haciendo caso omiso a la advertencia, decidió seguir con el tema.

– Debiste ser un niño muy cariñoso -dijo, con una voz descaradamente risueña-. O, quizás, un niño de lo más travieso para haber despertado esa devoción eterna en el servicio.

Simon no dijo nada.

Daphne insistió.

– A Colin también le pasa. Cuando era pequeño, era como un diablillo pero tan insoportablemente encantador que los sirvientes lo adoraban. Un día…

Se calló y se quedó con la boca abierta. No tenía demasiado sentido continuar porque Simon se había dado la vuelta y se había marchado.

Las rosas no le interesaban lo más mínimo. Y tampoco nunca había reflexionado sobre las violetas, pero ahora Simon estaba apoyado en una baranda de madera admirando los famosos jardines florales de Clyvedon como si se planteara seriamente una carrera de horticultor.

Y todo porque no podía soportar las preguntas de Daphne sobre su infancia.

Sin embargo, la verdad era que odiaba los recuerdos. Despreciaba todo y todos los que le recordaban a aquella época. La única razón por la que había traído aquí a Daphne era porque era la única de sus residencias que estaba a dos días de viaje desde Londres y estaba lista para vivir en ella.

Los recuerdos hacían renacer los sentimientos. Y Simon no quería volver a sentirse como aquel niño pequeño. No quería recordar las muchas veces que le había enviado cartas a su padre y había esperado en vano una respuesta. No quería recordar las amables sonrisas de los sirvientes; sonrisas que siempre iban acompañadas de ojos de lástima. Lo querían, sí, pero también lo compadecían.

Y, bueno, el hecho de que ellos también odiaran a su padre por lo que le estaba haciendo nunca fue gran consuelo. Nunca había sido, y sinceramente seguía sin ser, tan noble que no le satisficiera un poco la poca popularidad de su padre entre el servicio, pero eso nunca borró el bochorno o la incomodidad.

O la vergüenza.

Quería que lo admiraran, no que lo compadecieran. Y no fue hasta que viajó por el mundo sin título nobiliario que consiguió empezar a saborear el éxito.

Había hecho un viaje muy largo; había ido hasta el mismo infierno antes de volver a ser el de siempre.

Aunque, claro, Daphne no tenía la culpa de esto. Simon sabía que ella no tenía ningún motivo oculto para interrogarlo sobre su infancia. ¿Cómo iba a tenerlo? No sabía nada de sus ocasionales dificultades en el habla. Se había esforzado mucho para que ella no se diera cuenta.

No, pensó, no se había tenido que esforzar demasiado. Siempre se había sentido muy cómodo con ella, se sentía libre. Desde que la conocía, casi no había tartamudeado, excepto durante algún episodio de rabia y enfurecimiento.

Y cuando estaba con Daphne, la vida era cualquier cosa menos rabia y enfurecimiento.

Se apoyó todavía más en la barandilla, curvando la espalda por el peso de la culpabilidad. Había sido muy maleducado con ella. Al parecer, estaba destinado a hacerlo una y otra vez.

– ¿Simon?

Había notado su presencia incluso antes de que dijera su nombre. Daphne se acercó por detrás de él, caminando suave y silenciosamente por la hierba, pero Simon sabía que estaba ahí. Pudo oler su fragancia y escuchar el viento enredado en su pelo.

– Estas rosas son muy bonitas -dijo ella.

Simon sabía que aquella era su manera de intentar suavizar su mal carácter de antes. Sabía que Daphne se moría por seguir haciéndole preguntas. Sin embargo, y a pesar de su edad, era muy lista y, aunque a él le gustaba burlarse de ella por eso, sabía mucho sobre los hombres y sus cambios de humor. Daphne no le preguntaría nada más. Al menos por hoy.

– Dicen que las plantó mi madre -respondió él.

Esas palabras salieron de su boca con más brusquedad de la deseada, pero él esperaba que Daphne sabría apreciar su verdadera intención. Cuando ella no dijo nada. Simon añadió, a modo de explicación:

– Murió al dar a luz.

Ella asintió.

– Lo había oído. Lo siento.

Simon se encogió de hombros.

– No la conocí.

– Eso no quiere decir que no fuera una pérdida importante.

Simon se acordó de su niñez. No había ningún modo de saber si su madre habría entendido mejor que su padre sus dificultades al hablar, pero supuso que tampoco se habría portado peor que su padre.

– Sí-dijo-. Supongo que lo fue.

Un poco más tarde, mientras Simon se encargaba de los asuntos de las propiedades con el contable, Daphne decidió que podría ir a conocer mejor a la señora Colson, el ama de llaves. Aunque todavía no había hablado con Simon de dónde iban a fijar su residencia, Daphne creyó que, en algún momento, siempre volverían a Clyvedon y si había aprendido algo de su madre era que una señora debía tener una buena relación laboral con el ama de llaves.