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Y no es que Daphne tuviera miedo de no llevarse bien con la señora Colson. La había conocido brevemente cuando Simon le había presentado al servicio y, en esos pocos instantes, le había dado la sensación de ser una persona muy amable y habladora.

Se presentó en la puerta del despacho de la señora Colson, una pequeña habitación junto a la cocina, un poco antes de la hora del té. El ama de llaves, una señora bastante guapa de unos cincuenta años, estaba en el escritorio elaborando los menús de la semana.

Daphne golpeó la puerta abierta.

– ¿Señora Colson?

El ama de llaves levantó la cabeza e, inmediatamente, se puso en pie.

– Señora -dijo, haciendo una pequeña reverencia-. Debería haberme llamado.

Daphne sonrió, incómoda, porque todavía no se acostumbraba al cambio de trato de mera señorita a duquesa.

– Pasaba por aquí -dijo, para explicar su poca ortodoxa aparición en los dominios de los sirvientes-. Pero, si tiene un momento, me gustaría que pudiéramos conocernos mejor. Usted ha vivido aquí muchos años y yo espero hacerlo en un futuro.

La señora Colson respondió con una sonrisa al cálido tono de Daphne.-Por supuesto, señora. ¿Hay algo en particular que le apetecería saber?

– No. Pero, si quiero llevar esta casa como es debido, aún tengo que aprender muchas cosas. ¿Le parece bien si vamos a tomar el té al salón amarillo? Me gusta mucho la decoración. Además, toca el sol. Esperaba poder convertirlo en mi salón personal.

La señora Colson la miró de una manera un tanto extraña.

– A la difunta duquesa también le gustaba mucho.

– Oh -dijo Daphne, sin saber si aquello debería hacerla sentirse incómoda.

– Me he encargado personalmente de ese salón todos estos años -continuó la señora Colson-. Cambié la tapicería hace tres años -dijo, levantando la barbilla, satisfecha-. Fui a Londres a buscar la misma tela.

– Entiendo -dijo Daphne, saliendo del despacho-. El difunto duque debió de querer mucho a su mujer para ordenar un mantenimiento tan detallado de su salón favorito.

La señora Colson le respondió sin mirarla a los ojos.

– Fue decisión mía -dijo, pausadamente-. El duque siempre me daba un presupuesto para el mantenimiento de la casa y a mí me pareció un buen uso del dinero.

Daphne se esperó mientras el ama de llaves llamaba a una doncella y le daba instrucciones para el té.

– Es una habitación preciosa -dijo Daphne, cuando empezaron a caminar juntas-. Y, aunque el actual duque no llegó a conocer a su madre, estoy segura de que le gustará mucho que usted haya tomado esa decisión.

– Es lo mínimo que podía hacer -dijo la señora Colson, a medida que avanzaban por el pasillo-. Después de todo, yo no siempre serví a la familia Basset.

– ¿No? -preguntó Daphne, curiosa.

Los sirvientes de alto rango solían ser muy leales y servían a una misma familia durante generaciones.

– No, yo era la doncella personal de la duquesa -dijo, deteniéndose en la puerta del salón amarillo para que Daphne pasara primero-. Y, antes de eso, su dama de compañía. Mi madre fue su niñera. La familia de la duquesa era tan buena que incluso me dejó compartir las clases que ella tomaba.

– Debían de quererse mucho -dijo Daphne.

La señora Colson asintió.

– Cuando murió, ocupé varios puestos hasta convertirme en ama de llaves.

Daphne le sonrió y se sentó en el sofá.

– Siéntese, por favor -dijo, señalando la silla que había delante de ella.

La señora Colson se mostró dubitativa ante tanta familiaridad, pero acabó tomando asiento.

– Cuando murió lo sentí muchísimo -dijo. Miró a Daphne temerosa-. Espero que no le importe que le explique esto.

– Claro que no -dijo Daphne, inmediatamente. Se moría de ganas de saber más cosas sobre la infancia de Simon. Él decía muy poco pero ella sentía que significaba mucho para él-. Por favor, continúe. Me encantaría escuchar más cosas de la difunta duquesa.

A la señora Colson se le humedecieron los ojos.

– Era la persona más buena que ha habido. Ella y el duque, bueno, no fue un matrimonio por amor, pero se apreciaban. A su manera, eran amigos. -Miró a Daphne-. Los dos conocían perfectamente cuáles eran sus obligaciones como duques y se tomaron sus responsabilidades muy en serio.

Daphne asintió.

– Ella estaba decidida a darle un hijo. Siguió intentándolo incluso después de que los médicos le dijeran que no lo hiciera. Cada mes, cuando veía que no estaba en estado, lloraba desconsolada en mis brazos.

Daphne volvió a asentir, deseando que el movimiento ocultara su expresión tensa. Le costaba escuchar historias sobre una mujer que no podía tener hijos sin que le afectaran. Pero se dijo que tendría que ir acostumbrándose. Sería mucho peor tener que responder a las preguntas que llegarían.

Porque llegarían, indudablemente. Preguntas lastimosamente educadas y dolorosamente compasivas.

Sin embargo, afortunadamente, la señora Colson no se percató del gesto de Daphne. Se sorbió la nariz antes de continuar.

– Siempre decía que cómo iba a ser una buena duquesa si no podía engendrar un heredero. Aquello me rompía el corazón. Cada mes igual.

Daphne se preguntó si su corazón también se rompería cada mes.

Posiblemente no. Ella, al menos, ya sabía de antemano que no iba a tener hijos. La madre de Simon veía sus esperanzas truncadas cada cuatro semanas.

– Y, claro -continuó el ama de llaves-, todo el mundo hablaba como si fuera culpa de ella. ¿Cómo podían saberlo, dígame? No siempre es por impedimento de la mujer. A veces es el hombre el que no puede procrear.

Daphne no dijo nada.

– Yo siempre se lo decía, pero ella seguía sintiéndose culpable. Yo le dije… -El ama de llaves se sonrojó ligeramente-. ¿Puedo hablarle con franqueza?

– Por favor.

La señora Colson asintió.

– Bueno, le dije lo que me había dicho mi madre: «Un útero no crecerá sin una semilla fuerte y sana».

Daphne permaneció inexpresiva.

– Pero entonces, por fin, nació el señorito Simon. -La señora Colson soltó un suspiro maternal y miró a Daphne, avergonzada-. Le ruego que me disculpe. No debería llamarlo así. Ahora es el duque.

– No se preocupe por mí -dijo Daphne, contenta de tener algo de lo que reírse.

– Es difícil cambiar de costumbres a mi edad -dijo, suspirando-. Y me temo que una parte de mí siempre lo recordará como aquel pobre niño. -Miró a Daphne y agitó la cabeza-. No lo habría pasado tan mal si la duquesa no hubiera muerto.

– ¿Pasado mal? -dijo Daphne, deseando que eso sirviera de empujón para que la señora Colson siguiera explicándole cosas.

– El duque nunca lo comprendió -dijo el ama de llaves, con energía-. Se enfadaba con él y lo llamaba estúpido y…

Daphne levantó la cabeza.

– ¿El duque pensaba que Simon era estúpido? -la interrumpió.

Aquello era absurdo. Simon era una de las personas más inteligentes que conocía. Una vez le había preguntado cosas sobre sus estudios en Oxford y se había quedado asombrada de que en su clase de matemáticas ni siquiera utilizaran números.

– El difunto duque no veía más allá de su nariz -dijo la señora Colson, con un resoplido-. Nunca le dio una oportunidad al chico.

Daphne notaba que se inclinaba hacia delante, como si no quisiera perderse ni una de las palabras del ama de llaves. ¿Qué le había hecho el duque a Simon? ¿Era por eso que siempre se ponía de mal humor cuando alguien mencionaba a su padre?

La señora Colson sacó un pañuelo y se secó los ojos.