—No hay supervivencia de la conciencia después de la muerte —repliqué, con tenacidad.
—Hace un año, habría estado de acuerdo contigo. ¿Quién soy yo, sin embargo, si no soy el espíritu de Joseph Avneri? ¿Cómo puedes explicar mi existencia de otro modo? ¡Dios mío! ¿Crees que yo deseo creer esto, Shimon? Ya sabes lo burlón que yo era… Pero esto es real.
—Quizás estoy experimentando una alucinación muy vívida.
—Entonces llama a los otros. Si diez personas tienen la misma alucinación, ¿seguirá siendo una alucinación? ¡Sé razonable, Shimon! Aquí estoy, ante ti, contándote cosas que sólo yo podría saber, y tú niegas quién soy…
—¿Qué sea razonable? —pregunté—. ¿Y qué tiene que ver la razón con esto? ¿Acaso esperas que crea en fantasmas, Joseph, en demonios errantes, en dybbuks? ¿Acaso soy un campesino supersticioso, recién salido de los bosques polacos? ¿Acaso estamos en los tiempos medievales?
—Me acabas de llamar Joseph —observó, con tranquilidad.
—Difícilmente puedo llamarte Seúl si hablas con esa voz.
—¡Entonces me crees!
—No.
—Mira, Shimon, ¿has conocido alguna vez a un escéptico mayor que Joseph Avneri? La Torá no servía de nada para mí; siempre decía que Moisés era un personaje ficticio. Aré los campos en el Yom Kippur, reí acerca del rostro no existente de Dios. ¿Qué es la vida, decía yo? Y yo mismo me contestaba: un simple accidente, un fenómeno biológico transitorio. Y, sin embargo, aquí estoy. Recuerdo el momento de mi muerte. Durante todo un año, he estado errando por este mundo, sin cuerpo, percibiendo las cosas, incapaz de comunicarme. Y hoy me encuentro atrapado en el cuerpo de esta criatura, y sé que soy un dybbuk. Si yo creo, Shimon, ¿cómo puedes dudarlo tú? En nombre de nuestra amistad, ¡ten fe en lo que te digo!
—¿Te has convertido de veras en un dybbuk?
—Me he convertido en un dybbuk —me contestó.
Me encogí de hombros.
—Muy bien, Joseph. Eres un dybbuk. Es una locura, pero te creo.
Miré entonces con asombro al kunivaru. ¿Le creía? ¿O creía que estaba creyendo? Pero… ¿cómo podía no creer? No había otra forma de explicar el hecho de que la voz de Joseph Avneri procediera de la garganta de un kunivaru. El sudor empezó a recorrerme el cuerpo. Me encontraba frente a frente con lo imposible, y toda mi filosofía se vio conmocionada. Ahora, cualquier cosa sería posible: Dios podría aparecer en una zarza ardiente, el sol podría detenerse en el cielo…
No, me dije. Cree solamente en una cosa irracional a la vez, Shimon. Evidentemente, hay dybbuks; pues muy bien: hay dybbuks. No obstante, todo lo demás, lo que pertenece al mundo invisible, sigue siendo irreal, al menos hasta que se manifieste.
—¿Por qué crees que te ha ocurrido esto precisamente a ti? —le pregunté.
—Sólo puede tratarse de un castigo.
—¿Por qué, Joseph?
—Por mis experimentos. Ya sabías que estaba haciendo investigaciones sobre el metabolismo de los kunivaru, ¿verdad?
—Sí, desde luego, pero…
—¿Sabías que llevé a cabo experimentos quirúrgicos con kunivarus vivos en nuestro hospital? ¿Que utilicé pacientes sin informarles, ni a ellos ni a nadie más, para efectuar estudios prohibidos? Se trató de vivisecciones, Shimon.
—¿De qué?
—Había cosas que necesitaba saber, y sólo existía un medio de poder descubrirlas. La sed de conocimientos me condujo al pecado. Me dije a mí mismo que aquellas criaturas estaban enfermas, que, de todos modos, no tardarían en morir, y que podría beneficiar a todo el mundo el que las abriera mientras seguían viviendo, ¿comprendes? Además… no eran seres humanos, Shimon, sólo eran animales. Animales muy inteligentes, cierto, pero aún así…
—No, Joseph. Puedo creer con mayor facilidad en los dybbuks de lo que puedo creer esto que me dices. ¿Tú, haciendo esas cosas? ¿Mi sereno y racional amigo, un científico, un sabio? —me estremecí y me aparté unos pasos de él—. ¡Auschwitz! —grité—. ¡Büchenwald! ¡Dachau! ¿Significan esos nombres algo para ti? «Ellos no eran seres humanos», dijo el cirujano nazi. «Sólo eran judíos, y era mucha nuestra necesidad de conocimientos científicos»… Eso ocurrió hace sólo trescientos años, Joseph. Y ahora tú, un judío, un judío del pueblo, haces…
—Lo sé, Shimon. Lo sé. Ahórrame esa filípica. Pequé terriblemente, y por mis pecados se me ha dado este cuerpo grotesco, este cuerpo grande, horrible y pesado, estas cuatro patas que apenas si puedo coordinar, esta espina encorvada, este caliente y estúpido pelaje. Sigo sin creer en Dios, Shimon, pero me parece que creo en alguna especie de fuerza compensadora que equilibra las cuentas en este universo, y la cuenta se ha equilibrado en mí…
»¡Oh, sí, Shimon! Hoy he pasado seis horas de terror y aversión, como jamás había soñado que podría llegar a experimentar. Entrar en este cuerpo, freírme en este calor, errar por esas colinas atrapado en tal masa de carne, sentirme bombardeado por las percepciones sensoriales de un ser tan extraño… ha sido un verdadero infierno, te lo aseguro sin la menor exageración. De no haber sido ya cadáver, me habría muerto por la conmoción durante los diez primeros minutos. Sólo ahora, al verte, al hablarte, empiezo a poder controlarme. Ayúdame, Shimon.
—¿Qué quieres que haga?
—Sácame de aquí. Esto es un tormento. Soy un hombre muerto; tengo derecho a descansar del mismo modo que descansan los otros muertos. Libérame, Shimon.
—¿Cómo?
—¿Cómo, dices? ¿Cómo? ¿Acaso crees que lo sé yo? ¿Es que soy un experto en dybbuks? ¿Debo dirigir mi propio exorcismo? Si supieras el esfuerzo que exige simplemente el mantener este cuerpo erecto, el hacer que esta lengua forme las palabras hebreas, el decir cosas de modo que tú puedas comprenderlas…
De pronto, el kunivaru cayó sobre sus rodillas, un proceso lento, complejo y difícil de realizar, que me recordó la forma en que se posaban sobre el suelo los camellos de la Vieja Tierra. La extraña criatura empezó a farfullar, gemir y mover sus brazos de un lado a otro; apareció espuma en sus amplios y elásticos labios.
—¡Por el amor del cielo, Shimon! —gritó Joseph—. ¡Libérame!
Llamé a mi hijo Yigal, que llegó corriendo desde el otro extremo de los campos; es un joven flaco y saludable, de sólo once años de edad, pero dotado ya de piernas largas y un cuerpo fuerte. Sin entrar en detalles, le señalé al sufriente kunivaru y le dije que pidiera ayuda al kibbutz. Pocos minutos después regresó, al frente de siete u ocho hombres —Abrasha, Itzhak, Uri, Nahum y algunos otros―; necesitamos de todas nuestras fuerzas para elevar al kunivaru hasta el vagón de una recolectora y transportarlo al hospital. Dos de los médicos —Moshe Shiloah y algún otro— empezaron a examinar al extraño enfermo, y envié a Yigal al pueblo kunivaru para decirle al jefe que Seúl había sufrido un colapso en nuestros campos.
Los médicos diagnosticaron el problema con rapidez: un caso de postración debido al calor. Estaban discutiendo la clase de inyección que deberían aplicarle al kunivaru cuando Joseph Avneri, rompiendo un silencio que duraba desde que Seúl se cayera, anunció su presencia en el cuerpo del kunivaru. Uri y Nahum habían permanecido en la sala del hospital, conmigo; no deseando que esta locura se convirtiera en materia de conocimiento general en el kibbutz, me los llevé afuera y les pedí que olvidaran los delirios que acababan de escuchar. Cuando regresé, los médicos estaban muy ocupados con sus preparativos y Joseph les explicaba pacientemente que él era un dybbuk que había tomado posesión involuntaria del cuerpo del kunivaru.