—Disponemos de un medio, sí —contestó Gyaymar, el jefe.
Los seis kunivaru elevaron a Seúl sobre sus hombros y se lo llevaron del kibbutz; se nos dijo que podíamos acompañarles si nos atrevíamos a hacerlo. Fuimos con ellos Moshe Shiloah, Shmarya Asch, Yakov Ben-Zion, el rabino, yo y algunos otros.
Los kunivaru no llevaron a su camarada hacia el pueblo, sino a una pradera situada varios kilómetros al este, en dirección hacia el lugar donde vivían los Hasidim. Poco después de nuestra Llegada, los kunivaru nos habían hecho saber que aquella pradera era sagrada para ellos, y ninguno de nosotros había penetrado jamás allí.
Se trataba de un lugar encantador, verde y húmedo: una cuenca en suave declive, cruzada por una docena de pequeñas y frías corrientes. Depositaron a Seúl junto a una de las corrientes y después se internaron en los bosques que bordeaban la pradera, para recoger leña y hierbas. Nosotros nos mantuvimos cerca de Seúl.
—Esto no servirá de nada —murmuró Joseph Avneri más de una vez—. Es una pérdida de tiempo, un estúpido gasto de energía.
Tres de los kunivaru empezaron a construir una fogata. Dos de ellos permanecían sentados cerca, desmenuzando las hierbas, haciendo montones de hojas, tallos y raíces. Gradualmente fueron apareciendo más ejemplares de su raza, hasta que la pradera quedó llena de ellos; parecía como si todo el pueblo, compuesto por unos cuatrocientos kunivaru, se hubiera reunido allí para observar o participar en el rito. Muchos llevaban consigo instrumentos musicales, trompetas y tambores, carracas y badajos, liras y laúdes, arpas, tablas de percusión, flautas de madera, todo ello muy intrincado y de caprichoso diseño; no habíamos sospechado siquiera la existencia de tal complejidad cultural. Los sacerdotes —supongo que eran sacerdotes, altos de estatura y dignos— llevaban ornados cascos ceremoniales y pesados mantos dorados, hechos de la piel de una bestia marina. Las gentes sencillas del pueblo llevaban cintas y. gallardetes, trozos de tejidos brillantes, espejos pulimentados de piedra y otros elementos ornamentales. Cuando se dio cuenta de lo elaborada que iba a ser la función, Moshe Shiloah, antropólogo aficionado de corazón, regresó corriendo al kibbutz para coger la cámara y el magnetofón. Regresó, sin respiración, en el justo momento en que se iniciaba el rito.
Y fue un rito glorioso: una enorme fogata, la picante fragancia de hierbas recién recogidas, algunos bailes de movimientos pesados y casi orgiásticos, y un coro de melodías duras, arrítmicas y a veces de tonos agudos. Gyaymar y el alto sacerdote del pueblo ejecutaron un elegante canto antifonal, pronunciando largos melismas que se entrelazaban unos con otros y rociando a Seúl con un fluido rosado de olor dulzón que extraían de un incensario de madera barrocamente labrado. Nunca he visto tan agitados a unos seres primitivos.
Pero la triste predicción de Joseph demostró ser correcta; todo fue en vano. Dos horas de intenso exorcismo no ejercieron el menor efecto. Cuando terminó la ceremonia —las últimas señales de puntuación fueron cinco terribles gritos pronunciados por el alto sacerdote—, el dybbuk seguía firmemente posesionado de Seúl.
—No me habéis conquistado —declaró Joseph, con tono poco afable.
—Me parece —admitió Gyaymar— que no tenemos poder para mandar sobre un alma terrena.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Yakov Ben-Zion, sin dirigirse a nadie en concreto—. Han fracasado nuestra ciencia y su brujería.
Joseph Avneri señaló hacia el este, donde se encontraba el poblado de los Hasidim, y murmuró algo confuso.
—¡No! —gritó el rabino Shlomo Feig que se encontraba cerca del dybbuk en ese momento.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—No era nada —contestó el rabino—. Una tontería. Esta larga ceremonia le ha dejado fatigado y su mente se extravía. No le presten atención.
Me acerqué más a mi viejo amigo.
—Dime, Joseph.
—Dije —replicó lentamente el dybbuk— que quizás deberíamos enviar a buscar al Baal Shem.
—¡Tonterías! —volvió a decir Shlomo Feig, escupiendo.
—¿Por qué ese enojo? —quiso saber Shmarya Asch—. Usted, rabino Shlomo, usted fue uno de los primeros en defender el empleo de hechicheros kunivaru en este asunto. No siente el menor escrúpulo en juntar extraños con médicos, y sin embargo se enoja cuando alguien sugiere que a su compañero judío se le podría dar una oportunidad para sacar el demonio. ¡Sea consecuente, Shlomo!
La fuerte expresión del rostro del rabino Shlomo se vio salpicada de rabia. Resultaba extraño ver tan excitado a este hombre tranquilo y siempre afable.
—¡No quiero tener nada que ver con los Hasidim! —exclamó.
—Creo que se trata de una cuestión de rivalidades profesionales —comentó Moshe Shiloah.
—El dar reconocimiento a todo eso —dijo el rabino— es aún más supersticioso en el judaísmo, porque es de lo más irracional, grotesco, anticuado y medieval que existe. ¡No! ¡No!
—Pero los dybbuks somos irracionales, grotescos, anticuados y medievales —dijo Joseph Avneri—. ¿Quién mejor para exorcizarme que un rabino cuya alma sigue enraizada en las antiguas creencias?
—¡Prohibo eso! —espetó Shlomo Feig—. Si se llama al Baal Shem, yo… yo…
—Rabino —dijo Joseph, gritando ahora—, esto es una cuestión de mi alma torturada contra su ofendido orgullo espiritual. ¡Acceda! ¡Acceda! ¡Tráiganme a Baal Shem!
—¡Me niego!
—¡Miren! —gritó entonces Yakov Ben-Zion.
La disputa se habia hecho repentinamente académica. Sin haber sido invitados, nuestros primos Hasidim estaban llegando en larga procesión a la pradera sagrada. Eran extrañas figuras de aspecto prehistórico, vestidas con sus tradicionales túnicas largas, con sombreros de ala ancha, con pobladas barbas y rizos laterales; y al frente del grupo marchaba su tzaddik, su hombre santo, su profeta, su líder: Reb Shmuel, el Baal Shem.
Desde luego, no fue idea nuestra el traer con nosotros a los Hasidim, sacándolos de las humeantes ruinas de la Tierra de Israel. Nuestra intención consistía en abandonar la Tierra, dejando atrás todas sus lamentaciones, para empezar de nuevo en otro mundo, donde al fin pudiéramos construir una duradera patria judía, libre por una vez de nuestros eternos enemigos, los gentiles, y libre también de los fanáticos religiosos existentes entre nosotros mismos y cuya presencia había sido desde hacía tiempo un obstáculo a nuestra vitalidad. No necesitábamos místicos, ni extáticos, ni lamentadores, ni gemidores, ni saltarines, ni cantantes; sólo necesitábamos trabajadores, granjeros, maquinistas, ingenieros, constructores.
Pero ¿cómo podíamos negarles un lugar en el Arca? Se trató simplemente de su buena fortuna el que llegaran justo cuando hacíamos los preparativos finales para nuestro vuelo. La pesadilla que había oscurecido nuestro sueño durante tres siglos había sido muy reaclass="underline" toda la patria yacía envuelta en llamas, nuestros ejércitos habían sido destrozados en emboscadas, los filisteos, blandiendo largos puñales, asolaron nuestras devastadas ciudades. Nuestra nave estaba dispuesta para dar el salto hacia las estrellas. No éramos cobardes, sino simplemente realistas; resultaba estúpido pensar que seríamos capaces de seguir luchando, y si tenía que sobrevivir algún fragmento de nuestra antigua nación, sólo podría hacerlo lejos de aquel amargo mundo. Así es que estábamos dispuestos para marchar… y entonces llegaron ellos, Reb Shmuel y sus treinta seguidores, suplicando que los lleváramos. ¿Cómo podíamos rechazarlos, sabiendo que sin duda alguna perecerían? Eran seres humanos, eran judíos. A pesar de todos nuestros recelos, les permitimos subir a bordo.
Y entonces erramos por los cielos, año tras año, y luego llegamos a una estrella que no tenía nombre ―sólo un número―, y descubrimos que su cuarto planeta era dulce y fértil, un mundo más feliz que la Tierra, y dimos gracias a Dios, en quien no habíamos creído, por la buena suerte que Él nos deparó, y nos gritamos saludos de felicitación los unos a los otros. ¡Mazel tov! ¡Mazel tov! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte!