Richard Powers
El eco de la memoria
Título originaclass="underline" The Echo Maker
© 2010, Jordi Fibla, por la traducción
Para encontrar el alma es necesario perderla.
A. R. Luria
PRIMERA PARTE
Todos somos fósiles en potencia y aún acarreamos en el interior de nuestro cuerpo las tosquedades de existencias anteriores, las marcas de un mundo en el que los seres vivos fluyen con poca más consistencia que las nubes de una era a otra.
Loren Eiseley,
El viaje inmenso, «La grieta»
Las grullas siguen posándose mientras anochece. Descienden como largas cintas que cayeran laxas por el cielo. Llegan volando al oscurecer, desde todos los puntos cardinales, en grupos de una docena. Enormes cantidades de Grus canadensis se posan en el río que se deshiela. Se reúnen en los bajíos aislados, rozándose, aleteando, graznando: la avanzadilla de una evacuación masiva. A cada minuto aterrizan más aves, y sus gritos hacen vibrar el aire.
El cuello se estira cuan largo es, las patas se pliegan detrás. Las alas, de la longitud de un hombre, se ondulan hacia delante. Al extenderse como dedos, las plumas primarias ladean al ave en el plano del viento. La cabeza rojo sangre se inclina y las alas se unen, evocando a un sacerdote enfundado en un manto que diera la bendición. La cola se ahueca y el buche se comba, sorprendido por la repentina aparición del suelo. Las patas se alargan, y las rodillas, encaradas hacia atrás, se agitan como un tren de aterrizaje averiado. Otra ave aterriza y avanza tambaleándose, esforzándose por encontrar un hueco en el atestado territorio donde hacen escala a lo largo de esos pocos kilómetros de agua todavía limpia y lo bastante ancha para que se pueda considerar segura.
El crepúsculo llega pronto, como seguirá ocurriendo durante unas pocas semanas más. El cielo, azul claro entre los sauces y los álamos que invaden el terreno, se tiñe por un momento de rosa antes de volverse añil. Acaba febrero en el Platte, y la gélida bruma nocturna se extiende sobre el río, helando los rastrojos del otoño pasado, que todavía llenan los campos limítrofes. Las nerviosas aves, altas como niños, se amontonan ala contra ala en este trecho del río, que han aprendido a encontrar de memoria.
Convergen en el río al final del invierno como lo han hecho durante millones de años, alfombrando las tierras húmedas. Bajo esta luz, aún se percibe en ellas algo de los saurios que fueron: los seres voladores más antiguos sobre la tierra, tan solo a un paso de los pterodáctilos. Cuando oscurece de veras, vuelve a ser un mundo de principiantes, la misma noche de aquel día, hace sesenta millones de años, en que dio comienzo esta migración.
Medio millón de aves, las cuatro quintas partes de todas las grullas canadienses que existen, se dirigen a este río. Siguen la ruta migratoria central, una clepsidra trazada sobre el continente. Avanzan hacia el norte desde Nuevo México, Texas y México, centenares de kilómetros cada día, con muchos millares más por delante antes de que lleguen a los nidos cuya situación han memorizado. Durante unas pocas semanas, esta franja de río alberga la bandada que se extiende a lo largo de kilómetros. Más tarde, al comienzo de la primavera, emprenderán el vuelo, siguiendo la ruta hasta Saskatchewan, Alaska, o más allá.
El vuelo de este año se ha desarrollado como de costumbre. Hay algo en las aves que les hace recorrer una ruta trazada siglos antes de que sus padres se la enseñaran a ellas. Y cada grulla recuerda la trayectoria que aún ha de seguir.
Las grullas de esta noche vuelven a bullir en los brazos de agua trenzados del río. Durante otra hora, el griterío de sus llamadas se expande por el aire que va vaciándose. Aletean y se mueven inquietas, con el nerviosismo de la migración. Algunas arrancan ramitas congeladas y las lanzan al aire. Su inquietud va en aumento y se pelean entre ellas. Por fin las grullas se tranquilizan y duermen de pie, las patas como zancos, la mayoría en el agua y algunas más arriba, en el rastrojo de los campos.
Un chirrido de frenos, el sonido de metal que raspa el asfalto, un grito entrecortado seguido de otro asustan a la bandada. La camioneta traza un arco en el aire y cae al campo girando como un sacacorchos. Una humareda envuelve a las aves, que se alzan del suelo con frenético aleteo. Como una alfombra viva y presa de pánico, se elevan, trazan círculos y vuelven a posarse en tierra. Unos gritos que parecen proceder de criaturas que doblan su tamaño se extienden a lo largo de kilómetros antes de desvanecerse.
Por la mañana, ese sonido no se repite. Una vez más, solo hay aquí, ahora, los brazos trenzados del río, un festín de restos de grano que llevará a estas bandadas al norte, más allá del círculo polar ártico. Cuando amanece, los fósiles retornan a la vida, ponen a prueba sus patas, saborean el gélido aire y echan a volar, los picos hacia el cielo y las gargantas abiertas. Y entonces, como si en la noche no hubiera ocurrido nada, olvidándolo todo salvo este momento, las grullas del alba empiezan a danzar. Danzan como lo han hecho desde antes de que este río empezara a fluir.
Su hermano la necesitaba. Pensar en ello protegió a Karin durante la extraña noche. Conducía en estado de trance, tomando la larga y pronunciada curva hacia el sur en la carretera 77, desde Nebraska hacia la región de Siouxland, y luego hacia el oeste por la 30, siguiendo el curso del Platte. En el estado en que se hallaba no podía conducir por carreteras secundarias. Aún estaba conmocionada por la llamada telefónica a las dos de la madrugada: «¿Karin Schluter? La llamo del hospital Buen Samaritano de Kearney. Su hermano ha tenido un accidente».
El auxiliar no le dijo nada por teléfono. Solo que Mark había dado una vuelta de campana en el arcén de la carretera North Line y había permanecido atrapado en la cabina, casi congelado, hasta que los sanitarios lo encontraron y lo sacaron. Durante mucho tiempo, después de que hubiera colgado el aparato, Karin no tuvo sensación en los dedos, hasta que se dio cuenta de que se estaba apretando con ellos las mejillas. Tenía el rostro aterido, como si fuese ella quien hubiera estado tendida allí, en la helada noche de febrero.
Sus manos, rígidas y azuladas, aferraban el volante mientras avanzaba por las reservas indias. Primero la de los winnebago, luego las ondulantes tierras de los omaha. Los árboles achaparrados a lo largo de la irregular carretera se inclinaban bajo el peso de la nieve. La intersección de Winnebago, los terrenos de las ceremonias indias, el juzgado tribal y el cuartelillo de bomberos voluntarios, la estación de servicio donde ella compraba la gasolina libre de impuestos, la placa de madera con el letrero pintado a mano: «Regalos de artesanía nativa», la escuela de enseñanza media -Hogar de los Indios- donde ella había dado clases como voluntaria hasta que la desesperación la hizo renunciar: el escenario se apartaba de ella, hostil. En la larga y vacía franja al este de Rosalie, un hombre solitario, de la edad de su hermano, que llevaba una chaqueta demasiado ligera y una gorra con palabras de aliento a su equipo deportivo -«Go Big Red»-, dejaba las huellas de sus pisadas en la nieve acumulada al lado de la carretera. Cuando ella pasó por su lado, él se volvió y soltó un gruñido, repeliendo la intrusión.
La sutura de la línea central hacía avanzar a Karin en la noche nevada. No tenía sentido: Mark, un conductor casi profesional que iba por una carretera rural recta como una flecha y tan familiar para él como respirar. Se había salido de la carretera en el centro de Nebraska, como si se hubiera caído de un caballo de madera. Karin jugueteó con la fecha: 20-02-02. ¿Significaba algo? Golpeó el volante con las palmas, y el vehículo dio una sacudida. «Su hermano ha tenido un accidente.» De hecho, mucho tiempo atrás había efectuado todos los giros erróneos que es posible hacer en la vida, y desde el carril erróneo. Llamadas telefónicas a horas intempestivas las había habido desde tanto tiempo atrás como ella podía recordar. Pero jamás una como aquella.