Ahora los ciudadanos tenían una jaula todavía más dorada: la banda ancha barata. Internet había afectado a Nebraska como el licor afectaría a una tribu de la Edad de Piedra: era el regalo divino que todo descendiente de los colonos en la región de las dunas había estado esperando, la única manera de sobrevivir a semejante vacío. La misma Karen abusaba a diario de la Red, allá en la metrópolis de Sioux: páginas de viajes, páginas de subastas que vendían prendas de vestir desechadas pero perfectamente utilizables, delicias culinarias para regalar a sus compañeros de trabajo y ganarse sus simpatías y, en una o dos ocasiones, el servicio de citas. Internet: el último remedio para curar la ceguera de las praderas. Pero sus escarceos no eran nada comparados con la adicción de Mark, quien, junto con sus amigos, navegaba con dos docenas de iconos: se introducían y comunicaban mediante un lenguaje secreto en los chats de amas de casa, escribían largos comentarios en blogs sobre teorías de la conspiración, descargaban imágenes cuestionables en locafotos.com. La mitad de su tiempo libre la dedicaban a obtener puntos de experiencia para personajes fantásticos en diversos mundos virtuales. A Karin la asustaba el número de horas que él pasaba gustosamente en lugares puramente imaginarios. Ahora estaba encerrado en un espacio más profundo, un lugar al que no podían llegar los mensajes instantáneos. Y todo cuanto ella había temido que pudiera hacerle la Red, ahora le parecía una bendición.
Deambuló por la ciudad para dar tiempo suficiente a que se pasase el acceso de atención, deteriorada por el exceso de cliqueo, de los amigos de su hermano. Se encendieron las farolas, en las calles que las tenían. Ahora los bloques de viviendas se desplazaban horizontal y repetitivamente, las calles eran una simulación más predecible que cualesquiera de los juegos en línea de Mark. Karin giró por la avenida Central y regresó al hospital, deseosa de volver a estar a solas con su hermano.
Pero Rupp y Cain seguían allí, tranquilamente sentados en las sillas. Mark estaba incorporado en la cama. Los tres jugaban a lanzarse y atrapar una bola de papel prensado. Mark lo hacía de forma desmañada. A veces la bola salía disparada hacia atrás y golpeaba la pared. La lanzaba a la manera en que un chimpancé vestido de marinero conduciría un triciclo. Pero la cuestión es que estaba realizando aquella actividad. Su hermana se quedó paralizada al constatar la resurrección, el mayor avance de Mark desde que su vehículo se saliera de la carretera. Cain y Rupp le hacían imprevistos lanzamientos por alto, y él trataba de capturar la pelota medio segundo más tarde. La bola de papel le rebotaba en el pecho, la cara, las manos agitadas. Y a cada humillante golpe emitía un sonido que solo podía ser un conato de risa. Karin deseaba echarse a gritar, quería palmotear de alegría.
En el pasillo, cuando se marchaban, dio las gracias a los amigos de su hermano. ¿Qué importaba? Ya no había en ella lugar para el orgullo.
Rupp replicó con un gesto de la mano que no tenía que agradecerles nada.
– Sigue metido en ese agujero, pero no te preocupes: lo sacaremos de ahí.
Iba a preguntarles si habían estado juntos la noche del accidente, pero se contuvo, porque no quería poner en peligro esa breve alianza. Les mostró la nota.
– ¿Sabéis algo de esto?
Ambos se encogieron de hombros.
– Ni idea.
– Es importante -insistió, pero ellos negaron saber nada al respecto.
Mientras se retiraba por el corredor caminando hacia atrás como un cangrejo, Duane Cain le dijo:
– ¿No sabes por casualidad qué ha sido del Carnero? * -Ella le miró desconcertada, pensando en sacrificios del Antiguo Testamento, rituales en el establo-. Quiero decir si ha quedado totalmente destrozado. Nosotros podríamos… bueno, si quieres, podríamos echarle un vistazo.
La policía volvió a interrogarla. Había hablado con ellos un día después del accidente, pero no recordaba el encuentro. Más tarde, cuando estaba más recuperada, volvieron en busca de detalles. Dos agentes estuvieron con ella durante cuarenta minutos en una sala de reuniones del hospital. Le preguntaron si sabía algo de las actividades de su hermano la noche del accidente. ¿Había estado con alguien? ¿Le había hablado de algún problema personal reciente, cambios en el trabajo, cualquier cosa que le preocupara? ¿Estaba angustiado o deprimido?
Las preguntas chirriaban en su interior. Su hermano tratando de suicidarse… la idea era tan absurda que ni siquiera podía responderla. Había vivido a cinco metros de Mark durante más de la mitad de su vida. Sabía sus notas de sociales cuando iba al instituto, la marca de su ropa interior, su color preferido, el del azufaifo, el segundo nombre y el perfume de cada chica que él había deseado. Podía completar cualquier frase que él pudiera decir antes de que acabara de salir de su boca. Ni siquiera en broma Mark había mencionado jamás que deseara morir.
Le preguntaron si había estado airado o agresivo en las últimas semanas, y ella respondió que no lo había estado más que de costumbre. Le dijeron que Mark había ido al Silver Bullet, un sórdido bar en la Ruta 183. Karin replicó que frecuentaba ese local al salir del trabajo. Era un conductor que controlaba. Nunca conducía si no se sentía sobrio. La camioneta era la niña de sus ojos.
Quisieron saber si alguna vez hacía algo más que beber. Ella les dijo que no, y le pareció que era la verdad. Lo habría jurado ante un tribunal.
¿Había amenazado su hermano recientemente a alguien o había recibido alguna amenaza? ¿Había mencionado alguna vez que estuviera involucrado en actividades violentas o peligrosas?
Era invierno. Las carreteras estaban resbaladizas. Esas cosas sucedían a menudo. ¿Le estaban diciendo que no se trataba de un simple accidente?
Ellos habían calculado la velocidad a que iba Mark por las marcas dejadas al frenar. Cuando la camioneta se salió de la calzada, iba a una velocidad de ciento treinta por hora.
Karin se estremeció al oír la cifra, pero su rostro permaneció impasible. Lo intentó de nuevo: conducía en plena noche, demasiado rápido para las condiciones viarias, y se salió de la carretera.
La policía le dijo que no estaba solo. Había tres series de huellas de neumático en el tramo de North Line donde Mark perdió el control. Según la reconstrucción que habían hecho, una camioneta que avanzaba en dirección este había cruzado la línea continua e irrumpido en el carril de Mark, cerrándole el paso antes de rectificar y apartarse. Mark, que se dirigía hacia el oeste, viró ante aquel obstáculo, primero con brusquedad a la derecha, y luego atravesando la calzada, para acabar volcado en la cuneta de la izquierda. Un tercer vehículo, un turismo de tamaño mediano que también iba en dirección oeste, giró hacia el arcén de la derecha, y al parecer su distancia con respecto a la cola del otro vehículo le dio, por muy poco, el tiempo necesario para ponerse a salvo.
La descripción se desplegaba ante Karin como un programa de telerrealidad efectuado cámara en mano y mal montado. Alguien había perdido el control, justo enfrente de Mark, y este no pudo frenar porque había otro coche detrás de él.
Los investigadores señalaron la improbabilidad de que tres vehículos convergieran por casualidad en un tramo desierto de carretera rural, pasada la medianoche de un día laborable, y por lo menos uno de ellos a ciento treinta por hora. Le explicaron que Mark pertenecía a un grupo de alto riesgo: varón de una pequeña ciudad de Nebraska menor de treinta años. Le preguntaron si su hermano había participado en carreras. Correr de noche por carreteras desiertas: uno de los pasatiempos ocasionales de la zona.
Si se tratase de una carrera, inquirió ella, ¿no habrían ido todos en la misma dirección?