La policía le dio a entender que había juegos más peligrosos. ¿Podía contarles algo acerca de sus amigos?
Ella les dijo algunas vaguedades sobre sus compañeros de trabajo en la empresa IBP. Eran un grupo, un círculo. Hizo que Mark pareciera casi popular. Era extraño: quería que incluso la policía pensara bien de él. Incluso aquellos hombres que pretendían hacerle creer que algo había hecho que su hermano se saliera de la carretera. Les era indiferente lo que le había sucedido a Mark. Mark no era más que una serie de marcas de neumáticos. Durante toda la entrevista, Karin estuvo palpando la nota que guardaba en el bolso de tela colgado del hombro. «No soy nadie…» ¿Podrían acusarla de ocultación de pruebas? Pero, si se la enseñaba, se quedarían con la nota y perdería su único talismán.
Karin les preguntó quién había informado del accidente. Le dijeron que les habían llamado desde un teléfono público en la estación de servicio de Mobil junto a la salida de la interestatal en Kearney, un varón de edad indeterminada que se negó a dar su nombre.
¿El conductor de uno de los otros dos vehículos?
Los agentes no sabrían decirlo, o no estaban dispuestos a hacerlo. Le dieron las gracias al despedirse de ella, le dijeron que les había sido muy útil, que sentían lo de su hermano y le deseaban una pronta recuperación.
Así que pueden detenerle, pensó ella, mientras sonreía alegremente y les decía adiós agitando la mano.
Se produce un ascenso que no siempre es mortal. Un vuelo que no siempre termina en desmoronamiento. Yace inmóvil a través de todas las luces imaginables, los rayos lo atraviesan como si fuese agua. Se solidifica, pero no enseguida. Se acumula como la sal cuando el mar se evapora, desmenuzándose, incluso mientras se sedimenta.
De vez en cuando, una corriente lo mantiene a flote. Se precipita por su destrozado organismo. Por lo general, recae en el accidente, pero a veces un río lo alza, por encima de las bajas y grises colinas, en otra parte.
Sus órganos aún envían y reciben, pero ya no lo hacen entre sí. Las palabras gotean a través de su cabeza. No tanto palabras como sonidos que surgen con la regularidad del tictac de un reloj o de los latidos de su corazón. Un sonido que salpica, como gasoil derramado. Se producen asociaciones de imágenes en torno al carnero, que debía seguir adelante, adelante, pero se encontró con el camino cortado. Las sílabas se descomponen, se recombinan, siempre en torno al carnero, el fuerte carnero cornudo que tuvo que frenar en seco su carrera para no embestir a un fantasma y se hizo pedazos. Cae. Vuelve a hundirse en el abismo sin fondo. Las palabras chasquean en su cabeza, un interminable tren de mercancías. Unas veces, él corre a su lado, echando un vistazo al interior. En otras ocasiones, son esas palabras las que se asoman, y lo encuentran.
Está despierto, o poco le falta. Sale del sopor y enseguida vuelve a dormirse. Es posible que tenga la conciencia despejada, solo que él no lo sabe, porque aquello a lo que su mente trata de aferrarse viene y se va.
Las ideas le atacan, o viceversa. Siempre es un juego, con puntos que se van sumando mientras las posiciones cambian. Rodeado de gente, un mar de personas, la multitud un pensamiento enorme y cambiante. Nunca lo había sabido. Cada individuo es un papel distinto en una obra de teatro tan larga y lenta que nadie puede oírla.
El tiempo no es más que una vara de medir el dolor. Y él tiene todo el tiempo del mundo. A veces se yergue bruscamente, al recordar algo, ansioso por marcharse, arreglar o desarreglar algo. En general permanece inmóvil, las señales del mundo desconectado vibran a través de él, nubes de insectos a los que atraparía y mataría. Se escabullen cuando trata de cogerlos.
Es asombroso: podría contar hasta cualquier cifra, incluso la de todas esas nubes de insectos, sumando de uno en uno. Cubriría deudas y apuestas. Se cerniría sobre el número más alto. En una torre vigía sobre una colina. Los seres humanos podían hacer cualquier cosa. No saben que son dioses, que viven incluso en la muerte. Se podría levantar un hospital en el que mantendrían viva toda posible forma de vida. Y entonces, algún día, quizá la vida devolvería el favor.
En otro tiempo fue un buen niño, aquel en cuyo interior se encontraba.
Poco a poco, no hay ninguna necesidad. No hay caída ni elevación. No hay más que el ser.
La gente no tiene ideas. Las ideas lo tienen todo.
En una ocasión baja la vista y se ve a sí mismo, ve su mano en el acto de lanzar. Así pues, tiene una mano, y esa mano es capaz de agarrar. Su cuerpo, que adquiere forma a través de la pelota lanzada. Conoce los movimientos repetidos. Incluso sin él, o sin alguien que lo piense.
Debería recordar algo más. Algo más para salvar a alguien. Un mensaje desesperado. Pero tal vez no más que la situación en que se encuentra.
Los profesionales sanitarios se volcaron en él. Cada vez más, la presencia de Karin era un estorbo, inútil mientras ellos trabajaban. Pero se mantenía cerca, para ayudar en la medida de lo posible a que su hermano de veintisiete años regresara de la infancia. Abría un poco la puerta de la posibilidad, y se permitía sentir una pizca de algo que, con el tiempo, podría ser alivio.
Tomó nota de los procedimientos que empleaban los terapeutas, los monótonos e interminables ejercicios. Registró las jornadas de Mark en las páginas de su cuaderno. Apuntó la hora en que se levantó y puso los pies en el suelo. Describió sus primeros y fallidos intentos de mantenerse erguido, apoyado en la cama. Visto de cerca, el menor espasmo de sus cejas era un milagro. Aquel cuaderno era su castigo y su recompensa. Cada palabra era como un renacimiento. Solo el puro esfuerzo de Mark la animaba. Dentro de unos meses, su hermano necesitaría que le contaran los detalles de aquellos días, y ella podría hacerlo.
La abrumadora repetición de los ejercicios de rehabilitación hacía indistinguibles los días. Un orangután habría empezado a caminar erguido y a hablar tan solo para librarse de aquella tortura. Cuando por fin Mark se mantuvo erguido, Karin le hizo pasear en círculos, primero por la habitación, luego hasta el puesto de enfermería y finalmente por toda la planta. Desaparecieron los tubos, lo cual le dio mayor libertad de movimientos. Juntos, avanzando a pasitos, arrastrando los pies, formaban un minúsculo sistema solar, órbitas dentro de órbitas. Un alivio inmenso, una sensación que ella pensaba que no volvería a sentir nunca más: la de simplemente caminar a su lado.
Le quitaron de la garganta el tubo fenestrado, dejando el paso libre a las palabras. Pero Mark seguía sin hablar. Karin hacía lo mismo que la terapeuta del lenguaje, repitiendo sin cesar: «Ah. Oh. Oo. Muu, muu, muu. Tuu, tuu, tuu». Mark le miraba la boca que se movía, pero no la imitaba. Permanecía tendido en la cama, murmurando, como un animal atrapado dentro de un cubo puesto del revés, temeroso de que los seres parlantes pudieran silenciarlo para siempre.
Mark alternaba entre la docilidad y la cólera. Observando a los terapeutas, Karin aprendió a actuar según cada estado de ánimo de su hermano. Quiso ver cómo reaccionaba ante la televisión. Unas semanas atrás, a él le habría encantado, pero ahora los rápidos cortes, las luces destellantes y las ruidosas sintonías le hicieron gemir hasta que ella apagó el aparato.
Una noche, Karin le preguntó si le gustaría que le leyese. Él emitió un gruñido que no era una negativa. Empezó con un número atrasado de la revista People, y a él no pareció importarle. A la mañana siguiente, en Second Story, la librería de viejo en la calle Veinticinco, buscó hasta dar con lo que deseaba: los libros infantiles de la colección Boxcar. La isla de la sorpresa, El rancho misterioso, El misterio del furgón de cola: tres de los diecinueve originales, unos volúmenes que circulaban por la reventa como aquellos niños huérfanos circulaban por su mundo maltratado por los adultos. Examinó los mohosos rimeros, mirando las portadillas de los libros, hasta que encontró una con las temblonas e imperiosas iniciales «M. S.». La maldición de la pequeña ciudad junto a un río poco caudaloso: tus posesiones más preciadas siempre aparecían de nuevo, eternamente revendidas.