Se sentó a su lado y le leyó durante horas. Le leyó en voz alta hasta que los visitantes al otro lado de la cortina corredera empezaron a maldecir entre dientes. La lectura serenaba a Mark, sobre todo de noche, cuando se deslizaba hacia abajo, de regreso al accidente. Mientras ella leía, él se debatía con el misterio de los lugares olvidados. En ocasiones, a mitad de una frase, Karin pronunciaba una palabra («botón», «almohada», «Violeta») que impulsaba a Mark a erguirse y tratar de decir algo. Ella dejó de llamar a las enfermeras, porque no hacían más que sedarlo.
Hacía años que Karin no leía en voz alta. Destrozaba las frases, pronunciaba mal algunas palabras. Mark la escuchaba, los ojos abiertos de par en par, como si las palabras fueran una nueva forma de vida. Sin duda su madre debió de leerles cuando eran pequeños, pero Karin no podía evocar ninguna imagen de Joan Schluter, incluso entonces, leyendo otra cosa que no fueran descripciones anticipadas del fin de los tiempos, sumida ya en su obsesión.
Año y medio antes, Joan tuvo por fin su primer atisbo real del fin de los tiempos. Entonces Karin también veló al lado de su cama, en una situación opuesta a la que estaba viviendo ahora. Su madre se volvió muy locuaz hacia el final de sus días, y soltó todo cuanto había evitado decir mientras sus hijos crecían.
Cariño, júrame que, si empiezo a repetirme, me librarás de mi sufrimiento. Cicuta en el zumo de ciruelas.
Le dijo esto mientras asía la muñeca de Karin, obligándola a mirarla.
Si ves alguna vez las señales… que siguen y siguen… acerca de nada. Aunque no parezcan tener importancia. Prométemelo, Kar. Méteme la cabeza en una bolsa. No quiero presenciar ese último acto.
Pero, mamá, eso va en contra de la Palabra de Dios.
No en mi Biblia. Muéstrame dónde.
¿Poner fin a tu vida?
De eso se trata, Kar. ¡No sería yo!
Claro. Quieres que vaya al infierno por ti. No matarás.
Esto no es matar. Es caridad cristiana. En la granja lo hacíamos continuamente por los animales. Prométemelo, Kar. Prométemelo.
Ten cuidado, mamá. Te estás repitiendo. No me pongas en una situación difícil.
Ya sabes a lo que me refiero. No estoy de broma.
Bromear no era algo que Joan Schluter hubiera hecho jamás. Sin embargo, en aquellos momentos de angustia había dicho cosas muy tiernas: espantosas y cariñosas disculpas por su fracaso como madre. Cerca del fin, le pidió: ¿Rezarás conmigo, Karin? Y ella, que había jurado no volver a hablar con Dios, aunque Él iniciara la conversación, inclinó la cabeza y rezó con su madre.
Habrá un dinero del seguro, le dijo Joan. No será mucho, pero algo habrá. Para los dos. ¿Puedes hacer algo bueno con él?
¿Qué quieres decir, mamá? ¿Qué quieres que haga de bueno?
Pero su madre ya no sabía qué era lo bueno. Solo que era preciso hacerlo.
Karin interrumpió la lectura de El misterio de la leñera.
– ¿Sabes, Mark? Después de habernos criado como lo hicimos, somos afortunados, porque aún queda algo de nosotros.
– Queda -dijo Mark-. Algo.
Ella se puso en pie como impulsada por un resorte, llevándose la mano a la boca para ahogar un grito. Miró fijamente a su hermano.
– Cielos, Mark. Has hablado. Puedes hablar.
– Cielos, cielos. Mark. Cielos -replicó él, y luego se quedó en silencio.
– Ecolalia -dictaminó el doctor Hayes-. Perseveración. Está imitando lo que oye.
Ella no estaba dispuesta a aceptarlo sin más.
– Si puede decir una palabra, debe de significar algo, ¿no es cierto?
– Mire, insiste usted en unos interrogantes a los que la neurología aún no puede responder.
Mark trazaba al hablar los mismos bucles o circuitos cerrados que cuando caminaba. Una tarde se pasó más de una hora diciendo «nena, nena, nena, nena». A Karin le sonó como una sinfonía. Otra vez, cuando se disponía a llevarlo de paseo, le dijo: «Vamos, Mark, te ataré los cordones de las zapatillas», y él lanzó una andanada de «zapatitos, chiquititos, ataditos». Lo repitió hasta que ella se sintió como si también tuviera una lesión cerebral, pero estaba eufórica: creyó captar algo con sentido en la hipnótica repetición, como si dijera que los zapatos le apretaban demasiado. Unos pocos bucles después, soltó: «No me ates, poli».
Las palabras tenían que significar algo. Aun cuando no fueran del todo pensamientos, él las lanzaba con la fuerza del significado. Karin le acompañaba durante un paseo por un atestado corredor de hospital cuando Mark dijo de repente: «Ahora nos dan los platos llenos».
Ella le rodeó con los brazos y lo estrechó, rebosante de alegría. Él se percataba de las cosas, podía expresarlas. Esa era toda la recompensa que ella necesitaba.
Mark se liberó de su abrazo y volvió la cabeza.
– Estás convirtiendo esa tierra en arcilla.
Karin siguió la dirección de su mirada. Allí, en el murmullo del corredor, por fin lo oyó. Con una precisión animal que sus oídos habían perdido, los de su hermano captaban ahora fragmentos dispersos de las conversaciones circundantes y los entretejían. Los loros mostraban una inteligencia más primaria. Ella apoyó la cara en su pecho y se echó a llorar.
– Superaremos esto -dijo él, los brazos flácidos a los costados.
Ella le hizo retroceder un poco y le examinó el rostro. Sus ojos decían menos que nada.
Aun así, Karin le daba de comer, lo llevaba a pasear y le leía sin descanso, sin dudar jamás de que él volvería a ser el de antes. Ella tenía más energía para la rehabilitación de la que había tenido jamás para cualquiera de los trabajos que había desempeñado.
A la mañana siguiente los dos hermanos estaban a solas cuando oyeron una voz como la de un ratón de dibujos animados.
– ¡Hola! ¿Cómo va todo?
Karin se levantó de un salto y abrazó a la visitante.
– ¡Vaya, si es Bonnie Travis! ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué has tardado tanto en aparecer?
– Lo siento -dijo la joven ratonil-. No estaba segura de si…
Cerró con fuerza los ojos mientras le temblaba el labio inferior. Presa de un súbito temor, tocó los hombros de Karin. Lesión cerebral. Peor que una enfermedad contagiosa. Volvía cauteloso al inocente y desconcertaba al más firme creyente.
Mark estaba sentado al pie de la cama, vestido con tejanos y una camisa verde de faena, las palmas en las rodillas y la cabeza erguida. Podría estar fingiendo que era la estatua de Lincoln en su monumento conmemorativo. Bonnie Travis le abrazó. Él no dio señal alguna de que notara el abrazo. Ella se apresuró a erguirse tras el intento fracasado.
– ¡Oh, Marker! No estaba segura de cómo iba a encontrarte. Pero te veo con muy buen aspecto.
En lo alto de la cabeza rapada de Mark, dos grandes cicatrices parecían cauces fluviales. Su cara, todavía llena de costras, era como un enorme hueso de melocotón.
– Muy buen aspecto -dijo el joven-. No estaba segura, pero podría muy buen aspecto ser bueno.
Bonnie se echó a reír, y su cara tenuemente rosada adquirió una tonalidad rojo cereza.
– ¡Vaya! ¡Mira qué bien te expresas! Duane me ha dicho que no podías hablar, pero te haces entender a la perfección.
– ¿Has hablado con esos dos? -le preguntó Karin-. ¿Qué andan diciéndole a la gente?
– Buen aspecto -dijo Mark-. Guapa, guapa, guapa.
El cerebro reptiliano salía a asolearse.
Bonnie Travis soltó una risita.
– Bueno, me he arreglado un poco antes de venir.
Las palabras fluían de la chica ratonil, palabras sin sentido, triviales, estúpidas, salvadoras. El veloz aguacero de Travis parecía ahora un continuo chaparrón abrileño que elevaba el nivel freático y recargaba el suelo. Mientras parloteaba, Bonnie Travis se tiraba de la falda de lana y del grueso suéter tejido a mano, sus parches de hilo verde oliva como el color del Platte en agosto. Llevaba al cuello una cadena de la que pendía el dios Kokopelli, en actitud de danzar y tocar la flauta.