El año anterior, después del funeral de su madre, Karin le había preguntado a Mark si había algo entre él y Bonnie, si esta era ahora su chica. Quería que estuviese un poco protegido, por poco que fuera. Él le respondió que, aunque lo fuese, Bonnie no se daría cuenta.
Esta le habló al inmóvil Mark de su nuevo trabajo, el último cambio de su habitual empleo de camarera.
– Créeme, acabo de conseguir una ocupación que es el sueño de toda mujer. Jamás adivinarías de qué se trata. Ni siquiera sabía que existiese. Guía de la nueva gran arcada monumental museo del río Platte. ¿Sabías que nuestra nueva arcada es el único monumento del mundo que se alza sobre una autopista interestatal? No entiendo por qué todavía no tiene mucho éxito.
Mark la escuchaba con la boca abierta. Karin cerró los ojos y se deleitó con la hermosa inanidad humana.
– Me disfrazo de pionera, con un vestido de algodón que llega hasta el suelo y un sombrero muy bonito con un pequeño pico. No falta detalle. Y he de responder a las preguntas de los visitantes, como si yo fuese el objeto de la exhibición, ¿sabes?, como si viviéramos ciento cincuenta años atrás. Te asombrarían las cosas que pregunta la gente.
Karin se había olvidado de lo embriagadoramente carente de sentido que podía ser la existencia. Mark estaba sentado en el borde de la cama, como un faraón de piedra arenisca, y miraba con fijeza los complicados movimientos de los labios de Bonnie. Esta, temerosa del silencio que habría si dejaba de hablar, mencionó las tiendas de los pieles rojas alineadas junto a la rampa de salida de la I-80, la estampida de búfalos simulada, el puesto de Pony Express a tamaño natural, y contó la épica historia del edificio de la autopista Lincoln.
– Y puedes ver todo esto por solo ocho dólares con veinticinco centavos. ¿Quieres creer que hay personas a las que ese precio les parece caro?
– Es un robo -respondió Karin.
– Es asombrosa la variedad de lugares de donde viene la gente. La República Checa, Bombay, Nápoles, Florida. La mayoría de la gente viene a observar las aves. Esos pájaros se están haciendo increíblemente famosos. Según mi jefe, se ha multiplicado por diez el número de observadores de grullas que teníamos hace solo seis años. Esos pájaros están poniendo nuestra ciudad en el mapa.
Mark empezó a reírse. Por lo menos el sonido parecía el de una risa muy lenta. Incluso Bonnie se estremeció. Farfulló y también se echó a reír. No se le ocurría nada más que decir. Sus labios quedaron inmóviles, se le ruborizaron las mejillas y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Llegó el momento en que Karin tenía que cambiarle a Mark el calzado y los calcetines, el viejo ritual para la circulación sanguínea de las semanas en que estuvo confinado en cama y que ella seguía realizando porque no tenía nada más que hacer. Mark permaneció sentado y dócil mientras ella le quitaba las zapatillas deportivas. Bonnie se serenó y la ayudó a descalzarle el otro pie. Con el pie desnudo de Mark entre las manos, preguntó:
– ¿Quieres que te haga la pedicura?
Él pareció meditar la idea.
– ¿Quieres pintarle las…? Le daría un ataque.
– Solo por diversión. Ya lo hemos hecho antes, como un juego. A él le encanta. Llama a las uñas de los pies sus garras traseras. Sé lo que estás pensando, pero no se trata de nada tan retorcido. ¿Eh, Marker?
El interpelado no movió la cabeza ni parpadeó.
– A él le encanta -dijo, la voz apagada y triste.
Bonnie palmoteo y miró a Karin. Esta se encogió de hombros. La joven metió la mano en su bolso y sacó varios frascos de esmalte de uñas que se había traído solo por si se presentaba la ocasión de usarlos. Hizo que Mark se tendiera y le dejase manipular sus pies.
– ¿Cereza glaseada? ¿Qué te parece morado de moratón? No. ¿Púrpura de congelación? De acuerdo, púrpura de congelación.
Karin permaneció sentada, observando el ritual. Había vuelto seis años demasiado tarde para poder ayudar a Mark. No importaba lo que ahora hiciese por él. Por muy profunda que fuese su rehabilitación, él volvería a hacer lo mismo.
– Vuelvo enseguida -aseguró, y salió de la habitación.
En el exterior, sin el abrigo, fue derecha a la estación de servicio de la Shell para conseguir aquello con lo que habían soñado despierta durante casi una semana. Sin la menor vacilación, puso unas monedas sobre el mostrador y pidió un paquete de Marlboro. La cajera se echó a reír: faltaban dos dólares. Habían transcurrido seis años desde la última vez que pensó en comprar tabaco, y el precio se había duplicado mientras ella prescindía estúpidamente del humo. Añadió la diferencia y salió con su presa. Se puso un pitillo en los labios, estimulada ya por el sabor del filtro. Con mano temblorosa, lo encendió y aspiró. Una nube de indescriptible alivio se expandió por sus pulmones y pareció extenderse a sus miembros. Con los ojos cerrados, se fumó la mitad del cigarrillo, y entonces lo apagó cuidadosamente e introdujo en el paquete la mitad sin fumar. Cuando volvió al hospital, se sentó en un frío banco junto al sendero en forma de herradura, al lado de las puertas correderas de vidrio, y se fumó la otra mitad. Volvería a la carga con la mayor lentitud posible, sería un largo y lento camino de regreso al lugar exacto donde había estado antes de esos seis años de brutal abstinencia. Pero saborearía cada pasito de retorno a la esclavitud.
En la habitación de Mark, la pedicura estaba guardando el material. Mark, sentado en la cama, se miraba los dedos de los pies a la manera en que un perezoso podría mirar una película en la que apareciera una rama de árbol. Bonnie se movía a su alrededor, parloteando.
– Llegas en el momento justo -le dijo a Karin-. ¿Quieres hacernos una foto?
Buscó en su bolso mágico y sacó una cámara desechable. Se colocó al lado de las garras traseras de Mark, el verde lima de sus ojos en delirante contraste con el púrpura de las uñas pintadas.
Mientras Karin se acercaba el visor de plástico al ojo, su hermano sonrió. ¿Quién sabría lo que él sabía? Karin ni siquiera podía estar segura respecto a Bonnie.
La jubilosa Bonnie recogió su cámara.
– Sacaré copias para los dos. -Restregó el hombro de Mark-. Lo pasaremos de miedo cuando te hayas recuperado por completo.
Él sonreía y la miraba. Entonces extendió velozmente una mano hacia los senos de la chica cubiertos por el suéter, mientras se llevaba la otra a la entrepierna. Las sílabas goteaban de su boca: «Chinche, chingar un chucho, chivo chupa chocho yo…».
Bonnie lanzó un chillido, retrocedió y le apartó la mano de un manotazo. Se llevó las manos al pecho y contuvo la respiración, temblorosa. El temblor se convirtió en una aguda risita.
– Bueno, tal vez no nos divertiremos tanto. -Pero antes de irse le dio un beso en el convaleciente cráneo-. ¡Te quiero, Marker!
El trató de ponerse en pie y seguirla. Karin lo detuvo, le acarició y fue calmándole hasta que Mark se apartó de ella y volvió a sentarse en la cama, el torso arqueado, los ojos llenos de dolor. Karin siguió a Bonnie al pasillo. Tras cruzar la puerta, cuando él no podía verla, la joven se había echado a llorar.
– ¡Oh, Karin! Cuánto lo siento. He hecho todo lo posible por mantener la compostura. No tenía idea de que se encontrara en ese estado. Ellos me dijeron que estuviera preparada para cualquier cosa. Pero no para esto.
– Está bien -le mintió Karin-. Esto no es más que una fase transitoria.
Bonnie se demoró en un largo abrazo, que Karin le devolvió, por su hermano.
Finalmente Karin dio un paso atrás y le preguntó: