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– ¿Un parque acuático? -Daniel se restriega la cabeza, desde la frente a la coronilla. Se tira de la oreja, la boca ladeada. Suelta una risita-. Un parque acuático en el Gran Desierto Americano.

– Tienes que informar al Refugio. Han de impedir que esto siga adelante.

Él no le responde, se limita a sentarse sobre un talón, en la postura virasana, y mira fijamente los platos que ella ha preparado con tanto esmero. Ahora lo dirá. Ahora ella pagará, por haberse guardado todo aquello.

– ¿Cómo te has enterado?

– He visto los planos.

Él alza el mentón, lo baja, lo alza de nuevo. Una especie de mordaz asentimiento.

– ¿Y cuándo pensabas decírmelo?

– Te lo acabo de decir -responde ella, las palmas hacia arriba, señalando la comida, su prueba.

Está dispuesta a darle todos los brutales detalles, pero él no los necesita. Daniel lo entiende todo. Ahora sabe lo que ella ha estado haciendo durante todas estas semanas, mejor de lo que ella misma lo ha sabido. Permanece sentada, mirándose a sí misma a través de los ojos de Daniel. La fatiga que este muestra es casi un alivio. Debe de haberlo sabido desde hace mucho tiempo. Se prepara para recibir su recriminación, su indignación… cualquier cosa que la ayude a sentirse limpia de nuevo. Pero cuando por fin le habla, sus palabras son un mazazo inesperado.

– Nos has estado espiando, tú y esa amistad tuya. Intercambiando secretos. Alguna clase de doble…

– Él no… De acuerdo. Soy una puta. Dime lo que quieras. Tienes razón. Soy una zorra embustera y taimada. Pero tienes que creer una cosa, Danieclass="underline" Robert Karsh no es el hombre con quien deseo compartir mi vida. Robert Karsh puede irse…

Él la mira como si se hubiera puesto a cuatro patas y empezado a ladrar. Lo que hagan ella y otros hombres carece de sentido. Lo único que importa es el río. La mirada que le dirige es de consternación. No puede discernir, y mucho menos contar, las veces que ella ha traicionado al río.

– Robert Karsh me tiene sin cuidado. Puedes hacer con él lo que quieras.

Ella alza las palmas, haciéndole retroceder.

– Espera. ¿De quién me estás hablando? -Si no se trata de Karsh-. ¿A quién te refieres con lo de «esa amistad tuya»?

– Ya sabes a quién me refiero. -Daniel ha perdido por completo la paciencia-. A su investigadora privada. La que contrataron. Tu amiga Barbara.

Karin echa bruscamente la cabeza hacia atrás. Daniel sufre alguna lesión, alguna dolencia peor que la de Mark. Unas manos pequeñas y frías la acarician.

– Pero ¿qué dices, Daniel?

Saldrá corriendo de la casa y pedirá ayuda.

– Sonsacándome en la sesión pública, para ver cuánto podía haber averiguado.

– ¿Investigadora de qué? Es la auxiliar de enfermería que se ocupó de Mark. Trabaja en rehabili…

– ¿Por cuánto? ¿Tres dólares la hora? ¿Una mujer que habla como ella? ¿Una mujer que actúa de ese modo? Me asqueas -concluye, humano por fin.

Una encrucijada de pánicos. ¿Qué es Barbara para él? Karin imagina una explicación que viene de largo, secreta, algo que a ella la deja fuera. Pero el otro temor que la embarga es más profundo. Con el rostro contorsionado por la ira, retrocede hacia la puerta del apartamento.

Él observa su confusión y titubea.

– No me digas que no sabes… ¿Cuánto crees que puedes ocultar?

– No estoy ocultando…

– Barbara me llamó, Karin. La primera vez que me encontré con ella, su voz me resultó familiar. Hace un año y dos meses hablamos por teléfono. Me llamó precisamente por la época en que los promotores estaban planeando esto. Fingió que trabajaba para un noticiario. Me preguntó por el Refugio, el Platte, el trabajo de restauración. Y yo, como un idiota, se lo conté todo. Cuando la gente quiere hablar de esas aves, confío en ella. Soy un necio total.

Miró más allá de ella, inmóvil, como un animalillo agonizante en una tempestad de nieve.

– Espera, Daniel. Eso es absurdo. Me estás diciendo que es… ¿qué? ¿Una espía industrial? ¿Que trabaja en Dedham Glen como una especie de tapadera?

– ¿Espía? Tú lo sabrías, ¿no? Lo que estoy diciendo es que hablé con ella y respondí a sus preguntas. Recuerdo su voz.

Observación de las aves por el oído.

– Bueno, pues lo recuerdas mal. Confía en mí por esta vez.

– ¿Sí? ¿Confiar en ti? ¿Por esta vez? -Su cabeza es como una barca que cambia de dirección y orza-. ¿Y en qué más debería confiar en ti? Has dado información sobre mí, te has reído de mí durante meses engatusándome con tu dulce jodienda…

Ella gira sobre sus talones, dándole la espalda, y se tapa los oídos. A él se le contrae la mejilla derecha. Entrecierra los ojos y sacude la cabeza.

– ¿Vas a continuar negándolo, después de todo? ¿Nunca salió a relucir el nombre de ella en todas esas conversaciones secretas que tuviste con él? ¿Cuando os reuníais y le hablabas de nosotros y del Refugio?

Ella gime y empieza a desmoronarse. Él se levanta y se dirige hasta el fondo de la sala, alejándose de ella cuanto puede, sujetándose el codo y pellizcándose los labios, en espera de que ella se serene. Karin aspira hondo, poco a poco, esforzándose por calmarse, fingiendo que es como él.

– Creo que debería irme.

– Probablemente tengas razón -replica él, y sale de la casa.

Ella deambula por el apartamento mucho rato. Finalmente entra en el dormitorio y mete su ropa en una bolsa. Él volverá y la detendrá, escuchará su explicación. Pero ahora se ha ido, de la misma manera que su hermano está ido, ambos, de uno u otro modo, inalcanzables. Va a la cocina, coloca la comida en viejos envases de brotes de soja y los guarda en el frigorífico. Aturdida, se sienta en la tapa del inodoro e intenta leer uno de los libros de meditación de Daniel, un curso intensivo de trascendencia. Se sienta ante la puerta principal, sobre la bolsa en la que ha metido sus cosas. Él está en alguna parte, acechando, observando el edificio, esperando a que ella se vaya.

Cuando faltan veinte minutos para la medianoche, por fin telefonea a la amiga de su hermano.

– ¿Bonnie? Siento despertarte. ¿Podría dormir en tu casa? Solo una o dos noches. No tengo ningún sitio. Nada.

Gerald Weber detiene su tercer coche alquilado en Nebraska junto a un cajero automático. Le tiemblan las manos mientras saca mucho más dinero del que se proponía. Desde el aeropuerto, se dirige instintivamente a ese hotel del que ahora es cliente regular. «Bienvenidos, observadores de las grullas.» Solo que ahora el vestíbulo está lleno de personas robustas y mayores, con prendas de punto y provistas de guías y pequeños gemelos. Weber también lleva exceso de equipaje, pues se ha traído el triple de lo que normalmente llevaría en un viaje profesional, incluso el móvil y la grabadora digital, un hábito profesional que debería haber perdido meses atrás, junto con sus pretensiones profesionales. En el botiquín, aparte de las tiritas y material para coser, hay diez clases distintas de sustancias, desde gingko hasta dimetilaminoetanol.

Cierta vez estudió a un hombre, por lo demás sano, que creía que los relatos se convertían en realidad. La gente hablaba del mundo para hacerlo existir. Incluso una sola frase desencadenaba acontecimientos tan firmes como la experiencia. Viaje, complicación, crisis y redención: solo tienes que pronunciar las palabras para que adquieran forma.

Durante décadas, el caso obsesionó a todo el mundo. Weber escribió al respecto. Ese único delirio -los relatos se convierten en realidad- parecía el germen de la curación. Nos relatábamos a nosotros mismos hacia atrás, para establecer el diagnóstico, y hacia delante, para determinar el tratamiento. El relato era la tormenta en el núcleo de la corteza. Y no había mejor modo de llegar a esa verdad ficticia que por medio de las cautivadoras parábolas neurológicas de Broca o Luria, relatos de cómo incluso cerebros trastornados podían narrar el desastre de modo que adquiriese un sentido que permitiera vivir con él.