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Entonces el relato sufrió un cambio. En algún momento, las herramientas clínicas reales hicieron que sus historiales médicos se redujesen a algo meramente pintoresco. La medicina creció. Instrumentos, diagnóstico por la imagen, test, métrica, cirugía, fármacos: no había espacio para las anécdotas de Weber. Y todas sus curaciones literarias se convirtieron en espectáculos circenses y paradas de monstruos góticos.

Cierta vez conoció a un hombre convencido de que contar los relatos de otros podría convertirles de nuevo en reales. Entonces, los relatos ajenos le rehicieron a él. Ilusión, pérdida, humillación, descrédito: bastaba con decir las palabras para que lo nombrado sucediera. El hombre en cuestión había surgido de relatos amañados. Era una pura invención de Weber. La historia y el reconocimiento médico eran mentira. Ahora el texto se aclara. Incluso el nombre del caso, Gerald W., parece el menos convincente de los seudónimos.

Está de pie junto a la cama de Mark, en busca de redención. El muchacho le suplica.

– ¿Por qué no venía, doctor? Creí que estaba muerto. Más muerto que yo. -Habla de una manera lenta y titubeante-. ¿Sabe lo que ha ocurrido? -Weber no le responde-. He intentado quitarme de en medio. Y, por lo que parece, tal vez no sea la primera vez.

Estas palabras hacen que Weber se siente en la silla junto a la cama.

– ¿Cómo te encuentras ahora?

Mark separa los codos, revelando el tubo del gotero inserto en su brazo derecho.

– Bueno, pronto empezaré a sentirme bien de veras, tanto si quiero como si no. Sí, van a ponerme en forma de nuevo. Seré el tercer Mark. ¿Sabe que están hablando de aplicarme electroshocks?

– Yo… -responde Weber-. Creo que debes de haberlo entendido mal.

– Sí, terapia electroconvulsiva. Muy suave, según me dicen. Saldré de aquí feliz como una lombriz. Como nuevo. Y no recordaré nada de lo que ahora sé, lo que he imaginado. -Agita la mano y aferra la muñeca de Weber-. Por eso tengo que hablar con usted. Ahora, mientras todavía puedo.

Weber toma la mano de Mark en la suya, sin que el muchacho se resista, tan desesperado está. Cuando habla, su tono es suplicante.

– Usted me vio no mucho después del accidente. Me sometió a pruebas y esas cosas. Hablamos de su teoría, la idea de la lesión, la zona posterior derecha que se separa de esa almendra. ¿La mídala?

A Weber le pasma que Mark lo recuerde. Él mismo había olvidado su conversación.

– La amígdala.

– ¿Sabe? -Mark retira su mano de la de Weber y finge una débil sonrisa-. Entonces, cuando me contó eso, estaba seguro de que había perdido el jodido juicio. -Aprieta los ojos y sacude la cabeza. El tiempo se está acabando. Pierde la percepción a causa de un cóctel químico que penetra gota a gota en las venas de sus brazos. No puede nombrar con precisión lo que necesita decir. Las señales de su esfuerzo recorren todo su cuerpo. Se debate por comprender lo que está casi al alcance de su mano-. Mi cerebro, todas esas partes divididas, tratando de convencerse unas a otras. Docenas de boy scouts perdidos que agitan unas linternas de mierda en el bosque por la noche. ¿Dónde estoy yo?

Weber podría contarle anécdotas. Los pacientes de automatismo, cuyos cuerpos se mueven sin conciencia. Las metamorfopsias, asoladas por naranjas del tamaño de pelotas de playa y lápices del tamaño de cerillas. Los amnésicos. El yo es un borrador hecho a toda prisa, confeccionado por un comité que intenta engañar a un joven editor para que lo publique.

– No lo sé -responde Weber.

– Bien, dígame ahora… -Mark se interrumpe, sumido en sus pensamientos, las facciones contraídas. Ninguna pregunta que se le pueda ocurrir merecería tamaña aflicción. Pero Weber ha volado dos mil kilómetros para escuchar esto. Mark baja la voz, la oculta-. ¿Cree que es posible…? ¿Puede estar uno confundido mentalmente y no tener la menor idea? ¿Y seguir sintiéndose como siempre…?

Weber quiere decirle que no es posible. Que es cierto. Obligatorio.

– Te encontrarás mejor -le dice-. Más entero de lo que estás ahora.

Es una promesa temeraria. Si eso fuese cierto, él mismo tomaría el fármaco.

– No estoy hablando de mí -sisea Mark-. Me refiero a la gente. Centenares de personas, tal vez millares, casos en los que, al contrario del mío, la operación funcionó realmente. Todo el mundo yendo tranquilamente por ahí sin tener la más remota idea.

A Weber se le eriza el pelo. Piloerección, una vieja reliquia evolutiva: carne de gallina.

– ¿Qué operación?

Ahora Mark se pone frenético.

– Le necesito, Loquero. No hay nadie más que pueda decírmelo. ¿Todas esas pequeñas partes del cerebro que charlan entre ellas? ¿Esos grupos de boy scouts?

Weber asiente.

– ¿Es posible cortar uno? ¿Uno solo? ¿Sin matar a todo el grupo?

– Sí.

El alivio es inmediato. Mark vuelve a hundir la cabeza en la almohada.

– ¿Y es posible introducir a uno? Ya sabe. Secuestrar a un boy scout y poner a otro en su lugar. ¿Alguna elemental linterna de mierda agitada en la oscuridad?

Más carne de gallina.

– Dime qué quieres decir.

Mark se cubre los ojos con las manos.

– «Dime qué quieres decir.» El señor quiere saber lo que quiero decir. -Vuelve la cabeza a un lado, con irritación. Baja de nuevo la voz-. Me refiero a trasplantes. Combinación entre especies.

Xenotransplante. Un artículo sobre el tema en la revista JAMA, el mes pasado. La cantidad creciente de experimentos: fragmentos de corteza de un animal trasplantado a otro y que adquieren las propiedades del área anfitriona. Mark debía de haberse enterado de esas cosas, a la manera bastarda y embrollada en que la ciencia llega a todo el mundo.

– Insertan partes de cerebro de mono en personas, ¿no es cierto? ¿Por qué no aves? Su almendrita a cambio de la nuestra.

Weber solo tiene que decir que no, de la manera más suave y rotunda posible. Pero en realidad desea decirle: no hay necesidad de hacer ningún cambio. Ya están ahí, heredadas. Estructuras antiguas que siguen dentro de las nuestras.

Pero, por lo menos, le debe a Mark la pregunta que entonces le hace.

– ¿Por qué querrían hacer tal cosa?

Mark reflexiona un momento.

– Todo forma parte de un plan más vasto, algo que han estado desarrollando en los tableros de dibujo durante mucho tiempo. La Ciudad de las Aves. Quieren sacar provecho de los animales. El próximo gran negocio, ¿comprende? Encontrar la manera de intercambiar sustancia cerebral, de las grullas a los seres humanos y viceversa. Como usted dice: un boy scout más o menos sin que el grupo se resienta. Uno sigue sintiéndose igual. También habría funcionado en mi caso, pero hubo algún fallo.

Algo se está comunicando a través de Mark, algo primigenio a lo que Weber debe prestar toda su atención antes de que el fármaco del gotero convierta de nuevo a este joven en un ser humano normal. Este momento es todo el tiempo que queda. Solo ahora.

– Pero… ¿qué tratan de conseguir con la operación?

– Están intentando salvar a la especie.

– ¿Qué especie?

La pregunta sorprende a Mark.

– ¿Qué especie? -La sorpresa cede el paso a una risa resonante y hueca-. Esto sí que es bueno. ¿Qué especie?

Y guarda silencio mientras intenta decidirlo.

Bonnie Travis vive en un bungalow de comienzos del siglo Xx que tiene forma de petaca de bolsillo, en cuyo interior ambas mujeres apenas disponen de espacio para pasar una al lado de la otra sin rozarse. Karin se disculpa a cada oportunidad, friega los platos aunque ni siquiera estén sucios. Bonnie la regaña.

– ¡Vamos! Es como estar de camping. Nuestra pequeña choza.

A decir verdad, la muchacha ha sido una bendición, alegre y divertida incluso cuando no viene a cuento. La entretiene leyendo las cartas del tarot o tostando malvavisco sobre la estufa de gas. «Alimento consolador», lo llama ella. Por la noche, Karin se sobrepone al impulso de acurrucarse en la cama con ella.