A la noche siguiente, entra en casa tras haberse fumado medio paquete de tabaco en la terraza de Bonnie, y encuentra a la muchacha muy preocupada. Al principio no quiere decir por qué y repite una y otra vez: «No es nada, no hay ningún problema». Pero no puede concentrarse en la tarea y acaba por quemar el estofado. Karin descubre al culpable sobre la mesita baja: el nuevo libro de Weber, que la muchacha ha ido leyendo con remolona dedicación, media página al día durante los últimos meses.
– ¿Es esto lo que te ha alterado? -le pregunta Karin-. ¿Algo que has leído aquí?
La chica hace un gesto negativo más con la cabeza, pero entonces se desmorona.
– ¿Hay en el cerebro una parte divina? ¿Visiones religiosas debidas a alguna clase de tormenta epiléptica?
Karin se apresura a consolarla, y lo consigue en parte.
– ¿Puedes encender y apagar a Dios con una corriente eléctrica…? ¿No es más que una estructura integrada en el cerebro? ¿Lo sabías ya? ¿Lo sabe todo el mundo? ¿Todo el mundo inteligente?
Karin la hace callar, le acaricia los hombros.
– Nadie lo sabe. Él tampoco lo sabe.
– ¡Claro que lo sabe! Si no lo supiera, no lo diría en un libro. Es el hombre más inteligente que he conocido jamás. La religión tiene que ver con un lóbulo temporal… Dice que la creencia depende de una sustancia química evolucionada que puedes ganar o perder… Como lo que Mark decidió acerca de ti. La manera en que ya no es él, la manera en que ni siquiera puede ver que él… Ah, mierda. ¡Soy demasiado estúpida para entenderlo!
Y Karin se siente demasiado estúpida para poder ayudarla. Algo en ella, una tormenta temporal, quiere decirle: La suma total de cuanto somos sigue siendo real. El fantasma desea adquirir nuestra forma. Incluso un módulo que incorpora a Dios habría sido seleccionado por su valor para la supervivencia. El agua se propone algo. Pero no dice nada de esto, no tiene palabras. La duda de Bonnie debe de haber estado incubándose desde hace tiempo, como un tumor que crece lentamente. Está lo bastante conmocionada para aceptar cualquier sistema de creencias más amplio que Karin pudiera sugerirle. Se miran una a otra mucho rato, sorprendidas con algún secreto vergonzoso. Entonces, sin más que tristes sonrisas, hacen un pacto, unidas en el truco de la creencia, novicias de un nuevo credo, hasta que los estragos las cambien.
Karin no ha salido de la casa de juguete salvo para hacer un fracasado intento más de hablar con su hermano en el hospital. No ha ido al Refugio desde que abandonó el piso de Daniel. Durante toda su vida ha sospechado en secreto que cuanto aprendes a querer, todo aquello de lo que realmente te apropias, te lo arrebatan. Ahora sabe por qué: nada es tuyo. La noche anterior soñó que volaba, muy por encima de los lagos formados en los meandros del Platte. Placas de hielo salpicaban los bancos de arena, y los campos estaban cubiertos de rastrojos. No había señales de vida por ninguna parte. Todos los animales visibles a simple vista habían desaparecido. Pero había vida por doquier, microscópica, vegetativa, zumbando en la colmena. Voces sin lenguaje, voces que ella reconocía, llamándola para que viera. Al despertar, se sentía reconfortada y llena de una desconcertante confianza.
Ahora se prepara para hacer una incursión en el exterior, tomando prestado el mejor vestido de Bonnie que no es un disfraz de pionera, de seda verde salvia y tan ceñido que podría causar traumatismos cervicales incluso en el Gold Coast de Chicago. Hasta consigue que Bonnie se encargue de maquillarla. La chica, que ahora parece mayor y más seria, coteja el cutis de Karin con varias muestras de color que estudia con los ojos entornados.
Karin le toca el hombro.
– ¿Recuerdas que le pintaste a Mark las uñas cuando aún estaba en traumatología?
– Sí, púrpura de congelación -recuerda Bonnie.
– Púrpura de congelación -repite Karin-. Píntamelas así.
Trabajan juntas, como profesionales. Bonnie retrocede para admirar su obra.
– De muerte -dice, lo cual debe de significar que está muy bien-. Armada y peligrosa. Podrías comerte a los hombres como una rana come moscas. Él no sabrá qué le ha golpeado. De muerte, ya te digo.
Karin, inmóvil en la silla, no puede contener las lágrimas. Abraza a la alicaída maquilladora. Bonnie le devuelve el abrazo, la estrecha con fuerza, cómplice antes del hecho.
Más tarde Karin se dirige al centro de la ciudad, al mismo lugar donde hizo que Robert Karsh saliera de su escondrijo. Cae la tarde, y la gente sale de la oficina. Él está entre los últimos que lo hacen. Cuando cruza la puerta y la ve, se detiene, sorprendido. Ella se vuelve y avanza hacia él, procurando no pensar, diciendo «de muerte» para sí misma, como un hechizo protector. Él también va a su encuentro, el mentón adelantado y mirándola de arriba abajo.
– Cielos -le dice-. Estás espléndida. -La desea incluso ahora, incluso después de lo que ella ha hecho. Tal vez más, debido a ello. Quiere llevarla detrás de los arbustos iluminados por el sol poniente y hacerlo allí mismo, como vertebrados inferiores-. Bueno -sigue diciendo-. Parece ser que tu amigo Daniel ha conseguido que el Consejo de Desarrollo le preste su atención. -No necesita añadir: «Y también la mía». Su sonrisa es intimidante e impersonal, una sonrisa tan propia de Karsh que ella no puede dejar de sonreírle a su vez-. Lo has revelado todo. Has soltado cuanto te dije confidencialmente. De acuerdo, tal vez no todo, pero sí lo referente a los negocios. -Sigue sonriendo, como si estuviera hablando con su pequeña Ashley, la niña que no le ha permitido conocer a Karin-. Tal vez todo esto no fuera más que negocios, ¿eh? Desde el principio.
– Escucha, Robert. -Alza un poco la voz, pero se domina enseguida-. Ojalá eso que dices fuese cierto. Ojalá hubiera sido tan lista.
– Bueno, la cuestión es que nos has retrasado, has complicado el juego. Y me he visto en un serio apuro personal. He tenido que espabilarme para no salir chamuscado. Lo cual no quiere decir que esto no le dé más vidilla al asunto. Es el precio de saber lo que significo para ti.
Ella sacude la cabeza.
– Eso lo has sabido siempre, mejor que yo.
– Pero ten en cuenta una cosa. Si este proyecto no se realiza en Farview, lo haremos en otra parte río abajo. ¿Crees que vas a impedirnos construir? ¿Crees que se va a interrumpir el desarrollo? ¿Quién eres tú? Ni siquiera eres…
– Ni siquiera soy nadie -le interrumpe ella.
– No he dicho eso. Solo estoy diciendo que vamos a construir lo que necesita la comunidad. Acabaremos por hacerlo. Si no el año que viene…
Eso es tan evidente que ella ni siquiera puede replicar. Incluso ahora, los ojos de Robert dicen: Vayamos a alguna parte. Busquemos una habitación. Veinte minutos. El vestido de seda haciendo su trabajo. Y ella se siente nada, una nada que la llena y la eleva. Permanece de pie, incapaz de poner fin a las sacudidas de su cabeza.
– Anulé mi personalidad por ti -le dice, perpleja por haber hecho tal cosa, perpleja porque aún puede hacerlo. Le mira, hurgando en su pasado-. Crees que me conocías. ¡Crees que me conoces!
Años de esfuerzo, y ahora ella podría pasar por su lado en la calle y no sentir nada. Lo mismo que Karsh: Capgras mimético, una sonrisa que no reconoce nada, ahí de pie, sonriendo como si acabara de sobornar a la maestra de la escuela primaria con una manzana agusanada.
Y, no obstante, están conectados. Ella da media vuelta y se dispone a alejarse atravesando en línea recta la ciudad, esa ciudad que detesta y de la que nunca se librará. Y mientras avanza por la calle, a sus espaldas, oye que él la llama, a medias regocijado.
– Cariño. Vuelve, Conejita. ¡Eh! Hablemos de esto.
Sereno, comprensivo, seguro de que ella volverá, si no ahora, el próximo año por esta misma época.
Hablan durante tanto tiempo que Weber pierde la cuenta. Y a cada respuesta que Mark necesita, la certeza de Weber disminuye. Ese grupo de boy scouts que agitan linternas defectuosas en el bosque por la noche se ha diseminado. Durante toda su vida ha sabido de sí mismo que no era más que esa tropa de scouts improvisada. Y, solo ahora, algo que estaba reprimido se libera, y el conocimiento adquiere realidad.